sábado, 29 de septiembre de 2018

¿Vale un texto más que mil imágenes?

Cada vez que te encuentres del lado de la mayoría,
 es tiempo de hacer una pausa y reflexionar.
 Mark Twain

“Una imagen vale más que mil palabras”, reza el dicho popular, que es a la vez una de las frases preferidas de fotógrafos, cineastas y artistas plásticos. Una sentencia que casi ha alcanzado la categoría de dogma, de pensamiento innegable, de verdad incuestionable. Asunto este delicado, e incluso peligroso, porque eludir poner en tela de juicio tal afirmación, o cualquier otra, puede conducir a un chasco estrepitoso, o al ensimismamiento más infructuoso. No son pocos los fotógrafos y artistas plásticos que en algún momento de sus trayectorias han asegurado que sus obras se vendían solas, mientras la terca realidad se obstinaba en demostrarles cada mañana que no existía comprador alguno para ellas.

Pero también hubo quien aseguró que “un texto vale más que mil imágenes”. Otra frase hecha y, si se quiere, reactiva respecto de la anterior, aunque no carente de fundamento. ¿Acaso un buen texto no ayuda a profundizar en la historia que cuenta una determinada imagen, matizando o destacando lo que transmite, e incluso lo que no dice? ¿O es que un relato bien contado, acompañado de fotografías, en formato storytelling, no incrementa la posibilidad de llegar a los potenciales lectores, y emocionarlos más de lo que consigue hacerlo una simple imagen? No puede negarse que un buen texto es siempre una ayuda estimable o una guía deseable para llevar a cabo cualquier propósito. Relatos, diálogos, libros, cortes radiofónicos… son evidencias del poder de la palabra. Y puestos a reconocernos en la sociedad numérica, acompañar una imagen con un texto solvente es apostar por mejorar el posicionamiento web de fotografías, videos, creaciones audiovisuales y, en general, de cualquier contenido digital, aumentando exponencialmente las posibilidades de que alguien los encuentre en Google que hoy, querámoslo o no, es la primera condición para que ese hipotético navegante pueda valorar si lo que ofrecemos es bueno, malo o regular.

Más allá de cuanto antecede, hoy, reivindico el poder de la imagen. En este caso, de pequeño formato. Ayer madrugué intencionadamente. Debía entregar un documento en el Registro General del Ayuntamiento y eran poco más de las ocho de la mañana cuando salí de casa y me dirigí al antiguo hotel Samper, después Palas, posteriormente Cámara de Comercio y, ahora, sede de algunas dependencias municipales. Debió ser por aquello de que "a quien madruga, Dios le ayuda" que apenas eran las nueve y cuarto y ya había terminado la tarea. De modo que invertí el sentido de la marcha y me dirigí nuevamente hacia mi domicilio. Tras recorrer un par de kilómetros, ya próximo a él, mientras transitaba distraídamente por la acera, mis ojos se fijaron en una persona de pequeña estatura que parecía observar, a través de una valla metálica, algún detalle existente en una parcela que forma parte de las instalaciones de la sede de la policía autonómica. Era un hombre octogenario, de pequeña estatura, enjuto y de porte ligero, tocado con una gorra, que blandía un cayado en su mano. Mientras ascendía por la avenida, advertí vagamente la pequeña silueta que se recortaba en la lejanía, proyectada sobre el panel acristalado de la marquesina de la parada del autobús. Conforme me fui aproximando lo descubrí mirando fija e intensamente algo que debió advertir tras la valla, que yo todavía no acertaba a identificar. Desconozco porqué reparé justo en esta persona y no en cualquier otra de las muchas que, a esas horas y en esa calle, desplazan cansinamente sus fatigadas morfologías. Se trata, por lo general, de gentes de cierta edad, que aprovechan el frescor de la mañana para dar sus paseos, tomar el aire y hacer algún recado. Me aproximaba a aquella persona y se me revelaban paulatinamente los pequeños detalles. Llegó un punto en el que percibí con claridad lo que hacía con velado sigilo. No era otra cosa que atravesar con su bastón la celosía que rellena los marcos metálicos que componen el vallado de la parcela e intentar alcanzar un caracol que había descubierto, acercándolo hacia sí para atraparlo. La escena me pareció tan ingenua como entrañable. Ni fui rápido de reflejos, ni estuve a la altura de las circunstancias. De ahí que eludiese preguntarle qué pretendía hacer con su codiciado botín. Estoy seguro de que me hubiese brindado una respuesta perspicaz, que no fui capaz de aventurar durante el discurrir de mis siguientes pasos, que únicamente me sirvió para reproducir reiteradas veces en mi retina, como si de un bucle se tratase, la imagen de aquel vejete afanándose por alcanzar el molusco y actuar en consecuencia.

Sin embargo, pasados unos minutos, una acción tan simple y espontánea me motivó bastantes interrogantes y reflexiones. Empecé preguntándome para qué querría ese hombre un único caracol y continué especulando sobre si lo que realmente pretendía era recoger los necesarios para hacer una caracolada, eventualidad que la penuria de aquel espacio hacía imposible a todas luces. Pensé que tal vez proyectaba enseñarle la presa a sus nietos, que seguramente serían ya bisnietos. Incluso llegué a imaginar que a lo mejor pretendía llevárselo a casa para que hiciese compañía a alguna maceta en  su balcón, o para aplicarlo a otro menester que ni siquiera alcanzaba a conjeturar cuál podría ser. La verdad es que la conducta del hombre me dejó absolutamente perplejo.

Simultáneamente a la atención que ponía en lo que hacía, reparé en sus rasgos. Me dio la impresión de que tenía ante mí a alguien con porte displicente, que aparentaba conservar plenamente sus capacidades intelectuales y que incluso parecía una persona avispada. Sus ojos saltones y su aguda mirada le conferían un aire despierto, de hombre con seso y cordura. Fue justo esa percepción la que en cierto modo me conmovió, porque alumbró en mi mente la colosal disparidad entre la imagen transcendente y el valor de una vejez bien alcanzada y la insustancial relevancia de un errático caracol que deambula ajeno a cualquier designio en una espléndida mañana otoñal. Me pareció que la disparidad de las imágenes del hombre y del molusco corporeizaban un soberbio contraste, una sugerente incongruencia: la dilatada y provechosa experiencia enfrentada al efímero e insignificante recorrido de un ser primitivo e irracional que, paradójicamente, subsumía en su simplicidad los infinitos matices y aristas de cualquier trayectoria vital que, por más que se pretenda, jamás consigue eludir su estricta dimensión biológica.

Llevo escritas más de mil palabras y todavía no he logrado plasmar la mitad de las sensaciones que me indujo una sola imagen. ¿O quizá lo que pretendo evocar ya no es la imagen original, sino una secuencia artificiosa que he construido con centenares de fotogramas que he imaginado a partir de aquella? Verdaderamente, a estas alturas del relato ya no sé si una imagen vale más que mil palabras, o un texto más que mil imágenes. Quizá hasta sean posibles ambas cosas, ¿quién sabe?

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