Los abuelos y las abuelas –abuelos, en lo sucesivo– han desempeñado desde siempre un papel muy importante en la transmisión de los valores sociales y emocionales a sus nietos y nietas –nietos, en lo sucesivo–, además de contribuir significativamente a su educación aportándoles experiencias y conocimientos. Los cambios económicos y sociales acontecidos en las últimas décadas, el envejecimiento de la población y el aumento de la esperanza de vida han desdibujado esa realidad, redefiniendo los roles de los abuelos que, frecuentemente, asumen funciones educativas y cuidados de los nietos que sus padres y madres aseguran no poder atender, bien porque objetivamente es así o porque tienen otras prioridades. Muchos viejos, además de subvencionar, avalar y contribuir con sus ahorros al sostenimiento de los hogares filiales, acaban por ser la columna vertebral de la estabilidad familiar, responsabilizándose de los nietos, en una sociedad consumista en la que por muchos salarios que entren en casa siempre parece que son insuficientes.
Afortunadamente no es mi caso, pero son legión los abuelos que crían, cuidan y educan a sus retoños. Se han convertido en piezas imprescindibles sobre las que descansa la conciliación de la vida familiar, personal y laboral de sus hijos e hijas. Ello les obliga a realizar faenas que han pasado de ser voluntarias y esporádicas a convertirse en obligatorias y a tiempo completo en muchos casos. Esta incongruente realidad les da mucha más presencia y protagonismo en el núcleo familiar y condiciona su relación con los nietos, alterando la tipología de los roles que tradicionalmente se han desempeñado durante la vejez. De hecho, muchos abuelos realizan funciones que generacionalmente no les corresponden, pues son incompatibles con el disfrute y la permisividad característicos de su rol, que tiene más de complementariedad que de suplencia parental.
Aunque no lo parezca, ser abuelo no es una tarea fácil. Los cometidos están poco definidos y se desempeñan de muy diferentes maneras según sean el tipo de sociedad y la estructura familiar de que se trate, o la especificidad de cada situación y de las propias personas. De modo que no se puede generalizar porque los papeles de abuelos y abuelas son diversos y variables, y están muy mediatizados por los contextos en los que se desempeñan.
Ser abuelo o abuela no se elige. Es un estatus al que se llega de improviso, como resultado de decisiones ajenas. De ahí que se aprenda a ser abuelos poco a poco, ensayando tentativas, reestructurando las identidades, conjugando emociones placenteras y esfuerzos embarazosos para encajar los nuevos desempeños en los moldes y expectativas de un rol ambiguo, que tiene escasos puntos de referencia. De ahí que sea un proceso sembrado de significativas contradicciones. Pese a todo, en general, ser abuelo o abuela provoca un placer que da vida, rejuvenece y protege contra depresiones y enfermedades inducidas por la vida en soledad o compartida en exclusiva con otras personas mayores.
Se ha argumentado que hasta los sesenta o sesenta y tantos años las personas vivimos hacia los demás, como proyectándonos hacia afuera. Y que, a partir de ahí, nos transformamos existencialmente, miramos hacia nosotros mismos, nos escudriñamos y buscamos renovadas razones para vivir. Esta actitud, que podríamos denominar «razón creativa», se moviliza más fácilmente interactuando con los nietos, pues son seres en desarrollo que necesitan dar a su existencia sentido de futuro. De ahí que, paradójicamente, lo que vincula a abuelos y nietos resulta ser la concepción del tiempo: ambos viven el presente con intensidad y plenitud. Los niños perciben emocionalmente esta peculiar ligadura, ese circuito comunicativo intergeneracional, que aporta a la relación parental una atmósfera de alegría y seducción. Los niños perciben que sus abuelos los acogen y aceptan con gran generosidad, sin juzgarlos, y ello les aporta seguridad, respeto y libertad, valores que tienen un enorme potencial educativo y ayudan a crecer saludablemente.
Reivindico la «abuelidad», término cuyo uso y reconocimiento reclamo, aunque no esté aceptado por el DRAE, porque define irreprochablemente la cualidad de abuelo/a, como lo hacen otros reconocidos vocablos, como paternidad o hermandad. Obviamente, hay tantos modelos de abuelidad como yayos existen. Y celebro esta polifonía socioemocional, incluyente de los significados que le atribuimos los adultos y los enfoques que le dan los niños.
Tradicionalmente, en nuestra cultura el rol de abuelo subsume la función de cuidado de los nietos cuando sus padres no lo procuran. También conlleva aportar la ayuda necesaria cuando surgen crisis familiares (separaciones, divorcios, enfermedades, problemas económicos...), así como la contribución a la estabilización de la familia y el apoyo emocional. No obstante, más allá de estas ineludibles componentes de la crianza de los nietos, entiendo que cabe reclamar para la abuelidad al menos las prerrogativas que seguidamente se desglosan.
La primera es el derecho al contacto saludable entre abuelos y nietos y, en consecuencia, la obligación que cabe exigir a los progenitores para asegurar las situaciones que permiten a ambos detener el tiempo, entretenerse con experiencias que les cautivan y estimular la magia que los vincula. Dicho más sencillamente, reclamo el derecho a disfrutar de oportunidades para ofrecer placer y diversión a los nietos y a recibirlos de ellos.
Además, reivindico para los abuelos el rol de contador de historias. Los abuelos deben promover el diálogo con los nietos, contarles historias de cuando ellos eran jóvenes o sus padres pequeños, como lo son ellos ahora. Esos relatos les ayudan a vincular el presente con el pasado, a afianzar la relación con sus progenitores, a descubrir facetas desconocidas y completar la imagen ontogenética que tienen de ellos.
Reclamo para la abuelidad el papel de transmisores de valores morales, de filosofía de vida y de civilidad. Incluso si tales concepciones divergen o se oponen a las de los progenitores. Cada cual tiene su responsabilidad en la educación de los niños y debe ejercitarla de la mejor manera posible. Ser responsable no equivale a patrimonializar o sesgar su educación, al contrario, consiste en ofrecerles alternativas para que elijan su propio camino. En este sentido, una contingencia cada vez menos valorada es la necesidad de darles mecanismos para aprender a tolerar las frustraciones y a entender que, en el transcurso de la vida, se encontrarán con imponderables que no podrán controlar y deberán aceptar. No son realistas ni convenientes las actitudes que pretenden evitar a los hijos todo tipo de sufrimientos porque las frustraciones son parte de la vida y deben aprender a tolerarlas. En este sentido, entre otros muchos pretextos, gestionar el impacto de las enfermedades y defunciones de los abuelos pueden ser estrategias importantes a tal efecto.
Requiero para la abuelidad el derecho a transmitir a los nietos la diversidad de modelos de ocupación y de envejecimiento. Reclamo su prerrogativa para ofrecerles formas de hacer las cosas alternativas a las que practican sus padres, sin entrometerse en ellas. Simplemente, para que contrasten que convivir con ellos es algo distinto. Esa riqueza de enfoques entiendo que es de un valor vital.
En fin, reclamo para los abuelos el rol de intermediarios y estabilizadores de las tensiones que surgen en las relaciones entre padres e hijos. Y el derecho a mimar y malcriar, y a hacer y recibir confidencias de estos últimos. Todas ellas, prerrogativas que deslindan la abuelidad de la paternidad/maternidad.
Afortunadamente, en casi todas las culturas, la relación entre abuelos y nietos está llena de encanto, de mutua satisfacción y de posibilidades insospechadas. Bien es verdad que ese vínculo no es ajeno a conflictos cotidianos entre padres y abuelos, motivados generalmente por sus discrepancias sobre la crianza de los niños, por celos mal comprendidos o porque los abuelos se entrometen en tareas educativas o domésticas propias de los padres. En consecuencia, también reclamo para la abuelidad la práctica prescriptiva de servidumbres que aseguren la convivencia saludable. Entre ellas, de manera especial, la prudencia y la discreción para intervenir en los acontecimientos familiares. Lo ideal es el acuerdo entre las partes y ello exige una relación sosegada entre padres y abuelos, ponderada y libre de celos, en la que reine el respeto a las exigencias y a los hábitos del otro. En todo caso, estos inevitables conflictos nunca deberían opacar los extraordinarios valores de la relación entre abuelos y nietos. Como se dice al principio, nadie debiera entorpecer, y menos impedir, que nietos y abuelos gocen de los juguetes más sencillos con la más absoluta libertad.
Como abuelo lo comparto de principio a fin. Mis felicitaciones sinceras por ser tan claro. Al camino.👌👌🐶
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
EliminarPues, eso que dices.