sábado, 1 de septiembre de 2018

Brutalismo

Oyes o lees “brutalismo”, así, sin más, e imaginas algún tipo de burrada o bestialidad, o cualquier especie de atrocidad. No en vano la segunda acepción del término que se encuentra en el DRAE, aunque esté en desuso, lo hace equivalente a brutalidad. Sin embargo, lo que hoy me interesa es la primera acepción, que lo concreta sin ambages como “movimiento artístico, especialmente arquitectónico, que se caracteriza por enfatizar la naturaleza expresiva de los materiales”.

Mi limitadísima y desfasada cultura arquitectónica y artística adolecía hasta hace pocas fechas de referencias sobre las manifestaciones de la llamada arquitectura brutalista, un movimiento que entre 1950 y 1970 encontró su inspiración en la obra del suizo Le Corbusier (particularmente en su edificio Unité d’habitation) y en la de Eero Saarinen, un arquitecto norteamericano de origen finlandés. Podría decirse que ambos eran forofos del hormigón, un material barato y abundante que, por cierto, es el más consumido hoy en el mundo, tras el agua, y cuyas posibilidades ya les cautivaron entonces. Cuando eclosionó esta corriente artística, en la década de los cincuenta del pasado siglo, una primera oleada de los denominados arquitectos brutalistas consideraba al hormigón como la sustancia perfecta para reconstruir Europa y sacarla de la ruina en la que la había sumido la Segunda Guerra Mundial. Esa loable y necesaria pretensión convirtió en pocos años al brutalismo en la tendencia arquitectónica por antonomasia. Por cierto, el término en cuestión es ajeno a la brutalidad y a sus sinonimias, simplemente concreta una derivación de béton brut, que, en francés, significa “hormigón crudo”.  

Ejemplos de arquitectura brutalista
en Belgrado (Serbia), Milán (Italia), y Tiflis (Georgia)
Rápidamente el brutalismo se convirtió en la tendencia arquitectónica dominante, en el arma del desarrollismo más salvaje, con un fulgurante éxito que, paradójicamente, precedió en poco tiempo a su reprobación general. De considerarse casi una panacea pasó a identificarse con lo peor de la arquitectura contemporánea y acabó despertando un rechazo casi unánime. Sus detractores lo mismo se contaban entre los conservadores y neoliberales, que lo asociaban con el bloque comunista; como entre los militantes o simpatizantes de la contracultura de izquierdas y los integrantes de la generación antisistema, que lo tacharon de fascista, una vez que había anidado en el imaginario popular su plasmación a través de plazas desoladas y edificios monstruosos e inanimados. Incluso se le ha llegado a denominar la arquitectura de los dictadores.

Pero como para gustos están los colores y no hay bien ni mal que cien años dure, ese largo rechazo ha periclitado. Con el inicio del siglo, coincidiendo con la llegada de la crisis y la universalización de las redes sociales ha vuelto a ponerse de moda. ¡Y de qué manera! En opinión del periodista británico Felix Salmon, el brutalismo ha desarrollado ahora una capacidad única de superar las divisiones de clase. Los obreros y los multimillonarios aprecian su encanto. Aunque a veces se sienten frustrados por su inflexibilidad, acaban sucumbiendo al atractivo de su sencillez. De manera que el brutalismo no solo florece impulsado por la cultura de los austeros movimientos okupas, también otras corrientes menos desinteresadas, ligadas a las artes visuales en general y a Instagram en particular, están espoleando su resurgimiento.

De hecho, diseñadores e influencers revisitan y revisan la arquitectura brutalista y nos desvelan tesoros arquitectónicos prácticamente desconocidos, que encuentran en sus viajes reales y virtuales. Un ejemplo de ello es la exposición que acoge estos días el MoMA (Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York) que, bajo el título Toward a Concrete Utopia: Architecture in Yugoslavia, 1948–1980, exhibe más de 400 dibujos, modelos, fotografías y rollos de películas seleccionados de archivos municipales, colecciones familiares y museos de toda la región que se presentan por primera vez a una audiencia internacional. Incluye obras de los principales arquitectos yugoslavos (Bogdan Bogdanović, Juraj Neidhardt, Svetlana Kana Radević, Edvard Ravnikar, Vjenceslav Richter y Milica Šterić), que exploraron la urbanización a gran escala, la experimentación tecnológica y su aplicación en la vida cotidiana, al consumismo y a los monumentos, además del alcance global de la arquitectura de la época socialista de la extinta Yugoslavia, con ejemplos de brutalismo y experimentación constructiva desconocidos hoy, casi tres décadas después de la caída de aquella República, en 1992. Una arquitectura que,  desde los rascacielos de estilo internacional hasta los "condensadores sociales" brutalistas, es una manifestación del pluralismo, la hibridez y el idealismo radicales que caracterizaron al viejo estado yugoslavo. Algo que engarza con el llamado brutalismo pop, muy reivindicado hoy en redes sociales, como Instagram.

Me gusta el marcado carácter expresionista, la sencillez y la racionalidad del brutalismo. Me gusta la angulosidad de sus formas geométricas y sus texturas rústicas. Me subyuga su honestidad constructiva, que deja al aire las tripas de los edificios y exhibe sus instalaciones auxiliares (tuberías, conductos de electricidad y ventilación...).  Me agrada la intencionada visibilidad exterior de las asperezas del hormigón, del ladrillo o de la piedra. Ese romper con lo preestablecido, con los formalismos, con lo superfluo o lo ornamental, para poner en valor el material en su estado puro, transmitiendo su honestidad. Está claro que navego contracorriente porque es justamente sobre algunos de esos elementos sobre los que se han asentado sus principales críticas, que lo han tildado de estilo poco comunicativo e incluso feo.

También se le ha criticado por ignorar los precedentes arquitectónicos, posición que, desde mi incultura, me parece que ayuda a entender su concepción del edificio como elemento sencillo y comprensible. El arquitecto brutalista renuncia a cualquier veleidad misteriosa o romántica para expresar con total franqueza la función y la circulación que genera su obra. El radicalismo de la verdad, por decirlo con pocas palabras. Estoy convencido de que es eso lo que les confiere a las edificaciones su singularidad, su apariencia individualizada y casi escultórica que tanto atrae a los seguidores de Instagram, y también a mí, que no lo soy.

Me encanta esa arquitectura rotunda, ajena a toda preocupación formalista y despreocupada por las formas precedentes, que juega con los materiales y se proyecta siguiendo un módulo o una matriz, en busca de un orden lógico y preciso. Me magnetiza la habilidad de los arquitectos brutalistas para combinar los elementos indispensables sin concesión alguna a lo superfluo, su pericia para contrastar luces y sombras, para conjuntar los volúmenes, para armonizar el ritmo y la proporción de macizos y vanos. Me cautiva la aparente ingenuidad de un movimiento que, en mi modesta opinión, me parece que representa la honesta aspiración a lo que podría denominarse un estado de diáfana inocencia arquitectónica.

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