Estos días, particularmente desde que el pasado lunes la Casa Real hizo pública la carta que el anterior Jefe del Estado dirigió a su hijo Felipe VI –como si no tuviesen teléfono fijo, móvil, guasap, twiter, Facebook, motoristas, mensajeros y los innumerables artificios al alcance de los siervos de la gleba– corren ríos de tinta y circulan toneladas de opiniones en las televisiones y en las RRSS que, aunque son de distinta naturaleza, tienen un denominador común: destacan la relevante contribución de Juan Carlos I al proceso de transición democrática acaecido tras el franquismo y a la consolidación de la sociedad plural, especialmente en los años posteriores. En la mayoría de los casos se obvian las referencias a las conductas inapropiadas que caracterizan su biografía, que algún día se conocerán mejor y más ampliamente. Es como defender que quien ha cometido un delito grave y puede exhibir las credenciales de excelente trabajador y buen padre de familia quede exonerado de su condición de criminal.
Por otro lado, no todos los políticos ven el asunto del mismo modo. Algunos han expresado sin tapujos que consideran una vergüenza que se permita salir del país, sin más, al ciudadano Juan Carlos de Borbón, cuando está siendo investigado por las fiscalías española y suiza mediante diligencias que nadie sabe en qué pueden concluir, sin descartarse que los jueces competentes acuerden, finalmente, su imputación penal y lo que de ello pueda derivarse. Obviamente, no entraré en tales vericuetos jurídicos que desconozco y que resultan insondables para mentes como la mía. No obstante, sí opino que, decidan lo que decidan fiscales y jueces, las presuntas conductas de quien ha ostentado la más alta magistratura de un Estado de casi 50 millones de ciudadanos, consideradas desde el punto de vista ético, son tan reprobables como intolerables. Tienen razón quienes han clamado porque se impidiese su salida del país, que es lo que nos hubiese sucedido a los demás si nos encontrásemos en idéntica situación. Muy pocos tienen a su alcance sortear la acción de la Justicia y el Rey emérito, aunque pueda hacerlo (pese a que diga su abogado “que le ha dado instrucciones para que haga público que, no obstante su decisión de trasladarse, en estos momentos, fuera de España, permanece en todo caso a disposición del Ministerio Fiscal para cualquier trámite o actuación que considere oportuna”), no debiera haber consumado tal decisión porque, por enésima vez, su irresponsable proceder opaca por completo la solemne declaración que incorporó su sucesor al tradicional discurso navideño que pronunció tras su acceso al trono, asegurando que "vivimos en un Estado de derecho, y cualquier actuación censurable deberá ser juzgada y sancionada con arreglo a la Ley. La Justicia es igual para todos", llegó a decir.
Me parece una portentosa astracanada, por emplear un calificativo suave, que el Gobierno asegure que no sabe cuál es el paradero actual ni el destino final del anterior Jefe del Estado, al que casi estoy seguro que le acompaña su escolta oficial. De manera que, coherentemente con su ancestral desenvoltura, Juan Carlos I ha dado la razón por la vía de los hechos a quiénes han exigido que se le retirase el pasaporte (seguramente cuando ya era demasiado tarde) y también a quiénes le requieren para que siga residiendo en la Zarzuela, gratis et amore, a costa del erario público, hasta que se sustancien los asuntos por los que le investiga la Justicia.
Pero es más, estoy de acuerdo con el catedrático Pérez Royo cuando, al hilo de este penúltimo affaire del emérito Rey, defiende que “El problema con el que tiene que enfrentarse la sociedad española es de naturaleza política y no judicial. La Corona es propiedad de la Nación y es la Nación a través de sus únicos representantes elegidos democráticamente de manera directa la que debe decidir cómo se tiene que proceder en una circunstancia como la que tenemos delante. No estamos ante un problema familiar de naturaleza privada, como el comunicado de la Casa Real da a entender. Estamos ante un problema de naturaleza constitucional al que solo la Nación a través de sus representantes puede dar respuesta”. Así pues “la pretensión del rey Felipe VI y de su padre de resolver como un asunto privado de familia las consecuencias de la abdicación del segundo, no tiene cobertura constitucional. El rey emérito no puede tratar con su hijo, como un asunto de familia, las consecuencias de ciertos acontecimientos pasados de su vida privada. El rey hijo no puede aceptar el planteamiento de su padre y darle en cierta medida cobertura con un comunicado de la Casa Real. Se mire por donde se mire, el asunto desemboca inexcusablemente en las Cortes Generales. Es el único órgano constitucional con autoridad para intervenir en este terreno, según contempla el Título II de la Constitución […]. No hay referencia alguna al Poder Judicial, ni al Gobierno. Solamente a las Cortes Generales, porque la Corona es propiedad de la Nación Española y únicamente las Cortes Generales pueden hablar en nombre de ella”. Y añado: no se haga usted ilusiones, D. Javier, que nada de eso sucederá. No vaya a ser que por una de aquellas se pare el reloj de la Historia y comience a marcar un tiempo nuevo, que hasta podría ser más venturoso.
Sin embargo, pocos de quiénes han dicho o escrito algo al respecto en los últimos días aluden a esta circunstancia o a la anomalía de que se permita salir del país a un ciudadano del que se sospecha que puede tener cuentas pendientes con la Justicia. La mayoría de los comentaristas políticos subrayan la contribución de Juan Carlos I a la transición y a la consolidación de la democracia en el país y resaltan su papel en la sustanciación del intento de golpe de Estado del 23F y en otros lances procelosos de las últimas décadas. Sin embargo, esta pléyade de sabelotodo callaron ominosamente, como algunos reconocen ahora públicamente, cuando en los años noventa empezaron a conocerse las presuntas corrupciones y corruptelas del eximio Rey emérito. Pese a todo, insisten en el relevante papel de la monarquía en tanto que argamasa que cementa el Estado y, particularmente, la inestimable contribución de Juan Carlos I al devenir democrático de este país.
Puede decirse de muchas maneras pero, en mi opinión, lo que ha representado el Rey emérito para este país es muy sencillo: aquello que podía esperarse de cualquier Borbón, que hay abundante materia histórica para contrastar. No es este lugar para enumerar las aportaciones de los reyes de su dinastía al bienestar y a la mejora del país, que no desmerecen de las que cabe atribuir a la mayoría de los reyes y emperadores euroasiáticos hasta bien entrado el siglo XX. Prácticamente sin excepción ni supieron ni quisieron encauzar los intereses de las clases sociales que alumbró la industrialización, la modernización de la vida y el crecimiento urbano. Se aferraron a sus tronos y actuaron con una frivolidad e irresponsabilidad sorprendentes, disfrutando de una vida privilegiada y exquisita, envuelta en el lujo de yates, grandes automóviles, barcos, cacerías, amantes y carreras de caballos.
En todo caso, como decía, el rey Juan Carlos no ha desmerecido con respecto a sus predecesores, excepto en una salvedad. Ellos accedieron al trono y continuaron la saga dinástica recibiendo sus dignidades de manos de sus padres y madres. Como es notorio, no fue así en este caso porque, por más que se pretenda disfrazar la situación dinástica con el ominoso referéndum sobre la Ley de Sucesión celebrado en las condiciones que regían en el país el año 1947, quien aupó al trono a Juan Carlos I no fue su progenitor sino su padre putativo, Franco, un sanguinario dictador que aplastó a los españoles durante 40 años. De manera que lo que puede decirse del Rey emérito lo diré con palabras de mi pueblo, en cuyo lenguaje tradicional existe un término que lo retrata perfectamente. No es otro que “tirao”, es decir, una persona moralmente despreciable.
Los ciudadanos de este país no nos merecemos ciertas cosas. La primera, que se pretenda echar tierra sobre el lodazal que adereza algunas facetas de la vida pública y privada de Juan Carlos I para evitar que se juzguen las conductas de quien debería prestarse voluntaria y permanentemente al escrutinio público. Así lo haría cualquiera que fuera mínimamente coherente con sus propias palabras, con las que tan solemnemente ha discurseado el monarca en reiteradas ocasiones, a lo que le obligan adicionalmente sus prerrogativas de dejar en herencia la Jefatura de un Estado y vivir de por vida del erario público. Por otro lado, enredar y alargar el exilio emprendido para ver si en el entretanto la biología acaba con el problema no me parece una solución edificante ni para este caso, ni para otros –también casi dinásticos–, que están pendientes de sustanciación. La segunda cosa que tampoco merece la ciudadanía es que el Rey emérito acabe finalmente como lo han hecho su yerno y tantos otros politicastros de medio pelo, ladrones o defraudadores confesos, que se han apropiado y han dilapidado los recursos públicos amparándose en sus cargos de representación y sus influencias, arrastrando sus conferidas dignidades por el fango judicial y las letrinas de las prisiones, contribuyendo con ello al empobrecimiento del país y al descrédito de la vida pública y de las instituciones que hacen viable la sociedad democrática.
Estoy de acuerdo con tu artículo que suscribo. Qué vergüenza. Un pueblo insultado y acomodado.
ResponderEliminarGracias. Saludos.
EliminarReflexion muy interesante, Recomiendo leer la de Ramon Lobo:
ResponderEliminarhttps://www.infolibre.es/noticias/opinion/columnas/2020/08/06/todos_estamos_desnudos_109705_1023.html
Gracias, Pepe. Un abrazo.
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