La
vida es un formidable caleidoscopio que ofrece colores, formas y enfoques para
todos los gustos. Casi todos los días suceden cosas insólitas, fogonazos sorprendentes,
que nos resitúan en su inexorable camino, motivándonos para revisitar vetustos y
desfigurados espacios, sean desvanes o chiribitiles, tabucos o cuchitriles;
como nos estimulan, también, a rememorar algunos de sus periclitados acontecimientos.
A menudo porfío por disipar la evanescencia que acompaña la resaca del tiempo
transcurrido. De ese ininterrumpido discurrir me subyugan los momentos en los que repentinamente te
embargan sensaciones que instintivamente, en pocos segundos, te hacen pensar o sentir que eres inmensamente afortunado. Una percepción que te conduce, contradictoria
e inevitablemente, al terreno del raciocinio y de la argumentación. ¿Por qué siento
que soy tremendamente dichoso?, te preguntas. E inmediatamente te obstinas en
identificar el detonante de tan placentero estado anímico, porque detrás de cada
sensación siempre habita algún motivo.
Foto del perfil de Facebook de JD |
En
el día de hoy, el aguijón que ha espoleado mi perspicacia ha sido la escucha
circunstancial del corte de una canción que ha compartido en Facebook un
exalumno cincuentón, JD, al que perdí de vista hace treinta y tantos años y que
fortuitamente reencontré hace unos meses. Desde entonces nos hemos hecho amigos
en esa red social donde compartimos con cierta asiduidad publicaciones e
inquietudes. He oído esa especie de preestreno del tema que ha compuesto conjuntamente
con una amiga y, aunque había oído otras canciones suyas, esta me ha
sorprendido gratísimamente porque me parece excelente. Hace semanas que
compruebo que durante el tiempo libre que le deja su ocupación principal como
bombero (otra morrocotuda sorpresa, cuando lo supe) compone y graba música y,
por lo que dice, parece que conoce los entresijos del mundo audiovisual y sabe
de las dificultades que deben superar los artistas para alcanzar sus sueños y lograr
que otras muchas personas escuchen los mensajes que quieren transmitirles.
Hace treinta y cinco o cuarenta años, cuando compartí con él aula y colegio, no hubiese dado un duro por JD. Entonces era un
muchacho rebelde, peleón, insolente y con mala leche, que parecía decantado hacia
derroteros poco recomendables. Sin embargo, cuando me lo eché a la cara hace
unos meses, tenía ante mis ojos a otra persona, a un hombre hecho y derecho, comunicativo,
educado, solvente, cariñoso, sensible… Cuando me suceden estas cosas no puedo
evitar preguntarme por enésima vez por lo que pensamos y hacemos los maestros y
los profesores, especialmente cuando nos ciegan las aparentes evidencias que se
ofrecen ante nuestros ojos. No es la primera vez que me sucede algo semejante. En
alguna otra ocasión he experimentado la perplejidad de encontrarme con exalumnos
o exalumnas con unas capacidades, una preparación y unos desempeños en sus vidas
personales y profesionales imposibles de augurar en su adolescencia.
Frente
a tales constataciones, es inevitable que me pregunte si hice lo que debía
cuando compartí con ellos las aulas, si completé relativamente bien mi tarea
como educador, si confié suficientemente en esos muchachos, si logré alguno de mis
mejores propósitos, muy especialmente ayudarles a recorrer el camino que más
les convenía, pese a que ellos parecían empecinados en transitar recorridos aparentemente
dispares. Bien es verdad que, llegados a este punto, uno contrasta
dulcísimamente evidencias heterogéneas. Por un lado, la inmensa mayoría de esos
muchachos recuerdan los tiempos pretéritos con afecto y se muestran agradecidos
por el acompañamiento y la ayuda que les procuramos en sus aprendizajes y en su
formación como personas. Por otra parte, lo que entonces aparentemente hacíamos
por arte de birlibirloque (aunque bien nos esforzábamos en que nada quedase al
albur de lo azaroso, programando nuestra actividad para que obedeciese a una
premeditada intención de hacer, experimentar, comprobar, evaluar, rediseñar y volver
a aventurarnos con nuevas propuestas), no parece que fuese mala estrategia. Bien
al contrario, todo indica que dio sus frutos. Al menos es lo que creo que explicitan
evidencias objetivas como la música que compone y comparte un bombero con la
mayor generosidad, la capacidad de un gestor especializado en ventas de maquinaria
industrial para reconvertirse en masajista profesional tras un duro reajuste
laboral, el entusiasmo que muestran al iniciar cada nuevo curso quienes
llegaron a ser maestros o, en suma, el afecto sincero que percibo procedente de
decenas y decenas de mujeres y hombres que conocí cuando eran niños o jovencitos.
Entonces
nos propusimos que fueran mejores que nosotros. Les motivábamos para emprender
tareas y adquirir habilidades que les sirviesen de ayuda para transitar por la vida.
Nos esforzamos en ilusionarlos por aprender e intentamos hacerles creer en sí
mismos, convenciéndoles de que con voluntad y trabajo se pueden conseguir muchísimas
cosas. En definitiva, intentamos inculcarles los mismos principios que practicábamos
para intentar mejorar constantemente como profesionales y como personas. Ver ahora
sus rostros maduros, comprobar el poso de formación, humanidad y decencia que
ha dejado en ellos el paso de los años es una satisfacción impagable. Todo ello
me lo ha recordado hoy el trocito de tu canción, JD. ¡Muchas gracias!
No hay comentarios:
Publicar un comentario