miércoles, 26 de septiembre de 2018

Esclatasangs

El DRAE define la pasión como el apetito de algo o la afición vehemente a ello. Sin duda, es una cualidad auténticamente humana. Amorosa, laboral, artística, o alusiva a lo que sea, muchos la concebimos como el combustible imprescindible para disfrutar de una vida prolongada y feliz. Aunque, todo hay que decirlo, si se adueña de nuestro cerebro o de nuestra voluntad, también puede cristalizar en un peligro nada desdeñable. En cualquier caso, la pasión, inequívocamente, es un sentimiento intenso y vigorizante que arraiga en lo más profundo del ser humano y que aflora en los momentos transcendentales, esos en los que palpamos de verdad la razón última de nuestras vidas. No en balde nos inocula adrenalina y pujanza haciendo que todo cobre sentido y pierda importancia el qué, el cómo, el cuándo y el dónde de las cosas. Porque cuando algo nos apasiona lo que importa por encima de todo es el porqué acometemos ese propósito y las emociones que nos reporta. De modo que una emoción considerada indeseable en la antigüedad, cuando se concebía como una “perturbación o afecto desordenado del ánimo” (passio), hoy se ha transformado en un sentimiento prestigiadísimo, en un estado emocional codiciado, que para muchos supone la auténtica razón de su existencia.

Es tiempo de setas, una estación que hogaño ha llegado con cierto adelanto, sin duda. Las tormentas de principio del verano y unas temperaturas excepcionales han precipitado un proceso que suele comenzar a finales de septiembre y terminar a principios de diciembre. Este año, para sorpresa general, ha debutado cuando finiquitaba agosto y veremos hasta cuando se prolonga porque, para que nadie agote su capacidad de sorpresa, diré que quienes saben de esto aseguran que se han recolectado setas en febrero. De modo que llegó la temporada de las setas, o “dels bolets”, como se prefiera. Eso significa para muchos viajar y perderse en las montañas, hurgar entre los perfumados matorrales, levantar la espesa capa de pinocha u hojarasca que recubre el suelo de pinares y bosques, tantear en la tierra fresca y olorosa para localizar las variedades de esclatasangs, rovellons o níscalos. También las amanitas cesáreas (ou de reig), los rebozuelos (los afamados rossinyols), los boletus (ceps), etc. Estos últimos, y tantos más, son piezas que recolectan quienes saben distinguirlos, cosa nada fácil porque la diversidad climática existente en España propicia que existan alrededor de 35.000 especies distintas. Y no debe olvidarse que, como asegura la frase que circula desde siempre en el mundo micológico, “todas las setas se pueden consumir, pero algunas una sola vez”.

No descubro nada nuevo al decir que recolectar setas es una costumbre que levanta pasiones. Tantas, que las especies nacionales se quedan cortas para satisfacerlas. De hecho, para abastecer la ingente demanda del mercado, los proveedores profesionales buscan hongos en lugares impensables, que identificamos más con desiertos y palmeras que con zonas pobladas por bosques de abetos, pinos y encinas. Aunque resulte difícil creerlo, algunos empresarios de la industria micológica investigan cómo transformar parte del territorio de Marruecos, Argelia y Túnez en nuevas despensas de setas, que se sumarían a la larga lista preexistente que incluye amplias superficies alpinas, del este de Europa y hasta de Rusia. Nosotros, quiero decir, mis amigos y yo, no aspiramos a tanto. Particularmente, no ansío casi nada. Mi participación en la pequeña aventura que reseñaré obedece exclusivamente a la desprendida actitud de mi amigo Alfonso que, sabedor de que todavía me atrae la inveterada costumbre que de vez en cuando practiqué en la infancia, determinó invitarme a participar en una de sus “correrías”.  Esta en concreto la había programado con su amigo Joaquín, una persona excelente: educada, jovial, atenta, espléndida y, sobre todo, experta en la recolección de setas.

Con Alfonso, en Gúdar-Javalambre
Dormí la noche del sábado en Benilloba, en casa de Alfonso. Teníamos prevista la salida a las cinco de la mañana y no era cosa de viajar desde Alicante para estar allí, disponible, a esas horas. Los saludos protocolarios, las atenciones a Alfonso Jr., una cena ligera y una brevísima sobremesa compartida con Paqui fueron el preámbulo imprescindible para encaminarnos al lecho. Apenas eran las cuatro y media cuando abandonaba la habitación. Alfonso ya lo había hecho media hora antes y estaba preparando el café con leche cuando llegué a la cocina. Lo despachamos con presteza y cargamos los pertrechos en el coche (cestas, cuchillos, garrotes, anoraks, almuerzos y bebidas). Nos esperaba un largo recorrido. Recogimos a Joaquín y nos montamos en su Discovery. Él, que es un excelente conductor y al que le agrada conducir, despachó el zigzagueante camino que enlaza Benilloba con la A-7 en pocos minutos. Inmediatamente nos zambullimos en la autovía viajando prácticamente solos hasta Alcudia de Carlet, donde repostamos antes de enfilar hacia el bypass que permite sortear el callejero del “Cap i Casal”. Llegados a las proximidades de Sagunto, tomamos la A-23, la denominada autovía mudéjar, que nos llevaría casi hasta nuestro destino. El paso por Sot de Ferrer, Soneja, Segorbe, Navajas, Jérica, Viver, Barracas y San Agustín fue jalonando las primeras horas y minutos de la mañana, que anunciaban y daban paso a un amanecer que nos asediaba por la espalda, prolongándose desde la mar hacia el horizonte cada vez más montaraz y empinado al que nos conducía el infatigable Discovery. Con las primeras luces del día, estábamos ya en Venta del Aire, una localidad que hoy forma parte del municipio de Albentosa, en la comarca de Gúdar-Javalambre, a mil metros de altitud. Desde allí, la A-1515 nos llevó, casi solos, a Rubielos de Mora. Arrancando de esa afamada población, la A-1701 nos condujo a Nogueruelas y Linares de Mora, donde tomamos la T-V-3 hasta Valdelinares, que era nuestro destino. Bueno, es un decir, porque todavía nos esperaban casi nueve kilómetros de pistas forestales que, transcurridos tres cuartos de hora, nos depositaron en una inimaginable pradera a dos mil metros de altitud. Un espacio que me pareció semejante al paraíso, aunque nunca he estado allí. Es aquella una tierra hermosa, cubierta de pinos, sabinas rastreras y enebros, de encinas, álamos y algún chopo que resiste en la penuria de los sedientos regatos veraniegos. Como alguien dijo, cuando se recorren estos montes de las sierras de Gúdar y Javalambre parece que nos estamos asegurando el don de la longevidad; aquí el tiempo parece detenido y la vida hace mucho que perdió el compás, al menos el que marca las nuestras.

Abandonamos el coche, tomamos los pertrechos y, provistos de un café con leche y cuatro horas de camino, renunciamos al almuerzo presos de un “gusanillo” que nos invitaba a tirarnos al monte, como si barruntásemos que el mundo acabaría ese mismo día. Fijamos la posición del coche con relación al sol, que ya se elevaba sobre el horizonte aunque no calentaba nada, y decidimos avanzar hacia el oeste. Atravesamos la pradera, trepamos a la primera loma y descendimos despaciosamente por la subsiguiente umbría. De repente se abrieron ante nosotros las puertas del paraíso. Pocas veces habíamos contemplado lo que se ofrecía a nuestros ojos. Setas por doquier: en medio de los senderos, en los alcorques que cercan los pinos, bajo los matorrales, entre los restos de las entresacas y podas; prácticamente en todo lugar. En apenas dos horas habíamos llenado nuestras cestas, habíamos colmado nuestras ansias y satisfacíamos nuestros mejores deseos. Poco más se podía pedir. Si acaso, descender pausadamente buscando la pradera y saborear el almuerzo que nos aguardaba en el maletero del coche: bocatas de tortilla con panceta ibérica, y de lomo y jamón, aderezados con exquisito aceite del Comtat, una litrona de cerveza y agua fresquísima. Eran casi las doce cuando, recostados sobre una ligera pendiente del terreno, cobijados a la sombra de una imponente sabina, dábamos buena cuenta de todo ello.

Despenado el tentempié, el ansia  recolectora nos hizo emprender una segunda batida que fue mucho más cansina que provechosa. En apenas una hora decidimos dar por finalizada la aventura y nos dispusimos a deshacer el camino. Apostillaré que tardamos hora y media en recorrer los apenas nueve kilómetros de pistas forestales que conducen hasta la carretera. Fueron seis o siete las ocasiones en que nos detuvimos para recolectar las setas que visualizábamos en los márgenes de las veredas. Realmente, aquello fue un continuo sucumbir a una retahíla interminable y gratísima de tentaciones. Por fin llegamos al dominio del asfalto e iniciamos el descenso. Esta vez nos desviamos de la ruta de llegada, tomando el ramal que bordea por el norte las pistas de esquí de Valdelinares y se dirige a Alcalá de la Selva. Allí tomamos la A-228 hasta la monumental Mora de Rubielos, que dejamos atrás para llegar a la Venta del Aire, hacernos un rápido piscolabis en el Restaurante Los Maños en la entrada de Albentosa y enfilar la A-23 de regreso a casa.

Un día pletórico en el que hicimos seiscientos kilómetros con el definido propósito de amansar la pasión recolectora que los humanos arrastramos desde nuestro origen más remoto. Pero no cosechamos cualquier cosa ni lo hicimos en un lugar cualquiera. La nuestra fue una recolección de primerísima calidad, pausada y casi exclusiva (apenas nos cruzamos con una decena de personas), que nos proporcionó unos frutos conservados excepcionalmente, germinados a dos mil metros de altura y en un territorio prácticamente virgen. Y por si ello fuera poco, bebimos aguas purísimas y fresquísimas que brotan de manantiales inagotables, respiramos un aire limpísimo que parecía que invitaba a sentir lo hermoso que es el mundo y lo maravilloso que es vivir. El domingo, hubo momentos en que me pareció que estuvimos casi a punto de tocar el cielo con las manos.

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