domingo, 24 de junio de 2018

Por qué necesito la amistad

La felicidad ha sido un preocupación recurrente de la humanidad y lo sigue siendo en la actualidad, no en vano todos porfiamos por lograrla aunque desconozcamos cómo hacerlo. A lo largo de la historia se ha filosofado mucho sobre ella. Hoy, sin embargo, se va más allá. Se ha concretado un corpus de conocimiento que constituye lo que se ha llamado ciencia de la felicidad, que aporta herramientas para mejorar la vida de las personas y de las organizaciones. Esta nueva ciencia rebosa de cosas archisabidas y de sentido común. Nos dice, por ejemplo, que lograr objetivos como ganar mucho dinero o tener éxito no nos hace felices a largo plazo. Al contrario, en el mejor de los casos, solamente nos proporciona cierto bienestar temporal. Sin embargo, curiosamente, las relaciones con los demás son uno de los factores que más ayudan a vivir felices. Así lo argumentan las conclusiones de algunas de las más importantes investigaciones en el ámbito de la psicología positiva, acreditando que quienes tienen unas relaciones íntimas sólidas, sean amorosas, familiares o amistosas, y también quienes aprecian lo que han conseguido son más felices, más optimistas, tienen más éxito y hasta fortalecen su sistema inmunológico.

A poco que reflexionemos, constataremos que en los últimos tiempos las relaciones virtuales entre las personas están sustituyendo en buena medida a las reales. Cada vez dejamos más al albur de los flujos de las redes sociales y los media esta importantísima parcela de nuestra personalidad. Por otro lado, los efectos del consumismo y el individualismo, que han colonizado amplísimas parcelas de nuestra privacidad, nos conducen demasiado a menudo a no apreciar sufientemente las cosas buenas que hemos conseguido. Parece que importa mucho más lograr más, que valorar lo bueno que tenemos. Tales actitudes no hacen sino mermar la felicidad porque existen pruebas científicas que demuestran que cuando apreciamos a los familiares y a nuestras parejas, cuando justipreciamos el trabajo que hacemos o valoramos el saldo que arrojan nuestras vidas, acrecentamos nuestro patrimonio personal.

Podría decirse que vivimos en la era de las distracciones. Nos envuelve un maremágnum de estímulos que nos requieren y tiran de nosotros desde distintas posiciones, entorpeciendo el disfrute del aquí y del ahora. De modo que, en mi opinión, se impone instaurar una especie de alquimia emocional que nos allegue orientaciones fundamentales para aproximarnos a la felicidad. Según dicen los expertos, hay dos condimentos esenciales para ello, aunque obviamente existen otros. El primero son las relaciones interpersonales, que constituyen su principal indicador. Naturalmente se refieren a las que establecemos cara a cara, íntima y profundamente, no a las relaciones virtuales. Y el segundo ingrediente es la simplificación de la vida. Como decía, vivimos extraordinariamente distraídos y necesitamos centrarnos. Sinceramente, creo que debemos autoimponernos una cierta cordura y esforzarnos en hacer pocas cosas en lugar de intentar cumplimentar muchísimas. Esos espacios monotarea (conversar con un amigo, leer, meditar…) son imprescindibles para emprender y transitar el camino que condice a la felicidad.

El viernes se me presentó una nueva oportunidad para amalgamar los condimentos referidos: disfrutar durante un par de horas de las relaciones personales, sin hacer nada ni preocuparme de otra cosa durante ese tiempo. Fue en Cheste, donde se inauguraba la remodelación del local que la Sociedad Cultural Ateneo La Alianza tiene en la Plaza del Doctor Cajal. La ocasión venía pintiparada por un conjunto de fortuitas coincidencias: las personas que regentan el establecimiento son hijos de una vieja compañera de estudios, otros compañeros tienen vínculos históricos y estrechos con el Ateneo y yo me había desplazado a Gestalgar para pasar el fin de semana. En síntesis, un conjunto de sinergias que posibilitaron un gratísimo encuentro que nos permitió reanudar un diálogo interrumpido hace cincuenta y dos años.

A mediados de mayo, también de manera casual, contacté a través de Facebook con Bienve Valencia, compañera de bachillerato. Tras la sorpresa y la consiguiente alegría por el reencuentro, nos pusimos al día en cuestiones familiares y profesionales, repasamos algunos recuerdos, refrescamos alusiones a amistades comunes y compartimos buenos propósitos para el inmediato futuro. Aquella breve conversación digital me allegó un pálpito: tal vez fuera posible que la vieja pandilla de estudiantones se volviese a reunir gracias a una nueva conjunción de contingencias de naturaleza astral, digital o emocional. O, simplemente, por los buenos oficios ejercitados por mi veterana compañera o cualesquiera otras personas. Me consta que unos guasaps, alguna conversación telefónica y otras gestiones de naturaleza imprecisa fueron determinantes para que el pasado viernes, a las siete y media de la tarde, y en el lugar que he referido, mi mirada se cruzase con la de Mari Carmen Tarín, que la reconoció al instante. Y justo ahí, en un inesperado flashback, mi mente retrocedió medio siglo. Y proyectó en segundos un viejo paisaje plenamente reconocible, el del Colegio Libre Adoptado Luis Vives de Chiva, dependiente del Instituto Nacional de Enseñanza Media de Requena. Vi deambular por su párvulo territorio a los jóvenes licenciados y profesionales que eran nuestros profesores: doña Amparito, Fernando Galarza, doña Maruja, don José Morera, Manolo Mora, Edelmira, don Juan… Rememoré como ellos, y bastantes más, nos ayudaron a aprender lo que entonces se enseñaba y a defendernos de los tribunales inquisitoriales que venían desde Valencia a final de cada curso para comprobar nuestros progresos, sometiéndonos a un tercer grado, que ahora se denomina evaluación externa, para validar lo obvio: los resultados de los exámenes previamente realizados con nuestros mentores naturales.

En esos escasos segundos en que Mari Carmen y yo volábamos hacia nuestro esperado encuentro, visualicé ese pequeño colegio donde viví buena parte de la pubertad y eclosionó mi adolescencia; en el que la enseñanza no era segregada por sexos, como en casi todos los demás centros, sino que chicos y chicas compartíamos aulas, seguramente más por la escasez de la demanda que por razones pedagógicas o ideológicas. Sin duda, ello ayudó a que me cautivasen –platónicamente– muchas de mis condiscípulas: Matilde, Silvia, Maricarmen, Mercedes, María Luisa…, todas algo mayores que yo, sempiterno benjamín, cautivo de amores imposibles, preso del arrebatado impulso adolescente, varado en un escenario vital tan novedoso como seductor. Pero no sólo de pan vive el hombre. También hice amigos que me duraron muchos años. Algunos todavía perduran: Aniceto y Paco Tarín Herráez, Juan Vicente Muñoz, José Vicente García, Juan Morea, Armando Boullosa, Juanjo Arrastey...

Y se sucedieron los abrazos y las anécdotas, los recuerdos y las invenciones, la alegría de vivir enredados como las cerezas. Allí, viernes y en la tarde, nos vimos y nos recordamos Mercedes y Pilar Saus, Pepe Arrastey, Mari Carmen Tarín y Bienve Valencia, la decana del grupo, alma y columna vertebral entonces y seguramente también ahora. Y nos conchabamos y nos prometimos volver a vernos en el otoño. E hicimos propósito de convencer a quienes no estuvieron allí para que viniesen a la próxima.

Yo hago votos porque así sea, porque estoy convencido de que la amistad no conoce de patrias ni banderas, como no sabe de rangos ni trienios. Sólo requiere dos adjetivados sustantivos: generosidad e incondicionalidad. Y así surgió o surge, espontáneamente, en cualquier momento de la vida, atrapándonos en su círculo mágico, haciendo irrelevante el intervalo temporal en que la conocemos. No entiende de juegos de adivinación, ni de exclusividad. Es como un Love Parade con barra libre, una fiesta a la que te han invitado y a la que has decidido ir. Yo quiero asistir a todas las fiestas de la amistad a las que me inviten porque estoy convencido de que la amistad, como el amor, es un recurso que se puede compartir hasta el infinito. Y, además, es extraordinariamente saludable. De modo que, queridas Bienve, MariCarmen y Mercedes, espero tener una nueva oportunidad el próximo otoño. Gracias por acogerme tan espléndidamente.

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