martes, 11 de octubre de 2016

Banalización de la política.

La legalidad es muchas veces el poder de los sin poder.
(Flores d’Arcais)

Días atrás el catedrático Manuel Cruz ofrecía una tribuna en el diario El País, con el rótulo “¿Todos socialdemócratas?”, en la que argumentaba que la socialdemocracia parece estar ganando adeptos, tanto por la derecha como por la izquierda. Se preguntaba, a la vez, si estamos ante un auténtico debate teórico-político sobre la desigualdad y la redistribución principios básicos de los socialismoso asistimos a una simple ofensiva por las etiquetas.

Decía el profesor que quizás nos haya tocado vivir un momento histórico en el que dos importantes batallas, la de las ideas y la de la realidad, se han dejado de librar en el mismo escenario para hacerlo en atmósferas diferentes, dado que las esferas de la política y del poder ya no se identifican. Una prueba de ello es que los mismos políticos suelen quejarse de los condicionamientos y limitaciones externas que les afectan (los mercados, el FMI, la Unión Europea, etc.), reduciendo el margen de maniobra para materializar las políticas que desearían. De ahí que el columnista concluyese que, si ello es cierto, lo que necesita empoderarse urgentemente es la propia política, especialmente si aspira a recuperar de verdad la capacidad de transformación de lo real que antaño le atribuían los ciudadanos, que no tenían a su alcance otra herramienta para alterar su entorno. Sin embargo, me parece que, por desdicha, la política es hoy una mera construcción, un puro artificio cada vez más alejado de su contenido nuclear: la gestión de lo que existe.

Esencialmente estoy de acuerdo con lo que plantea el profesor Cruz, aunque veo difícil la empresa de ordenar las cosas para resituarlas donde debieran estar. Porque en las sociedades occidentales la democracia participativa, que es la premisa imprescindible de lo político (de lo comunitario, de lo que nos concierne a todos), pone el acento en promover la participación y, en consecuencia, en el desarrollo de la virtud cívica. Ahora bien, cabe preguntarse qué significa esa virtud en una sociedad dominada por los medios.

La tradición republicana alude a lo público para definir y demarcar la esfera de la discusión política. En la lógica del pensamiento republicano lo “político” es sinónimo de “público”, es decir, el espacio público es el ámbito que delimita el debate sobre los asuntos que nos conciernen a los ciudadanos, en el que desarrollamos la cualidad de la virtud cívica, compartida por todos,   independientemente de nuestra capacidad adquisitiva o nuestro particular grado de formación. En el republicanismo, el ciudadano desempeña un papel decisivo para el devenir de la sociedad a través de su activa participación en los procesos de toma de decisiones. Porque de lo que se trata es de trascender la democracia liberal y conformar la democracia deliberativa e inclusiva, que no tienen otro objetivo que extender y  acrecentar el ámbito de la decisión y/o de la deliberación política.

Sin embargo, pertenecemos a unas sociedades masificadas en las que la política requiere la simplificación de los mensajes. Son los medios quienes establecen los hechos que deben ser de dominio público, lo sean o no. Ello conlleva una secuela importante: la política deja de ser solo política. Además de elección, negociación, resolución, implementación, imposición, etc., también es entretenimiento, espectáculo, marketing, audiencia, publicidad, virtualidad, etc., etc.

A poco que reparemos en lo que vemos o escuchamos comprobaremos que hoy se consideran de dominio público los hechos noticiosos susceptibles de tener interés para el público, aunque pertenezcan a la órbita privada o no contribuyan en nada a que los ciudadanos nos forjemos un juicio razonado sobre los asuntos auténticamente públicos. Hoy pertenecen al dominio público los asuntos que atraen a un mayor número de espectadores, es decir, aquellos que tienen potencial para ganar audiencias. Y justamente aquí creo que está el origen de la banalización de la política, en la exigencia de la simplificación de los mensajes que impone la política de masas, que provoca inevitablemente el debilitamiento de la virtud cívica.

Los grupos de comunicación que controlan los medios establecen los hechos y realidades que deben de ser de dominio público. Los partidos y los líderes se pliegan a las exigencias de las plataformas mediáticas. En fin, los hechos considerados de dominio público –de presunto interés público- se presentan en diversos formatos, que están a caballo entre la información y el entretenimiento, que acaban sustituyéndose progresivamente una por otro y viceversa. Así, mientras los programas de entretenimiento exageran y adulteran los sucesos, los supuestamente informativos incluyen cada vez más minutos dedicados a lo anecdótico o a lo divertido. En síntesis, casi todo se reduce a una cuestión de economía informativa y de captación de clientela potencial consumidora de información política. De modo que, a la par que la política llega a más gente a través de los medios, la información –y sobre todo la pseudoinformación– banaliza la actividad política y debilita la virtud cívica a través de procesos de sustitución, privatización y trivialización de los asuntos públicos.

En ese contexto, pierde terreno el diálogo deliberativo, orientado a lograr consensos y a garantizar la adopción de decisiones colaborativamente acordadas, en beneficio del mero debate, que simplemente genera opinión y que muchas veces no persigue otra cosa que la imposición o a la mera difusión de mensajes interesados, estancos e impermeables al contraste con otros contradictorios.

El nuevo espacio público lo conforman la televisión, la web, las redes sociales, etc. Un enorme escenario donde caben todos los géneros (drama, sátira, humor, etc.) porque debe concitar la atención de todo tipo de públicos. Es un entablado fácilmente tergiversable y virtual, que permite jugar con las imágenes, con las palabras y con los contextos para proyectar escenarios virtuales paralelos a la realidad, aunque lo que de verdad pretenden es acabar configurándola.

Estos son los lugares en los que hoy se escenifican los hipotéticos debates sobre la desigualdad y la redistribución, estos son los proscenios en los que se porfía por patrimonializar la socialdemocracia o las nuevas formulaciones de la modernidad y sus epígonos. Vistas las compañías participantes, los decorados y los actores de reparto me parece que más que un verdadero debate lo que nos aguarda es una mera competición por acaparar las etiquetas que aseguren las ventas. Al fin y al cabo, ¿qué importa la calidad del espectáculo?

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