Hace años que la soledad se ha convertido en una enorme epidemia que asola especialmente las sociedades occidentales. Y, paradójicamente, ello representa un monumental contrasentido si se confronta con la evidencia de que los seres humanos hemos alcanzado la cima de la biología a base de comportarnos solidariamente. De ahí que me repatee la necedad de un olvido tan general y tan rematadamente irresponsable.
Numerosos estudios acreditan que la soledad no deseada tiene consecuencias perniciosas. Está comprobado que las personas que viven aisladas tienen más riesgo de morir prematuramente, de la misma manera que aumenta su proclividad a padecer trastornos mentales. Países como el Reino Unido o Japón han creado departamentos gubernamentales específicos para luchar contra la soledad de los ciudadanos. Y también en España empieza a ser un asunto de creciente importancia, pues se prevé que en 2035 más de seis millones de personas vivirán solas y, por otra parte, los hogares unipersonales representarán entonces casi un tercio del total.
Un indicador de que lo que digo no es solamente el resultado de la actividad especulativa de los académicos lo constituye la eclosión de la denominada «economía de la soledad». De un tiempo acá ha emergido la que podría llamarse «industria de la compañía», un rosario de iniciativas —ciertamente un tanto embarazosas— que son y serán objeto de crítica, pese a que ello no resta un ápice de verosimilitud y de pujanza a una tendencia que se ha instalado entre nosotros para quedarse.
Es incuestionable la necesidad primordial que tenemos las personas de conectar con los demás. De ahí que proliferen —y lo harán más— las iniciativas y los productos diseñados para aliviar la soledad en tanto que realidad advenida y no deseada. Como decía, ya disponemos de algunos de ellos y nos sorprenderán muchísimos más en el futuro. Existen servicios de «amigos de alquiler» y de «familiares postizos» para acompañarnos en fechas especiales, como los cumpleaños o las onomásticas. Hay un sinnúmero de aplicaciones que conectan a personas solitarias con intereses parecidos, e incluso se ofertan robots cuidadores con los que se puede charlar distendidamente en el salón de casa. Por otro lado, han proliferado viviendas y centros de trabajo compartidos —coworking— diseñados con pasillos estrechos que «obligan» a interactuar con vecinos y colegas, y están dotados con mesas grandes que invitan a compartir un café, un té o lo que sea. En suma, el nuevo e insólito objeto de deseo es la «necesidad de crear comunidad», que prima entre los humanos.
A esta situación no se ha llegado fortuitamente. Economistas y sociólogos han argumentado que la «cronificación» de la vida solitaria ha sido propiciada por el neoliberalismo. Un sistema que ha alterado profundamente las relaciones personales, sociales y laborales, empujando a las personas a un aislamiento progresivo. De facto, es creciente el número de profesionales que trabajan muchísimas horas en su casa y en espacios solitarios, que cada vez tienen menos tiempo para hacer amigos. Como decía, se consolida a pasos agigantados la que pudiera denominarse «economía de la soledad». Crece imparable la demanda de robots sociales (objetos mecánicos de inteligencia artificial diseñados para sintonizar emocionalmente con otras personas), a la vez que se ensancha la masa de ciudadanos que recurre a los animales de compañía, ahora eufemísticamente denominados mascotas. Incluso se ha instituido una relación personal con asistentes digitales como Siri o Alexa, e incluso con robots como la aspiradora Rumba. Y es que no hay castigo más grande que la soledad forzada, que tal vez es uno de los últimos tabúes, pese a la conveniencia de afrontarla y hablar de ella. Porque, contrariamente a lo que se piensa, en modo alguno significa la confesión del propio fracaso, sino que más bien acredita, sencillamente, que todavía se está vivo.
La pandemia que aún nos asola ha añadido un ingrediente descomunal a la gran epidemia de soledad que nos venía aquejando: el miedo, que podría calificarse como la «pandemia paralela». No hay duda de que el miedo constituye un potente activador de las conductas de protección frente a las hipotéticas amenazas. Durante las epidemias aumentan los niveles de ansiedad y de estrés en los individuos sanos y se intensifica esa sintomatología entre quienes arrastran trastornos previos. Con la implementación de la cuarentena y su interferencia en las actividades y los hábitos diarios han aumentado los niveles de soledad, de depresión, de consumo de alcohol y de otras drogas y sustancias psicotrópicas, llegándose incluso hasta el comportamiento autolesivo. De hecho un contingente significativo de sanitarios considera que los efectos indirectos del COVID-19, como los mencionados, pueden ser mayores que el número de muertes que produzca finalmente el virus.
Así pues, experimentados y sufridos los variopintos formatos de confinamiento impuestos por la pandemia, vivimos actualmente una intensa reactivación de los lazos interpersonales. Los meses de aislamiento nos han permitido contrastar, como nunca lo habíamos hecho, que el contacto con el mundo físico es precioso e insustituible. En este periodo no han sido pocos los desencantados con el otrora endiosado mundo digital. Definitivamente, y pese a todo, hemos comprobado que hablar por Zoom, guasapear o twitear nos aísla y nos desconecta; hace que nos sintamos solos. Los jóvenes, que son particularmente plásticos, diferencian nítidamente los vínculos digitales de los reales y, por ello, cada vez son más conscientes de que las relaciones verdaderamente nutritivas son las que vinculan y no las que conectan exclusivamente.
En consecuencia, me parece que debemos esforzarnos en eludir la llamada «fatiga pandémica», esa reacción natural a una adversidad sostenida y no resuelta, resultado de la permanencia excesiva en un estado de restricciones impuestas, que se expresa mediante la desmotivación y la prevalencia de sentimientos de complacencia, de alienación y de desesperanza. Incluso considerando el espantoso panorama geopolítico que dibujan para los próximos meses las enfermizas veleidades «putinescas» y los espurios intereses de las oligarquías financieras globales que mangonean el planeta, se impone el seny, la prevalencia de los valores de la modernidad, singularmente la visión optimista sobre la interacción de las personas con el mundo, la recuperación de la confianza en nosotros mismos y la apuesta por un futuro de la humanidad articulado sobre el progreso social, moral y material de la inmensa mayoría en el marco de la eficiencia energética y el desarrollo sostenible.
El que hemos celebrado hoy —cuadragésimo primer encuentro— me parece una iniciativa coherente con el anterior propósito. Otro venturoso acontecimiento que, siguiendo la secuencia geográfica que ordena el periplo de nuestro amistoso discurrir, correspondía radicar en la ciudad de Alicante, siendo el lugar de reunión acordado el Restaurante Castell, en el polígono de San Blas.
Eran las 12:30 horas y allí estábamos todos, excepto Luis. Una inoportuna indisposición le impidió concurrir, bien a su pesar y del de todos. Tras los ansiados saludos y abrazos, pues no en vano casi han transcurrido cinco meses desde el anterior cónclave, hemos despenado los primeros aperitivos a base de panchitos, ensaladilla rusa y sangre encebollada, todo ello regado con vino, cerveza y algún bitter, antes de trasladarnos al lugar que habíamos gestionado para que nos dispensara una próvida refacción, que no era sino el restaurante existente en la urbanización El Palmeral, en el sur de la ciudad. Allí, Daniel, el regente, nos había preparado un menú compuesto por aperitivos variados (croquetas, ensaladilla rusa, tomate trinchado con salazón, calamar a la plancha y mejillones), al que han seguido sendos arroces de magro y verduras y del señoret, con opción alternativa de carne/pescado. Han rematado la colación sendos postres variados, acompañados de café. Todo ello maridado con café licor, cerveza, vino blanco de Rueda y tinto de Ramón Bilbao.
Un menú servido generosamente al que ha seguido una espléndida sobremesa que la bonanza del día nos ha permitido disfrutar en una terraza descubierta, rodeada de vegetación, en un entorno muy amigable. No han faltado recuerdos, comentarios, reflexiones, chascarrillos y, obviamente, las habituales copas y canciones. Hoy Antonio Antón ha extraído de su inagotable repertorio una prolífica selección musical que ha incluido desde la melodía con la que presentará sus conciertos el redivivo grupo Esbart Elx Folk y otras composiciones del cancionero popular (El tio Caliu, Un alcalde de la población, Volem arbres en la Glorieta, Ja ens anem o Venim de la mar) hasta piezas de mayor calibre como La cruel guerra y Que tinguem sort, a las que han seguido otros clásicos de Lluis Llach (L'estaca y Vaixell de Grècia) y Raimon (Diguem no, De vegades la pau), para incursionar nuevamente en el cancionero popular (Seguidilles murcianes, Mon pare no té nas, De l'aigua dolça venim, Ja no canta el capellà) y rematar contundentemente la sobremesa con A galopar y El gorila, de Georges Brassens.
Otra jornada inolvidable en la que hemos disfrutado nuevamente la dicha de cultivar la amistad, compartir reflexiones, estrechar los afectos… vivir plenamente, en definitiva, como corresponde al tiempo y hora que delimita nuestra generación. Y que sea por muchos años. Como dice Muñoz Molina, recorramos parsimoniosamente la retirada lenta que supone la vejez, vayámonos de los lugares a los que no volveremos lo más distraída y felizmente posible. Tengo el convencimiento de que hoy lo hemos conseguido de nuevo.
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