sábado, 9 de enero de 2021

¡Cuánto cuesta aprender!

El término resiliencia debe atribuirse a John Bowlby (1907-1990), el creador de la «teoría del apego», aunque fue Boris Cyrulnik (Burdeos, 1937), psiquiatra, neurólogo y psicoanalista quien dio a conocer el concepto en Psicología a través de «Los patitos feos», un libro que alcanzó la condición de bestseller. El DRAE define la resiliencia como la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos. Ahora bien, cuando esta aptitud se encara desde la perspectiva psicológica a esa competencia para afrontar las crisis o las situaciones potencialmente traumáticas se añade el plus de que se puede salir fortalecido de ellas. Lo que equivale a decir que la resiliencia implica reestructurar nuestros recursos psicológicos en función de las circunstancias y necesidades sobrevenidas. De ese modo, no solo somos capaces de sobreponernos a las adversidades sino que vamos más allá y utilizamos los infortunios para crecer y desarrollar nuestro potencial vital.

Quienes piensan digamos «en resiliente» no conocen el concepto de vida dura porque lo transforman en algo más soft, algo equiparable a atravesar “momentos difíciles”. No se trata de un juego de palabras sino de practicar una actitud positiva frente al mundo, ser conscientes de que a toda tormenta le sucede la calma. De hecho, las personas resilientes suelen sorprender por su buen humor y motivan que nos preguntemos cómo es posible que, después de todo lo que han soportado, sean capaces de afrontar la vida con una sonrisa en los labios.


Si echamos una ojeada a los periódicos del día encontraremos titulares como estos: «La provincia de Alicante registra en un día 1273 positivos de coronavirus, la cifra más alta desde el inicio de la pandemia»; «Los nuevos casos se disparan hasta 23.700 en un día, el peor dato de los últimos dos meses»; «Crece la presión hospitalaria en el conjunto del Estado»; «Las autonomías endurecen las restricciones y alguna plantea un confinamiento estricto»; «Francia registra 20.489 casos en 24 horas y dobla su número de contagios en una semana»; «La pandemia se lleva por delante 360.105 empleos»; «Reino Unido rebasa de nuevo su máximo histórico de casos diarios con cerca de 61.000». Obviamente, todo son noticias «halagüeñas», como sucede diariamente desde hace diez meses.

Pues bien, pese a que este escenario se ha universalizado, pues en  cualquier latitud semana arriba o abajo se está en similares condiciones, algunos se aventuran con opiniones algo extravagantes que dan titulares como los siguientes: «Libertinaje sexual y derroche económico: los locos años 20 que nos esperan tras la pandemia» o «Tras la represión, vendrá la explosión». Es decir, mientras unos alarman sin descanso sobre lo que se nos viene encima, otros, que parece que ya hayan superado la pandemia, se atreven con las predicciones más optimistas. Una de ellas la lanzó recientemente el epidemiólogo y profesor de la Universidad de Yale, Nicholas Christakis, vaticinando que se avecina la repetición de un patrón de comportamiento similar al que vivió el mundo hace cien años, cuando la finalización de la Primera Guerra Mundial y de la epidemia de la mal llamada gripe española dieron paso a una de las etapas de mayor progreso tecnológico, económico y cultural del siglo XX. Según él, se avecinan unos nuevos y renovados ««años locos». Tanto en su reciente libro Apollo's Arrow: The Profound and Enduring Impact of Coronavirus on the Way We Live (2020), como en un artículo que le ha publicado en las últimas semanas The Guardian subraya que el libertinaje sexual, el derroche económico y la regresión de la fe religiosa serán algunos de los cambios que se avecinan a partir de este mismo año 2021. El catedrático augura una explosión social y sexual para cuando terminen las restricciones que impone la actual pandemia, asegurando que se invertirán las tendencias que la están acompañando. Según él, buscaremos de manera incansable interacciones sociales que generarán cambios profundos modificando nuestros comportamientos desde los meses venideros hasta el próximo 2024, cuando se prevé que el 75% de la humanidad esté vacunada. Y esto sucederá porque según dice la pandemia es novedosa para nosotros pero no para nuestra especie. Por tanto, lo que sucedió tras la crisis del siglo pasado volverá a suceder en los próximos años —probablemente sin charlestón, pero con rap y reguetón, añado— reivindicándose de la misma manera que entonces el optimismo, la excitación y el disfrute como respuestas reactivas al gravísimo trauma pasado. Estas opiniones de Christakis las comparten otros pensadores que están igualmente convencidos de que cuando finalice la pandemia los seres humanos reaccionaremos aliviados y buscaremos desahogarnos y reducir el estrés a través de variopintos placeres y estrechando los lazos comunitarios.

Particularmente, estas suposiciones me preocupan por varias razones. Por un lado, no veo en el horizonte inmediato gente que despunte en los diferentes campos de la economía, la política o la cultura capaz de remedar en los próximos años lo que aportaron personajes como Le Corbusier, Gropius, Picasso, Dalí, Paul Klee, J. M. Keynes, Duke Ellington, Coco Chanel, Buñuel, Charles Chaplin, Fritz Lang, García Lorca, James Joyce o Marlene Dietrich, por mencionar algunos. Por otro lado, me desilusiona que una crisis tan grave como la actual no haya sido capaz de motivarnos casi ningún aprendizaje; parece que únicamente aspiramos a accionar el interruptor y continuar viviendo como lo hacíamos antes de que se desatase. Nada que decir del calentamiento global, de las crecientes desigualdades sociales, de la precarización de la vida, de la incivilidad… Y en tercer lugar, me parece que no vendría mal que activásemos las actitudes vigilantes y la prevención. No vaya a ser que la «profecía» del profesor Christakis se cumpla y que también le sigan catástrofes equiparables a las que acontecieron tras los locos años veinte. Recordemos: la crisis de 1929, el nazismo,  la II Guerra Mundial… y por el medio nuestra Guerra Civil. No tengo vocación de profeta pero atisbo indicios que no me gustan un pelo. ¡Ojalá esté equivocado!

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