Ha transcurrido tanto tiempo desde entonces que casi no queda otra que hacer un poco de memoria. La última ocasión en que nos encontramos presencialmente fue el 21 de febrero de 2020. Recordaréis que sucedió en Elx, en el bar del Parque Deportivo. Era ya media mañana cuando tras despenar un frugal tentempié emprendimos un grato paseo que nos acercó al antiguo convento de la Merced donde visitamos los espléndidos Baños Árabes que acoge. Aprovechamos para ver también la Torre de la Calahorra antes de dejarnos caer por el bar La Dama y el Palmeral, un clásico ilicitano del aperitivo y recalar, finalmente, en el restaurante El pernil. Allí, junto al río Vinalopó, degustamos un menú extraordinario mientras saludábamos la llegada de un año cuya capacidad de turbación ni imaginábamos. Terminábamos de estrenar en Madrid —por fin— un gobierno de coalición progresista y la naturaleza nos había mostrado una de sus facetas más implacables, un fenómeno atmosférico con nombre propio, «Gloria», ahora denominado DANA (depresión atmosférica aislada en niveles altos), que es lo mismo que decir una borrasca gigantesca que asoló el litoral alicantino en las semanas precedentes. Por si faltaba algo en un plis plas nos arrasó la pandemia universal del Covid19 cuyas devastadoras consecuencias resulta ocioso reiterar.
Transcurrió un larguísimo año en el que intentamos relacionarnos conectándonos telemáticamente en un par de ocasiones aunque ciertamente con escaso éxito. Un período en el que he escrito tres o cuatro pequeños relatos que califiqué de «no crónicas» y que alcanzaron a ser poco más que un compendio de las reflexiones que me indujeron acontecimientos que se sucedían vertiginosamente. En cualquier caso, unas situaciones bien distintas de las que suelen estimular mis habituales y amistosas crónicas.
Aún no eran las once y media cuando Alfonso llegaba a Alicante desde Benilloba. Tras los efusivos saludos nos encaminamos a la Plaza de los Luceros para recoger a Tomás, que se había desplazado desde La Vila con el «trenet» de La Marina como acostumbra. La cita era una hora después en una cafetería-restaurante de Santa Pola, situada al inicio del paseo Adolfo Suárez y rotulada con un nombre con reminiscencias cartageneras, Mar de Cristal, pues alude a una turística localidad de la diputación de San Ginés, la más oriental y próxima a La Manga de cuantas integran aquel histórico término municipal. El día había despuntado espléndido y a esa hora lucía un sol generoso que subrayaba el colorido y la prestancia de la marina santapolera. Tras el emotivo reencuentro y los ansiados abrazos, entre amenas conversaciones y actitudes distendidas, por sugerencia de los lugareños cambiamos el tercio y recalamos en el bar Miramar donde constituimos el cónclave guarnecidos con una primera ronda de cerveza. Tras los preliminares de camino hacia la carretera de Elx hicimos parada en la cafetería Laíco para rematar la mañana con unas tapas de ensaladilla y algunos zepelines regados con cerveza y sendas copas de albariño.
La encomienda gastronómica que hizo el anfitrión al restaurante Picola estuvo a la altura de lo que requería el ansiado cónclave y no desmereció respecto a las tradiciones instituidas a lo largo y ancho de los precedentes. Para empezar se trata de un lugar paradisíaco que presta sus servicios en un ambiente que trasuda un bienestar extraordinario. Consonantemente, la regencia del establecimiento nos preparó una mesa magnífica, rematada por una frondosa pérgola, sobre la que nos sirvieron un menú compuesto por abundantes y exquisitos entrantes incluyendo coca de mero y almendritas, tortitas de camarón, tostas de pan con alioli y tomate, jamón ibérico, trinchado de tomate con capellanes y salazones, gambosí frito, calamar a la plancha con sal carbón y para rematar un surtido de marisco hervido de la bahía de Santa Pola. Como plato principal se ofrecía arroz del señoret y fideuá. Si los aperitivos fueron excelentes, a fuer de sinceros el plato principal no trascendió la discreción. Siguió una degustación de repostería variada, al centro, para acompañar los correspondientes cafés e infusiones. Todo ello estuvo convenientemente regado con cerveza y vino blanco godello El Zarzal de las reconocidas bodegas Emilio Moro.
El colofón lo pusieron sendas copas al gusto de la concurrencia para acompañar el habitual remate musical del encuentro. Antonio Antón volvió a emocionarnos con sus magistrales interpretaciones de algunas canciones de Lluís Llach y Raimon, con la exquisita adaptación que años ha hizo de la poesía Canción de amigo, de Blas de Otero, y con el acompañamiento y la amable provocación que formuló a Elías (laúd propio mediante) para que, por fin, se decidiese a tomar el instrumento y atacar un ramillete de canciones de tuna y algún que otro acompañamiento circunstancial. Me parece que gracias a ello Elías rompió su particular techo de cristal y no sabe cómo lo celebramos todos. ¡Tú puedes!, ánimo amigo.
No quiero dejar pasar la ocasión sin proponeros que celebremos de nuevo la suerte que tenemos de seguir vivos y razonablemente bien. Y casi por encima de la ineludible componente biológica que tiene la existencia sugiero que festejemos especialmente su dimensión social. Insisto por enésima vez en que los seres humanos somos incapaces de coexistir aislados y ensimismados en nuestros mundos privativos. Durante los pasados meses hemos vivido una experiencia tan inédita como idónea para contrastarlo: ¿qué hubiésemos hecho individualmente frente a la pandemia? Como bien sabemos la vida se desgrana en una secuencia de actuaciones; algunas se desenvuelven acotadas en el territorio de la estricta individualidad y otras, la mayoría, transcienden ese privativo hábitat invadiendo el mundo exterior y repercutiendo en el modo de vivir de otras personas con las que establecemos, querámoslo o no, una permanente interacción. Como ya defendió Aristóteles, las personas somos por naturaleza, constitutivamente, seres individuales y entes sociales. Esa sociabilidad es una realidad incuestionable que se constata y defiende tanto desde las perspectivas filosóficas como desde la experiencia histórica. Es un hecho incontrovertible que para sobrevivir los unos necesitamos de los otros, pues todos precisamos de todos. Hoy quiero reivindicar enfáticamente la equivalencia entre el «ser persona» y el «vivir en sociedad». Las personas somos seres cooperativos y sociales y por eso hemos desarrollado la inteligencia y la comunicación. Seguramente esa capacidad de colaboración a gran escala, incluso con desconocidos de otras culturas, es lo que ha permitido a la Humanidad sobrevivir a dificultades que jamás habría superado desde el individualismo.
Desconozco si la pandemia del Covid19 nos ayudará a aprender a vivir, a sobrevivir y a convivir mejor —probablemente lo hará bastante menos de lo que sería deseable— pero es indudable que ha contribuido a que hayamos redescubierto algunas de las mejores facetas de la condición humana, acreditadas mediante las conductas de la mayoría de la ciudadanía que ha desplegado centenares de actuaciones impregnadas de sacrificio, generosidad, empatía, respeto, disciplina, autocontrol... No se puede negar que también se han producido acciones y comportamientos institucionales, sociales e individuales inciviles, detestables y hasta execrables. No obstante, por encima de ello, la pandemia ha supuesto una inusitada oportunidad para contrastar la enorme capacidad que tienen las sociedades actuales para gestionar realidades dramáticas cuando se lo proponen de verdad. Esta enorme catástrofe ha puesto al descubierto, simultáneamente, nuestra fragilidad y la grandeza de nuestra condición esencial de seres humanos. Y ello, sin duda, es un importante motivo de celebración y de esperanza. Ojalá que no volvamos a conocer otra calamidad semejante. Ojalá que tarden en olvidarse algunos de los valiosos aprendizajes que ha llevado a cabo la Humanidad en los últimos meses. Ojalá que podamos seguir cultivando la amistad por muchos años. Os propongo un brindis para que así sea: Amigos, ¡salud y felicidad!
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