A
medida que contrasto el significativo crecimiento del número de personas que
consideran innecesario vivir en un régimen democrático percibo más cerca las
distopías que imaginaron Huxley y Orwell. No sé si la tiranía que nos amenaza elegirá
el camino de la represión, instigando y empujando a la obediencia, como
propugnaba el modelo de Orwell; o si, por el contrario, se impondrá la
autocracia apoyada en la sugestión y en la seducción que promovía el modelo Huxley.
Hasta es posible que las nuevas formas de dominación adopten otros formatos. En
todo caso percibo la creciente cercanía de los modelos sociales calamitosos –no
sus ficticias y literarias representaciones–, que acabarán materializando la
alienación definitiva de los humanos.
La
democracia liberal es un concepto tan manido y sencillo como difícil de llevar
a la práctica. A los ciudadanos del primer mundo, acostumbrados a convivir
rutinariamente bajo su ingrávido paraguas, se nos olvida muy a menudo su
significado, que se resume, nada más y nada menos, en la proclamación de la
igualdad política de todos los ciudadanos y el respeto a la autonomía, que debe
garantizarse mediante la protección de los derechos individuales, el pluralismo
y el control del poder político. Obviamente, a ello debe añadirse el
aseguramiento de su capacidad para poder participar en las decisiones que
les afectan.
Hace ya dos siglos y medio que el liberalismo nació como una trinchera contra
el miedo. En su origen supuso un auténtico dique de contención que protegía la
heterodoxia de los disidentes religiosos y su patrimonio frente a los
todopoderosos soberanos. El liberalismo nació como una estrategia de las
minorías puritanas para preservar su catecismo calvinista en el contexto de las
guerras religiosas que sacudían Europa. Esa iniciativa se transformó en
revolucionaria cuando, de la mano de la Ilustración, desarrolló un compromiso
universal con la mayoría de edad política de los hombres frente a los poderes
políticos, económicos y sociales. Como consecuencia de ello, el liberalismo
adoptó un compromiso institucional a favor de la razón, del gobierno limitado y
del progreso humano a través de la democracia deliberativa y el reformismo
social.
A lo
largo del larguísimo periodo transcurrido desde su alumbramiento se han
sucedido diferentes prácticas e instituciones que se identifican con la
democracia liberal, todas ellas representan las modulaciones históricas con las
que se han pretendido materializar los principios liberales. Tras ese largo
intervalo parece que resurge el miedo que tan eficazmente supo desactivar el
liberalismo en el pasado. Parece que la incertidumbre que han generado la
globalización y las crisis que la acompañan está llevando a las sociedades
democráticas a despreciar la cultura liberal de los derechos y a añorar un
orden social autoritario. Parece, en suma, que la democracia desplaza su eje de
legitimación desde el liberalismo al populismo.
Hace
tiempo que algunos de los elementos instrumentales de la democracia liberal, como
la división de poderes, el sistema de representación partidista o la gobernabilidad
empezaron a hacer aguas. Y lo que es todavía peor, el “poder” ha ido desplazándose
desde las instancias institucionales a otros actores anónimos como los mercados
o las grandes empresas y lobbies. La globalización y las nuevas
interdependencias han ido ahondando progresivamente los déficits de soberanía y
han impulsado las crisis de gobernanza.
Vivimos
tiempos preocupantes en los que prima el miedo al futuro frente a la confianza
en él; en los que el desclasamiento vence a la pertenencia y empuja a buscar la
seguridad tras el rearme del Estado; tiempos en los que tememos a la
inmigración y a la inestabilidad existencial reforzándose así las pulsiones más
endogámicas y nacionalistas. Los discursos del odio sustituyen crecientemente a
las propuestas solidarias, señalándose con una ligereza y un desparpajo intolerables a los enemigos
interiores y exteriores; vuelve de nuevo el resentimiento como pasión dominante.
En suma, se impone la “lógica de la horda”, que ahora muta la vieja fisonomía
de las masas en la calle por el disfraz que concreta el formato “enjambre en
las RRSS”.
La
historia demuestra que las oleadas populistas han enfatizado la participación
directa de la sociedad a través de distintos mecanismos, alterando el equilibrio
triangular del poder entre representantes, representados y líderes, característica
de las democracias representativas, en favor de una relación bilateral entre
dirigentes y ciudadanía. En estas propuestas alternativas los representantes pierden
su intrínseca relevancia porque todo se fundamenta en un vínculo directo entre
el líder y el pueblo: sólo la ciudadanía puede controlar a sus dirigentes, sin
necesidad de órganos interpuestos o de representación. Los controles
horizontales se revelan claramente como innecesarios.
Sabemos
por experiencia que la relación bilateral a que aludíamos se basa en una
ficción. En los intersticios de los presuntos nexos sin intermediación entre
los líderes y la ciudadanía arraigan siempre “emprendedores políticos”,
llámense medios de comunicación, grupos de interés, etc., que, no siendo
elegidos democráticamente, tienen un papel fundamental porque condicionan y/u
orientan la formación de la opinión pública. De tal manera que los creadores de
opinión pasan a ser los auténticos intermediarios. Y paralelamente, los
representantes elegidos democráticamente –que a menudo son descalificados
y orillados con el argumento de que no representan a la ciudadanía–
pasan a ocupar una posición secundaria. No puede negarse que estos generadores
de opinión/intérpretes de la realidad siempre han tenido un papel fundamental
en nuestras sociedades, pero su poder ha sido especialmente relevante en los
periodos en los que se ha diluido el papel de los intermediarios entre la
ciudadanía y los líderes.
Así
pues, aunque se plantean como una práctica de empoderamiento de la ciudadanía, paradójicamente,
las corrientes populistas suelen acabar debilitándola y confiriendo relevancia
a instancias que no han sido elegidas democráticamente. Debilitar a los
representantes y a la idea de representación en defensa del control directo de
los líderes por parte del pueblo es uno de los caminos que conducen al
debilitamiento del ejercicio democrático. En mi opinión, en la sociedad actual,
recular en la idea de la representación política equivale a socavar los
principios de la democracia: el hombre medio deja de gobernarse a sí mismo para
estar gobernado por agentes y grupos no elegidos democráticamente.
Existe,
además, otro problema. Frente al ideal republicano de democracia, que enfatiza
la deliberación como fuente de información y sustento de los convencimientos, las nuevas
formas de hacer política han dado paso a las imágenes y a las emociones como
instrumentos de seducción. La democracia se vacía de contenido presuponiendo
que el hombre medio no está preparado para ejercitarla, dado que es incapaz de
argumentar, respondiendo exclusivamente a las imágenes y a las pulsiones emocionales.
Se claudica así frente a una errónea visión de la política y del hombre medio,
obviando que las virtudes cívicas que posibilitan la plena ciudadanía no se
concretan en atesorar una gran sabiduría, sino en tener una concepción de la
sociedad fundamentada en valores como la razón, el progreso y la moral. Definitivamente,
ser ciudadano en una democracia no es una cuestión de conocimientos, sino de
valores.
Si
la política democrática se organiza a partir de la libre expresión de las
preferencias individuales, cuando de verdad peligrará la democracia es cuando
esa voluntad esté controlada sutilmente por poderes anónimos. En las dictaduras
clásicas todos sabemos identificar al enemigo y luchar contra él. Cuidado,
pues. La eficacia del nuevo sometimiento que nos amenaza radica en que ignoremos
que nos lo están aplicando. Atención porque ya se está propiciando que
disfrutemos, “felices”, de un mundo hiperconsumista y seductor. Vuelve la
receta clásica: panem et circenses, ahora con el formato de renta
mínima para las clases superfluas e industria del entretenimiento para todos. De
nosotros depende que sea, finalmente, la (i)realidad futura.
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