lunes, 1 de julio de 2019

Distopías

A medida que contrasto el significativo crecimiento del número de personas que consideran innecesario vivir en un régimen democrático percibo más cerca las distopías que imaginaron Huxley y Orwell. No sé si la tiranía que nos amenaza elegirá el camino de la represión, instigando y empujando a la obediencia, como propugnaba el modelo de Orwell; o si, por el contrario, se impondrá la autocracia apoyada en la sugestión y en la seducción que promovía el modelo Huxley. Hasta es posible que las nuevas formas de dominación adopten otros formatos. En todo caso percibo la creciente cercanía de los modelos sociales calamitosos no sus ficticias y literarias representaciones, que acabarán materializando la alienación definitiva de los humanos.

La democracia liberal es un concepto tan manido y sencillo como difícil de llevar a la práctica. A los ciudadanos del primer mundo, acostumbrados a convivir rutinariamente bajo su ingrávido paraguas, se nos olvida muy a menudo su significado, que se resume, nada más y nada menos, en la proclamación de la igualdad política de todos los ciudadanos y el respeto a la autonomía, que debe garantizarse mediante la protección de los derechos individuales, el pluralismo y el control del poder político. Obviamente, a ello debe añadirse el aseguramiento de su capacidad para poder participar en las decisiones que les afectan.

Hace ya dos siglos y medio que el liberalismo nació como una trinchera contra el miedo. En su origen supuso un auténtico dique de contención que protegía la heterodoxia de los disidentes religiosos y su patrimonio frente a los todopoderosos soberanos. El liberalismo nació como una estrategia de las minorías puritanas para preservar su catecismo calvinista en el contexto de las guerras religiosas que sacudían Europa. Esa iniciativa se transformó en revolucionaria cuando, de la mano de la Ilustración, desarrolló un compromiso universal con la mayoría de edad política de los hombres frente a los poderes políticos, económicos y sociales. Como consecuencia de ello, el liberalismo adoptó un compromiso institucional a favor de la razón, del gobierno limitado y del progreso humano a través de la democracia deliberativa y el reformismo social.

A lo largo del larguísimo periodo transcurrido desde su alumbramiento se han sucedido diferentes prácticas e instituciones que se identifican con la democracia liberal, todas ellas representan las modulaciones históricas con las que se han pretendido materializar los principios liberales. Tras ese largo intervalo parece que resurge el miedo que tan eficazmente supo desactivar el liberalismo en el pasado. Parece que la incertidumbre que han generado la globalización y las crisis que la acompañan está llevando a las sociedades democráticas a despreciar la cultura liberal de los derechos y a añorar un orden social autoritario. Parece, en suma, que la democracia desplaza su eje de legitimación desde el liberalismo al populismo.

Hace tiempo que algunos de los elementos instrumentales de la democracia liberal, como la división de poderes, el sistema de representación partidista o la gobernabilidad empezaron a hacer aguas. Y lo que es todavía peor, el “poder” ha ido desplazándose desde las instancias institucionales a otros actores anónimos como los mercados o las grandes empresas y lobbies. La globalización y las nuevas interdependencias han ido ahondando progresivamente los déficits de soberanía y han impulsado las crisis de gobernanza.

Vivimos tiempos preocupantes en los que prima el miedo al futuro frente a la confianza en él; en los que el desclasamiento vence a la pertenencia y empuja a buscar la seguridad tras el rearme del Estado; tiempos en los que tememos a la inmigración y a la inestabilidad existencial reforzándose así las pulsiones más endogámicas y nacionalistas. Los discursos del odio sustituyen crecientemente a las propuestas solidarias, señalándose con una ligereza y un  desparpajo intolerables a los enemigos interiores y exteriores; vuelve de nuevo el resentimiento como pasión dominante. En suma, se impone la “lógica de la horda”, que ahora muta la vieja fisonomía de las masas en la calle por el disfraz que concreta el formato “enjambre en las RRSS”.

La historia demuestra que las oleadas populistas han enfatizado la participación directa de la sociedad a través de distintos mecanismos, alterando el equilibrio triangular del poder entre representantes, representados y líderes, característica de las democracias representativas, en favor de una relación bilateral entre dirigentes y ciudadanía. En estas propuestas alternativas los representantes pierden su intrínseca relevancia porque todo se fundamenta en un vínculo directo entre el líder y el pueblo: sólo la ciudadanía puede controlar a sus dirigentes, sin necesidad de órganos interpuestos o de representación. Los controles horizontales se revelan claramente como innecesarios.

Sabemos por experiencia que la relación bilateral a que aludíamos se basa en una ficción. En los intersticios de los presuntos nexos sin intermediación entre los líderes y la ciudadanía arraigan siempre “emprendedores políticos”, llámense medios de comunicación, grupos de interés, etc., que, no siendo elegidos democráticamente, tienen un papel fundamental porque condicionan y/u orientan la formación de la opinión pública. De tal manera que los creadores de opinión pasan a ser los auténticos intermediarios. Y paralelamente, los representantes elegidos democráticamente –que a menudo son descalificados y orillados con el argumento de que no representan a la ciudadanía– pasan a ocupar una posición secundaria. No puede negarse que estos generadores de opinión/intérpretes de la realidad siempre han tenido un papel fundamental en nuestras sociedades, pero su poder ha sido especialmente relevante en los periodos en los que se ha diluido el papel de los intermediarios entre la ciudadanía y los líderes.

Así pues, aunque se plantean como una práctica de empoderamiento de la ciudadanía, paradójicamente, las corrientes populistas suelen acabar debilitándola y confiriendo relevancia a instancias que no han sido elegidas democráticamente. Debilitar a los representantes y a la idea de representación en defensa del control directo de los líderes por parte del pueblo es uno de los caminos que conducen al debilitamiento del ejercicio democrático. En mi opinión, en la sociedad actual, recular en la idea de la representación política equivale a socavar los principios de la democracia: el hombre medio deja de gobernarse a sí mismo para estar gobernado por agentes y grupos no elegidos democráticamente.

Existe, además, otro problema. Frente al ideal republicano de democracia, que enfatiza la deliberación como fuente de información y  sustento de los convencimientos, las nuevas formas de hacer política han dado paso a las imágenes y a las emociones como instrumentos de seducción. La democracia se vacía de contenido presuponiendo que el hombre medio no está preparado para ejercitarla, dado que es incapaz de argumentar, respondiendo exclusivamente a las imágenes y a las pulsiones emocionales. Se claudica así frente a una errónea visión de la política y del hombre medio, obviando que las virtudes cívicas que posibilitan la plena ciudadanía no se concretan en atesorar una gran sabiduría, sino en tener una concepción de la sociedad fundamentada en valores como la razón, el progreso y la moral. Definitivamente, ser ciudadano en una democracia no es una cuestión de conocimientos, sino de valores.

Si la política democrática se organiza a partir de la libre expresión de las preferencias individuales, cuando de verdad peligrará la democracia es cuando esa voluntad esté controlada sutilmente por poderes anónimos. En las dictaduras clásicas todos sabemos identificar al enemigo y luchar contra él. Cuidado, pues. La eficacia del nuevo sometimiento que nos amenaza radica en que ignoremos que nos lo están aplicando. Atención porque ya se está propiciando que disfrutemos, “felices”, de un mundo hiperconsumista y seductor. Vuelve la receta clásica: panem et circenses, ahora con el formato de renta mínima para las clases superfluas e industria del entretenimiento para todos. De nosotros depende que sea, finalmente, la (i)realidad futura.

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