La legalidad es muchas veces el poder de
los sin poder.
(Flores d’Arcais)
Días
atrás el catedrático Manuel Cruz ofrecía una tribuna en el diario El País, con el rótulo “¿Todos socialdemócratas?”, en la que argumentaba
que la socialdemocracia parece estar
ganando adeptos, tanto por la derecha como por la izquierda. Se preguntaba, a
la vez, si estamos ante un auténtico debate teórico-político sobre la
desigualdad y la redistribución –principios básicos de los socialismos– o asistimos a una simple
ofensiva por las etiquetas.
Decía
el profesor que quizás nos haya tocado vivir un momento histórico en el que dos
importantes batallas, la de las ideas y la de la realidad, se han dejado de
librar en el mismo escenario para hacerlo en atmósferas diferentes, dado que las
esferas de la política y del poder ya no se identifican. Una prueba de ello es
que los mismos políticos suelen quejarse de los condicionamientos y
limitaciones externas que les afectan (los mercados, el FMI, la Unión Europea,
etc.), reduciendo el margen de maniobra para materializar las políticas que
desearían. De ahí que el columnista concluyese que, si ello es cierto, lo que necesita
empoderarse urgentemente es la propia política, especialmente si aspira a
recuperar de verdad la capacidad de transformación de lo real que antaño le
atribuían los ciudadanos, que no tenían a su alcance otra herramienta para alterar
su entorno. Sin embargo, me parece que, por desdicha, la política es hoy una
mera construcción, un puro artificio cada vez más alejado de su contenido
nuclear: la gestión de lo que existe.
Esencialmente
estoy de acuerdo con lo que plantea el profesor Cruz, aunque veo difícil la
empresa de ordenar las cosas para resituarlas donde debieran estar. Porque en
las sociedades occidentales la democracia participativa, que es la premisa
imprescindible de lo político (de lo comunitario, de lo que nos
concierne a todos), pone el acento en promover la participación y, en
consecuencia, en el desarrollo de la virtud cívica. Ahora bien, cabe
preguntarse qué significa esa virtud en una sociedad dominada por los medios.
La
tradición republicana alude a lo público para definir y demarcar la esfera de
la discusión política. En la lógica del pensamiento republicano lo “político” es
sinónimo de “público”, es decir, el espacio público es el ámbito que delimita
el debate sobre los asuntos que nos conciernen a los ciudadanos, en el que
desarrollamos la cualidad de la virtud cívica, compartida por todos, independientemente de nuestra capacidad
adquisitiva o nuestro particular grado de formación. En el republicanismo, el ciudadano
desempeña un papel decisivo para el devenir de la sociedad a través de su
activa participación en los procesos de toma de decisiones. Porque de lo que se
trata es de trascender la democracia liberal y conformar la democracia deliberativa
e inclusiva, que no tienen otro objetivo que extender y acrecentar el ámbito de la decisión y/o de la
deliberación política.
Sin
embargo, pertenecemos a unas sociedades masificadas en las que la política
requiere la simplificación de los mensajes. Son los medios quienes establecen
los hechos que deben ser de dominio público, lo sean o no. Ello conlleva una secuela
importante: la política deja de ser solo política. Además de elección, negociación,
resolución, implementación, imposición, etc., también es entretenimiento,
espectáculo, marketing, audiencia, publicidad, virtualidad, etc., etc.
A
poco que reparemos en lo que vemos o escuchamos comprobaremos que hoy se
consideran de dominio público los hechos noticiosos susceptibles de tener interés
para el público, aunque pertenezcan a la órbita privada o no contribuyan en
nada a que los ciudadanos nos forjemos un juicio razonado sobre los asuntos auténticamente
públicos. Hoy pertenecen al dominio público los asuntos que atraen a un mayor
número de espectadores, es decir, aquellos que tienen potencial para ganar
audiencias. Y justamente aquí creo que está el origen de la banalización de la
política, en la exigencia de la simplificación de los mensajes que impone la
política de masas, que provoca inevitablemente el debilitamiento de la virtud
cívica.
Los grupos
de comunicación que controlan los medios establecen los hechos y realidades que
deben de ser de dominio público. Los partidos y los líderes se pliegan a las
exigencias de las plataformas mediáticas. En fin, los hechos considerados de
dominio público –de presunto interés público- se presentan en diversos formatos,
que están a caballo entre la información y el entretenimiento, que acaban sustituyéndose
progresivamente una por otro y viceversa. Así, mientras los programas de
entretenimiento exageran y adulteran los sucesos, los supuestamente
informativos incluyen cada vez más minutos dedicados a lo anecdótico o a lo divertido.
En síntesis, casi todo se reduce a una cuestión de economía informativa y de captación
de clientela potencial consumidora de información política. De modo que, a la
par que la política llega a más gente a través de los medios, la información –y
sobre todo la pseudoinformación– banaliza la actividad política y debilita
la virtud cívica a través de procesos de sustitución, privatización y
trivialización de los asuntos públicos.
En
ese contexto, pierde terreno el diálogo deliberativo, orientado a lograr
consensos y a garantizar la adopción de decisiones colaborativamente acordadas,
en beneficio del mero debate, que simplemente genera opinión y que muchas veces
no persigue otra cosa que la imposición o a la mera difusión de mensajes
interesados, estancos e impermeables al contraste con otros contradictorios.
El
nuevo espacio público lo conforman la televisión, la web, las redes sociales,
etc. Un enorme escenario donde caben todos los géneros (drama, sátira, humor,
etc.) porque debe concitar la atención de todo tipo de públicos. Es un entablado fácilmente tergiversable y virtual, que permite jugar con las
imágenes, con las palabras y con los contextos para proyectar escenarios virtuales
paralelos a la realidad, aunque lo que de verdad pretenden es acabar
configurándola.
Estos
son los lugares en los que hoy se escenifican los hipotéticos debates sobre la desigualdad y la redistribución, estos
son los proscenios en los que se porfía por patrimonializar la socialdemocracia
o las nuevas formulaciones de la modernidad y sus epígonos. Vistas las
compañías participantes, los decorados y los actores de reparto me parece que
más que un verdadero debate lo que nos aguarda es una mera competición por acaparar
las etiquetas que aseguren las ventas. Al fin y al cabo, ¿qué importa la
calidad del espectáculo?
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