El
asco, al que también llamamos aversión o repugnancia, es una emoción universal
e innata. Por eso la Psicología lo considera una de las emociones básicas que contribuye
a facilitar el equilibrio personal y a asegurar la adaptación social, como todas
las demás. El asco es la respuesta emocional que producimos cuando sentimos
repulsión hacia alguna cosa, o si algo nos impresiona desagradablemente. Sabemos
por experiencia que es una emoción compleja, que implica un rechazo hacia lo que
es desagradable, molesto o peligroso (un olor corporal, el cadáver de un
animal, un alimento en descomposición, etc.), o bien hacia un acontecimiento
concreto o a determinados valores morales que consideramos infectos o poco
éticos (conductas sexuales, como el incesto o la zoofilia; comportamientos
antisociales, como la corrupción o la drogadicción, etc.).
Los elementos y factores que desencadenan el asco son diversos. Generalmente
son estímulos repulsivos y potencialmente peligrosos o molestos, como los víveres corrompidos, los olores orgánicos
o la contaminación ambiental; aunque también lo induce una amplia gama de impulsos
que varían de unas personas a otras. En tanto que emoción básica, una de las principales funciones del asco es su cometido
adaptativo, es decir, su capacidad para condicionar al organismo, haciéndole rechazar
las condiciones ambientales que potencialmente le resultan dañinas, movilizando
simultáneamente la energía necesaria para asegurar su alejamiento de esos
estímulos. Por tanto, la finalidad del asco no es otra que hacer
prevalecer los hábitos saludables e higiénicos estimulando respuestas de escape o de evitación para eludir situaciones
desagradables y/o potencialmente nocivas para la salud. En este sentido,
algunos estudiosos han insistido en la importancia de esta emoción para la vida
de nuestros antepasados ya que supuso un importante mecanismo de contención
frente a las enfermedades infecciosas, que tuvo gran trascendencia para la supervivencia de la especie.
Aunque ya lo he apuntado, insistiré en la acentuada función social que tiene el
asco, en tanto que facilita la práctica de conductas ajustadas, que son especialmente
valiosas en los procesos de relación interpersonal. Así, por ejemplo, cuando
alguien prueba un determinado alimento y pone cara de asco está previniendo al
resto de los comensales, tan involuntaria como evidentemente. Podría decirse,
por tanto, que el asco facilita la interacción social y afecta al proceder de
los otros, posibilitando la comunicación de los estados afectivos y promoviendo
las conductas ‘prosociales’.
Sin embargo, no todas las facetas asociadas al asco son positivas, también
tiene aristas negativas. Una de ellas, no sé si la más importante, es que históricamente
ha sido utilizado como mecanismo de control social. Por ejemplo, el asco
interpersonal es una variable que han activado quienes abogan por el trato
discriminatorio entre las personas en base a su apariencia física, sexualidad,
estatus social o raza. De modo que, a veces, el asco también juega un
importante y execrable papel en los juicios morales y en la violencia étnica.
No obstante, por encima de estos y otros inconvenientes, la función nuclear del
asco es potenciar los hábitos saludables, tanto higiénicos como adaptativos. De
hecho se ha llegado a concebir como una especie de motor casi imprescindible
para asegurar la evolución positiva de la civilización. Hace tiempo que creo
que quienes piensan así tienen razón porque me descubro habitualmente asqueado,
puntualmente atormentado por las insufribles náuseas que me producen determinados
congéneres, no por el color de su piel, su sexo, su apariencia o su condición
socioeconómica, sino por su mendacidad, su cinismo y su criminalidad.
Desprecio
las actitudes y las conductas discriminatorias basadas en criterios arbitrarios
y me esfuerzo en que las mías se sustenten en pautas morales coherentes con
principios éticos universalmente compartidos. En mi opinión, hace demasiado
tiempo que asistimos a un espectáculo lamentabilísimo -dramático para muchos
de nuestros conciudadanos- que nos asombra cada mañana, al que no damos crédito,
pero al que tampoco combatimos como creo que debiéramos.
Han transcurrido
cinco siglos desde que se escribieron sus glosas y casi nada ha cambiado, éste
sigue siendo el país de la picaresca, eso sí, en una nueva versión que
podríamos apellidar ‘customizada’. Ahora el pícaro no es el antihéroe que
encarna el deshonor y se arrastra por su vida, radicalmente opuesta a la del
caballero. Ha dejado de ser el típico golfillo que practica la mendicidad aunque,
curiosamente, conserva sus cualidades distintivas, muy particularmente la de
estar dispuesto a todo por dinero –engañar, robar, perjudicar–, con
el único objetivo de trepar, de ascender en la escala social; algo inalcanzable
en la versión clasicista que ahora se consigue en ocasiones, o por lo menos así
se lo parece a los nuevos pícaros.
Hambre,
lo que es hambre, ya no pasan, aunque siguen sobreviviendo gracias a su ingenio
–torticero y malintencionado- en un mundo menos hostil y cruel, y tampoco en
soledad, como entonces. Son cuadrillas organizadas, que suelen tener el amparo
institucional, unas veces tácito y otras explícito. Se trata de auténticas
organizaciones mafiosas, de delincuentes profesionales y paralegales. La suya
ha dejado de ser una narración autobiográfica, aquel relato ordenado de los
servicios prestados a diferentes amos desde la perspectiva única del malandrín.
Hoy se han traspuesto los términos, quién cada vez es más único es el amo, lo
que cambian son las representaciones del pícaro, que abarcan el espectro pleno
de la vida social, porque no hay vericueto donde los miserables estén ausentes.
Como se sabe, el humor está presente en todos los relatos de la picaresca. En
ellos las situaciones cómicas se suceden de manera ininterrumpida, lo que ha
hecho decir a más de un crítico que su finalidad primordial es provocar la risa
de los lectores. Nada más lejos de la realidad porque el humor solo se utiliza
como recurso para mostrar situaciones moralizantes y ejemplificantes. Es cierto
que algunos episodios de los tiempos actuales encuadrarían en esta particular
cosmogonía. Pero hemos llegado a tal nivel de latrocinio, de desvergüenza, de caradura,
de amoralidad, de incompetencia profesional..., que lo nuestro hace
mucho tiempo que sobrepasó el vodevil para convertirse en un estercolero nauseabundo.
La sinvergonzonería y la delincuencia de todos los colores campa por sus
respetos afectando a cualquier ámbito de la vida pública y privada, económica,
social y política. Produce asco asistir a esta dramática astracanada, a esta
enorme hoguera de las vanidades que lo arrasa todo, a este desgobierno
inaceptable.
Diariamente
me planteo adoptar la conducta adaptativa alternativa que teóricamente debiera
asociar al asco socioexistencial que experimento. Habiendo contrastado que
malamente puedo contribuir mínimamente a limpiar semejante avalancha de
porquería, quisiera tomar las de Villadiego y hacerme apátrida, especialmente en
la vertiente fiscal, para evitar que mis recursos contribuyan a mantener un
estado de cosas que aborrezco. Visto lo imposible de mi pretensión, creo que no
me queda otra que el estoicismo, seguir respirando el aire fétido e insalubre de
esta atmósfera putrefacta y reconcomerme en el asco porque, de momento, descarto
la defección a lo samurái. ¡Menos mal que no soy asqueroso!
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