Oyes
o lees “brutalismo”, así, sin más, e imaginas algún tipo de burrada o
bestialidad, o cualquier especie de atrocidad. No en vano la segunda acepción
del término que se encuentra en el DRAE, aunque esté en desuso, lo hace
equivalente a brutalidad. Sin embargo, lo que hoy me interesa es la primera acepción,
que lo concreta sin ambages como “movimiento artístico, especialmente
arquitectónico, que se caracteriza por enfatizar la naturaleza expresiva de los
materiales”.
Mi limitadísima
y desfasada cultura arquitectónica y artística adolecía hasta hace pocas fechas
de referencias sobre las manifestaciones de la llamada arquitectura brutalista,
un movimiento que entre 1950 y 1970 encontró su inspiración en la obra del
suizo Le Corbusier (particularmente en su edificio Unité d’habitation) y en la de Eero Saarinen, un arquitecto
norteamericano de origen finlandés. Podría decirse que ambos eran forofos del
hormigón, un material barato y abundante que, por cierto, es el más consumido
hoy en el mundo, tras el agua, y cuyas posibilidades ya les cautivaron
entonces. Cuando eclosionó esta corriente artística, en la década de los
cincuenta del pasado siglo, una primera oleada de los denominados arquitectos
brutalistas consideraba al hormigón como la sustancia perfecta para reconstruir
Europa y sacarla de la ruina en la que la había sumido la Segunda Guerra
Mundial. Esa loable y necesaria pretensión convirtió en pocos años al
brutalismo en la tendencia arquitectónica por antonomasia. Por cierto, el término
en cuestión es ajeno a la brutalidad y a sus sinonimias, simplemente concreta una
derivación de béton brut, que, en francés, significa “hormigón
crudo”.
Ejemplos de arquitectura brutalista en Belgrado (Serbia), Milán (Italia), y Tiflis (Georgia) |
Pero
como para gustos están los colores y no hay bien ni mal que cien años dure, ese
largo rechazo ha periclitado. Con el inicio del siglo, coincidiendo con la
llegada de la crisis y la universalización de las redes sociales ha vuelto a
ponerse de moda. ¡Y de qué manera! En opinión del periodista británico Felix
Salmon, el brutalismo ha desarrollado ahora una capacidad única de superar las
divisiones de clase. Los obreros y los multimillonarios aprecian su encanto. Aunque
a veces se sienten frustrados por su inflexibilidad, acaban sucumbiendo al
atractivo de su sencillez. De manera que el brutalismo no solo florece
impulsado por la cultura de los austeros movimientos okupas, también otras
corrientes menos desinteresadas, ligadas a las artes visuales en general y a
Instagram en particular, están espoleando su resurgimiento.
De
hecho, diseñadores e influencers revisitan
y revisan la arquitectura brutalista y nos desvelan tesoros arquitectónicos
prácticamente desconocidos, que encuentran en sus viajes reales y virtuales. Un
ejemplo de ello es la exposición que acoge estos días el MoMA (Museo de Arte
Contemporáneo de Nueva York) que, bajo el título Toward a Concrete Utopia:
Architecture in Yugoslavia, 1948–1980, exhibe más de 400 dibujos,
modelos, fotografías y rollos de películas seleccionados de archivos
municipales, colecciones familiares y museos de toda la región que se presentan
por primera vez a una audiencia internacional. Incluye obras de los principales
arquitectos yugoslavos (Bogdan Bogdanović, Juraj
Neidhardt, Svetlana Kana Radević, Edvard Ravnikar, Vjenceslav
Richter y Milica Šterić), que exploraron la urbanización a
gran escala, la experimentación tecnológica y su aplicación en la vida
cotidiana, al consumismo y a los monumentos, además del alcance global de la
arquitectura de la época socialista de la extinta Yugoslavia, con ejemplos de
brutalismo y experimentación constructiva desconocidos hoy, casi tres décadas
después de la caída de aquella República, en 1992. Una arquitectura que, desde los rascacielos de estilo
internacional hasta los "condensadores sociales" brutalistas, es
una manifestación del pluralismo, la hibridez y el idealismo radicales que
caracterizaron al viejo estado yugoslavo. Algo que engarza con el
llamado brutalismo pop, muy reivindicado hoy en redes sociales, como Instagram.
Me gusta el marcado carácter
expresionista, la sencillez y la racionalidad del brutalismo. Me gusta la
angulosidad de sus formas geométricas y sus texturas rústicas. Me subyuga su honestidad
constructiva, que deja al aire las tripas de los edificios y exhibe sus
instalaciones auxiliares (tuberías, conductos de electricidad y ventilación...).
Me agrada la intencionada visibilidad
exterior de las asperezas del hormigón, del ladrillo o de la piedra. Ese
romper con lo preestablecido, con los formalismos, con lo superfluo o lo
ornamental, para poner en valor el material en su estado puro, transmitiendo su
honestidad. Está claro
que navego contracorriente porque es justamente sobre algunos de esos elementos
sobre los que se han asentado sus principales críticas, que lo han tildado de
estilo poco comunicativo e incluso feo.
También
se le ha criticado por ignorar los precedentes arquitectónicos, posición que, desde
mi incultura, me parece que ayuda a entender su concepción del edificio como
elemento sencillo y comprensible. El arquitecto brutalista renuncia a cualquier
veleidad misteriosa o romántica para expresar con total franqueza la función y
la circulación que genera su obra. El radicalismo de la verdad, por decirlo con
pocas palabras. Estoy convencido de que es eso lo que les confiere a las
edificaciones su singularidad, su apariencia individualizada y casi escultórica
que tanto atrae a los seguidores de Instagram, y también a mí, que no lo soy.
Me
encanta esa arquitectura rotunda, ajena a toda preocupación formalista y despreocupada
por las formas precedentes, que juega con los
materiales y se proyecta siguiendo un módulo o una matriz, en busca de un
orden lógico y preciso. Me magnetiza la habilidad de los arquitectos
brutalistas para combinar los elementos indispensables sin concesión alguna a
lo superfluo, su pericia para contrastar luces y sombras, para conjuntar los
volúmenes, para armonizar el ritmo y la proporción de macizos y vanos. Me cautiva
la aparente ingenuidad de un movimiento que, en mi modesta opinión, me parece que
representa la honesta aspiración a lo que podría denominarse un estado de diáfana
inocencia arquitectónica.
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