sábado, 19 de agosto de 2023

Combatir el Síndrome de Vichy

Puede afirmarse con rotundidad que la ocupación alemana de Francia durante la Segunda Guerra Mundial no finalizó con la derrota nazi. De hecho, la sombra del águila aria (reichsadler) todavía sigue proyectándose sobre el pueblo galo, que continúa traumatizado por los vergonzosos actos de colaboracionismo perpetrados por líderes y ciudadanos franceses entre los años 1940 y 1944. Precisamente, se denomina «Síndrome de Vichy» a los intentos por borrar de la historia y de la memoria colectiva esos comportamientos y exaltar hasta lo imposible la lucha de la resistencia. Durante ocho décadas, Francia ha contemplado esos actos de cooperación con los nazis a través de múltiples enfoques y perspectivas: con vergüenza, con ira, con tergiversación, con actitudes revisionistas y hasta con indulgencia y perdón, como lo hace la actual extrema derecha gala.

Ese síndrome de la metabolización de los pasados violentos, de los genocidios, de las guerras civiles, de las deportaciones…, en suma, de las violaciones de los derechos humanos, está presente en casi todos los países europeos y en muchos de otras latitudes. Cada cual tiene sus privativos episodios de brutalidad, existiendo en todos ellos conflictos simbólicos y jurídicos alrededor de sus historias públicas, que imposibilitan la construcción de relatos compartidos sobre sus pasados. En este sentido, los españoles no somos diferentes. Pese a los innegables progresos de la historiografía, es incontrovertible que en nuestro país no existe un relato compartido, convenido y crítico sobre el origen, el desarrollo y las consecuencias de la Guerra Civil, como tampoco lo hay en Portugal sobre el salazarismo, o en los países resultantes de la desintegración de Yugoslavia sobre sus vetustas guerras civiles, ni en Dinamarca y Bélgica sobre el colaboracionismo con los nazis, ni en Italia o Alemania sobre el fascismo y el nazismo. Podría decirse, sin miedo a errar, que nunca se fragua una memoria compartida sobre los pasados violentos, ni siquiera en los países que han implementado políticas públicas completas de memoria sobre lo ocurrido en ellos, como es el caso de Alemania.

Por desgracia, las confrontaciones bélicas suelen iniciarse con la segmentación de las sociedades en conflicto, que se profundizan alumbrando facciones enfrentadas. Unas imponen su poder, mientras otras son derrotadas. Se dice —pienso que con razón— que la historia la escriben los vencedores. Y precisaría que, al menos, redactan sus primeras versiones. Quizá de ello derive la inveterada tendencia de muchos a construir la memoria a costa de la historia. Me explicaré.

En España, la alternativa a la narrativa impuesta por el franquismo, que se prolongó durante la transición democrática, está representada por lo que se ha denominado «memoria histórica», que podría considerarse una especie de marco conceptual, un sustrato reflexivo, narrativo y ético que ha inspirado la redacción de dos leyes estatales, trece leyes autonómicas y numerosas normativas municipales. Estas disposiciones, que han visto la luz en lo que va de siglo, han permitido exhumar y homenajear a muchas víctimas y también acometer importantes reparaciones materiales y simbólicas. Decía Fernando Martínez, ex Secretario de Estado de Memoria Democrática, en el Club Información, en mayo de 2021, que «no hay políticas públicas de memoria hasta el año 2007, con la Ley de Rodríguez Zapatero, pero sí que hay un conjunto de elementos de reparación que evidentemente tienen que ver con ellas. A día de hoy les puedo decir que, desde los decretos y la Ley de Amnistía del 77 hasta la actualidad, se han hecho reparaciones de carácter económico que afectan a 608.000 beneficiarios. Puedo estar hablando de más de 20.000 millones de euros». La realidad ha llegado hasta ahí, no más allá. Pese a todo, no han pasado de ser iniciativas loables, que no han logrado incentivar ni dar soporte a un relato compartido. Ni siquiera cambiando el rótulo «memoria histórica» por otro más amplio e inclusivo, como lo es «memoria democrática».

Es más, tras el pasado 28 de mayo, en las Autonomías donde se han conformado gobiernos de coalición de la derecha extrema con el PP, ha sido innecesario que los extremistas insistiesen en su argumentario contra la memoria democrática, pues sus correligionarios de la «derechita cobarde» —como le llamaban hasta hace poco— comparten el mismo relato histórico, la misma narrativa, idéntica interpretación del pasado, que es lo mismo que decir una «retrotopía» en toda regla. Un relato que se asienta en el revisionismo histórico, que opusieron a la memoria histórica en sus inicios, intentando revitalizar y poner al día las casposas y peregrinas interpretaciones de un Régimen cuya ideología comparten.

El argumentario de la derecha prácticamente no ha variado. Persisten en la vieja historiografía del franquismo que, revitalizada por el revisionismo, impregna el relato actual de la derecha radical. Esta, con su redivivo argumentario de catón y una tremenda desfachatez, sostiene que las leyes de memoria democrática imponen de manera «estalinista» el pensamiento único y censuran la libre interpretación del pasado «oficial». En fin, amparándose en el amplísimo espacio de impunidad del que gozan, añaden populismo desprejuiciado y catastrofismo al relato revisionista, sirviéndolo en píldoras que lanzan a través de las redes sociales, tratando de construir memoria a costa de la historia. Pero, por más que repitan sus mantras, no conseguirán sus propósitos porque la historia es acreditadamente obstinada.

No conviene olvidar el cambio de ciclo que supuso la victoria electoral de Aznar, en 1996, porque ese hito representa el inicio de la contraofensiva revisionista, que no fue sino la respuesta a las iniciativas de memoria histórica, emprendidas en aquellos años con la apertura de algunas fosas comunes de represaliados por la dictadura y la concesión de la nacionalidad a brigadistas internacionales. El Partido Popular y su FAES, junto a medios de comunicación como Libertad Digital, la COPE, el ABC o El Mundo, y editoriales como La Esfera de los Libros, han sido algunos de los actores principales de la contraofensiva revisionista que se prolonga hasta hoy. Los autores de cabecera del revisionismo español son Pío Moa y César Vidal, que han logrado vender cientos de miles de ejemplares de sus obras sobre la historia de España, pese a no ser historiadores de profesión. Ambos han recuperado las tesis de la historiografía franquista, presentándolas como nuevas interpretaciones que superan el «sentimentalismo» que, según ellos, envuelve a la Guerra Civil, tratando de desmontar las tergiversaciones de la izquierda, del comunismo y de la masonería. En esta tarea les han acompañado historiadores como Stanley G. Payne, Luis Eugenio Togores o Ángel David Martín Rubio, y periodistas como José Javier Esparza, José María Zavala o Federico Jiménez Losantos, entre otros. Y no es baladí conocer sus nombres y trayectorias porque su principal estrategia comunicativa es parecer historiadores o periodistas neutrales, cuando todos y cada uno de ellos están directamente relacionados con la extrema derecha. Sin embargo, hoy disponemos de abundantes investigaciones y conocemos mucho mejor el pasado de las violencias en nuestro país. Sabemos donde recaían los cometidos, quiénes eran los responsables y mandos, los modos de operar de la violencia golpista y de la que producían los revolucionarios... Sabemos y sabremos mucho más de todo cuanto sucedió. Ese conocimiento del pasado, que desvanece la recurrente e incentivada ignorancia, es una de las premisas ineludibles sobre la que debe construirse el tan deseable y hasta hoy imposible relato común.

Tanta importancia como el conocimiento riguroso del pasado, si no más, tiene que los ciudadanos y sus líderes se invistan de la empatía y la generosidad que requiere el zurcido de los desgarros que produce la violencia, solo abordable desde inequívocas actitudes compasivas. Algo que será imposible mientras las nuevas derechas insistan en el relato de sus predecesoras, en la valoración ideológica de la historia asentada en hechos falsos y en memorias que no tienen historia. Mientras la memoria democrática y la sacrosanta unidad de España continúen siendo los pegamentos idóneos para unir las derechas será difícil que se pueda avanzar por ese camino.

Y es que no puede olvidarse que la ofensiva por controlar el relato histórico a través del revisionismo no responde a la voluntad de que los ciudadanos tengan una imagen matizada o menos mala del nazismo o del franquismo, sino que atiende a un proyecto político presente. Quienes la promueven no desconocen que, como decía Max Weber, la legitimidad tiene un importante componente de tradición, por lo que la imagen que tiene la sociedad de sus antecesores políticos condicionará las probabilidades de éxito de su proyecto en el futuro, incluso aunque este no sea el mismo. Saben que el pasado forma irremediablemente parte del futuro. Saben que tienen que dar la batalla por el ayer para ganar el mañana.

Así pues, los intelectuales y los ciudadanos progresistas estamos obligados a defender las posiciones científicas y humanitarias. Académicos y ciudadanos debemos centrar urgentemente la atención en ello, si queremos evitar que nuestro particular síndrome de Vichy se convierta en una pandemia de memoria sin historia, a base de banalización y prepotencia desprejuiciadas. No hay otra ruta para construir una sociedad futura donde la libertad y la justicia vayan de la mano, sin necesidad de olvidar o borrar ningún capítulo de la historia.



2 comentarios:

  1. Una bona anàlisi de la importància de conèixer la història per poder construir el futur. Molt encertat el perquè la "derechita" i la que és més derechita encara, s'entesten en seguir reproduint el mantra sense el qual es quedarien orfes d'idees. Gràcies per compartir, Vicent

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  2. Gràcies a tú, Joan. Una abraçada.

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