El
DRAE define la pasión como el apetito de algo o la afición vehemente a ello.
Sin duda, es una cualidad auténticamente humana. Amorosa, laboral, artística, o
alusiva a lo que sea, muchos la concebimos como el combustible imprescindible para
disfrutar de una vida prolongada y feliz. Aunque, todo hay que decirlo, si se
adueña de nuestro cerebro o de nuestra voluntad, también puede cristalizar en un
peligro nada desdeñable. En cualquier caso, la pasión, inequívocamente, es un
sentimiento intenso y vigorizante que arraiga en lo más profundo del ser humano
y que aflora en los momentos transcendentales, esos en los que palpamos de
verdad la razón última de nuestras vidas. No en balde nos inocula adrenalina y pujanza haciendo
que todo cobre sentido y pierda importancia el qué, el cómo, el cuándo y el dónde de las cosas. Porque cuando algo nos
apasiona lo que importa por encima de todo es el porqué acometemos ese propósito
y las emociones que nos reporta. De modo que una emoción considerada indeseable en la antigüedad, cuando se concebía como una “perturbación
o afecto desordenado del ánimo” (passio),
hoy se ha transformado en un sentimiento prestigiadísimo, en un estado emocional codiciado, que para muchos supone la auténtica razón de su existencia.
Es
tiempo de setas, una estación que hogaño ha llegado con cierto adelanto, sin
duda. Las tormentas de principio del verano y unas temperaturas excepcionales
han precipitado un proceso que suele comenzar a finales de septiembre y terminar
a principios de diciembre. Este año, para sorpresa general, ha debutado cuando finiquitaba agosto y veremos hasta cuando se prolonga porque, para que
nadie agote su capacidad de sorpresa, diré que quienes saben de esto aseguran
que se han recolectado setas en febrero. De modo que llegó la temporada de las setas,
o “dels bolets”, como se prefiera. Eso significa para muchos viajar y perderse
en las montañas, hurgar entre los perfumados matorrales, levantar la espesa
capa de pinocha u hojarasca que recubre el suelo de pinares y bosques, tantear
en la tierra fresca y olorosa para localizar las variedades de esclatasangs, rovellons o níscalos. También
las amanitas cesáreas (ou de reig), los rebozuelos (los
afamados rossinyols), los boletus (ceps), etc. Estos últimos, y tantos más, son
piezas que recolectan quienes saben distinguirlos, cosa nada fácil porque la
diversidad climática existente en España propicia que existan alrededor de
35.000 especies distintas. Y no debe olvidarse que, como asegura la frase que
circula desde siempre en el mundo micológico, “todas las setas se pueden
consumir, pero algunas una sola vez”.
No descubro nada nuevo al decir que recolectar
setas es una costumbre que levanta pasiones. Tantas, que las especies nacionales
se quedan cortas para satisfacerlas. De hecho, para abastecer la ingente
demanda del mercado, los proveedores profesionales buscan hongos en lugares impensables,
que identificamos más con desiertos y palmeras que con zonas
pobladas por bosques de abetos, pinos y encinas. Aunque resulte difícil
creerlo, algunos empresarios de la industria micológica investigan cómo transformar
parte del territorio de Marruecos, Argelia y Túnez en nuevas despensas de setas,
que se sumarían a la larga lista preexistente que incluye amplias superficies
alpinas, del este de Europa y hasta de Rusia. Nosotros, quiero decir, mis
amigos y yo, no aspiramos a tanto. Particularmente, no ansío casi nada. Mi
participación en la pequeña aventura que reseñaré obedece exclusivamente a la
desprendida actitud de mi amigo Alfonso que, sabedor de que todavía me atrae la
inveterada costumbre que de vez en cuando practiqué en la infancia, determinó
invitarme a participar en una de sus “correrías”. Esta en concreto la había programado con su
amigo Joaquín, una persona excelente: educada, jovial, atenta, espléndida y,
sobre todo, experta en la recolección de setas.
Con Alfonso, en Gúdar-Javalambre |
Abandonamos
el coche, tomamos los pertrechos y, provistos de un café con leche y cuatro
horas de camino, renunciamos al almuerzo presos de un “gusanillo” que nos invitaba
a tirarnos al monte, como si barruntásemos que el mundo acabaría ese mismo día.
Fijamos la posición del coche con relación al sol, que ya se elevaba sobre el
horizonte aunque no calentaba nada, y decidimos avanzar hacia el oeste.
Atravesamos la pradera, trepamos a la primera loma y descendimos
despaciosamente por la subsiguiente umbría. De repente se abrieron ante
nosotros las puertas del paraíso. Pocas veces habíamos contemplado lo que se
ofrecía a nuestros ojos. Setas por doquier: en medio de los senderos, en los
alcorques que cercan los pinos, bajo los matorrales, entre los restos de las
entresacas y podas; prácticamente en todo lugar. En apenas dos horas habíamos
llenado nuestras cestas, habíamos colmado nuestras ansias y satisfacíamos nuestros
mejores deseos. Poco más se podía pedir. Si acaso, descender pausadamente
buscando la pradera y saborear el almuerzo que nos aguardaba en el maletero del
coche: bocatas de tortilla con panceta ibérica, y de lomo y jamón, aderezados
con exquisito aceite del Comtat, una litrona de cerveza y agua fresquísima.
Eran casi las doce cuando, recostados sobre una ligera pendiente del terreno,
cobijados a la sombra de una imponente sabina, dábamos buena cuenta de todo ello.
Despenado
el tentempié, el ansia recolectora nos
hizo emprender una segunda batida que fue mucho más cansina que provechosa. En
apenas una hora decidimos dar por finalizada la aventura y nos dispusimos a
deshacer el camino. Apostillaré que tardamos hora y media en recorrer los
apenas nueve kilómetros de pistas forestales que conducen hasta la carretera.
Fueron seis o siete las ocasiones en que nos detuvimos para recolectar las
setas que visualizábamos en los márgenes de las veredas. Realmente, aquello fue
un continuo sucumbir a una retahíla interminable y gratísima de tentaciones.
Por fin llegamos al dominio del asfalto e iniciamos el descenso. Esta vez nos
desviamos de la ruta de llegada, tomando el ramal que bordea por el norte las
pistas de esquí de Valdelinares y se dirige a Alcalá de la Selva. Allí tomamos la
A-228 hasta la monumental Mora de Rubielos, que dejamos atrás para llegar a la
Venta del Aire, hacernos un rápido piscolabis en el Restaurante Los Maños en la
entrada de Albentosa y enfilar la A-23 de regreso a casa.
Un
día pletórico en el que hicimos seiscientos kilómetros con el definido
propósito de amansar la pasión recolectora que los humanos arrastramos desde
nuestro origen más remoto. Pero no cosechamos cualquier cosa ni lo hicimos en
un lugar cualquiera. La nuestra fue una recolección de primerísima calidad,
pausada y casi exclusiva (apenas nos cruzamos con una decena de personas), que
nos proporcionó unos frutos conservados excepcionalmente, germinados a dos mil
metros de altura y en un territorio prácticamente virgen. Y por si ello fuera
poco, bebimos aguas purísimas y fresquísimas que brotan de manantiales
inagotables, respiramos un aire limpísimo que parecía que invitaba a sentir lo
hermoso que es el mundo y lo maravilloso que es vivir. El domingo, hubo
momentos en que me pareció que estuvimos casi a punto de tocar el cielo con las
manos.
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