Hace unos años, Rosa Montero, en una de las columnas que le publicó el diario El País, escribía: «No hay tópico más grande (y quizá más inevitable: Sócrates era un genio y también cayó) que el de criticar a la juventud, siendo uno añoso, y sostener que las nuevas generaciones son una decepción y que van de cabeza a la catástrofe. Cosa que el tiempo ha demostrado que es falso, porque, si hubiéramos ido decayendo sin parar desde hace 4.000 años, a estas alturas seríamos amebas».
La controversia intergeneracional es recurrente a lo largo de la historia. Quizá, actualmente, se ha agudizado porque en las sociedades modernas conviven más generaciones –cada una con sus privativos intereses y afanes– que hacen más difícil la coexistencia armoniosa. Y ello obliga a redoblar los esfuerzos para entendernos, pues al fin y al cabo es –o debiera ser– el principal objetivo de todos.
En las distintas épocas, generación tras generación, se constata la tendencia de los mayores a lamentar los comportamientos y las actitudes de las nuevas progenies. De la misma manera, los jóvenes han cuestionado las atribuciones y prerrogativas que han tenido aquellos. Secularmente, unos y otros han contribuido a ahondar sus discrepancias, distorsionando la realidad con argumentos basados en prejuicios, que no ayudan sino a alimentar las brechas generacionales. De modo que podría decirse que los mayores no han entendido ni entienden a los jóvenes, mientras que estos han hecho y hacen lo posible para evitar avenirse con aquellos.
En las culturas prehistóricas la vejez era motivo de vanidad y admiración entre los jóvenes. Como los peligros abundaban y la esperanza de vida era escasa, alcanzar una cierta edad era patrimonio casi exclusivo de las personas fuertes y sabias. Y tampoco es una casualidad que los consejeros, chamanes, educadores y jueces fuesen los mayores de sus respectivas comunidades, clanes o familias. Ni que los consejos de ancianos se ocupasen de las tareas de gobierno, de educar a los jóvenes y de impartir justicia. Sin embargo, en las mismas sociedades que se reconocían la fortaleza y la sabiduría de los mayores, coexistían estereotipos negativos sobre la vejez. Igual que se asociaba sabiduría y prudencia con decrepitud y fealdad, se apareaban belleza e inexperiencia juveniles. El texto que sigue, atribuido a Ptah-Hotep, visir del Faraón egipcio Tzezi, de la V Dinastía, escrito hacia el 2450 a C., lo ejemplifica: «¡Qué penoso es el fin de un viejo! Se va debilitando cada día; su vista disminuye, sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina, su corazón ya no descansa; su boca se vuelve silenciosa y no habla. Sus facultades intelectuales disminuyen y le resulta imposible acordarse hoy de lo que sucedió ayer. Todos los huesos están doloridos. Las ocupaciones a las que se abandonaba hace poco con placer, solo las realiza con dificultad, y el sentido del gusto desaparece. La vejez es la peor de las desgracias que pueden afligir a un hombre».
En la Grecia Antigua convivían concepciones diferentes sobre la vejez. Por un lado, la visión positiva, sostenida entre otros por Platón (387-347 a C.), que la elogiaba como etapa vital en la que las personas alcanzan la máxima prudencia, sagacidad, juicio y discreción, atributos que justifican su idoneidad para desempeñar funciones administrativas, directivas y jurisdiccionales de gran prestigio social. Distinta era su percepción de la juventud cuando afirmaba: «El padre teme a sus hijos. El hijo se cree igual a su padre y no tiene por sus padres ni respeto ni temor. Lo que él quiere es ser libre. El profesor tiene miedo de sus alumnos. Los alumnos cubren de insultos al profesor. Los jóvenes quieren rápidamente el lugar de sus mayores. Los mayores, para no parecer atrasados o despóticos, consienten en la dimisión, y coronándolo todo, en nombre de la libertad y de la igualdad, la emancipación de los sexos».
La postura alternativa, defendida por su discípulo Aristóteles (384-322 a C.), consideraba la vejez como la «cuarta y última etapa de la vida del hombre», caracterizada por la senectud y el deterioro. De ahí que, en su opinión, las personas mayores solo inspiren compasión o sospecha por su cinismo, desconfianza y egoísmo. No obstante, también encontramos en él opiniones peyorativas sobre la juventud cuando, por ejemplo, afirma que: «Los jóvenes de hoy no tienen control y están siempre de mal humor. Han perdido el respeto a los mayores, no saben lo que es la educación y carecen de toda moral».
Estas visiones antagónicas sobre la vejez de Platón y Aristóteles han tenido continuidad y han sido matizadas por diversos autores a lo largo de la historia del pensamiento, siendo, además, las responsables de muchos de los estereotipos tanto positivos como negativos presentes en la sociedad actual. Pero antes que ellos, Hesiodo (ss. VIII-VII a C.), aludía a la juventud en los siguientes términos: «Ya no tengo ninguna esperanza en el futuro de nuestro país si la juventud de hoy toma mañana el poder, porque esa juventud es insoportable, desenfrenada, simplemente horrible». Tampoco Sócrates (470-399 a C.) se mordía la lengua hablando de los jóvenes cuando aseguraba que «Nuestra juventud gusta del lujo y es mala, no hace caso a las autoridades y no tiene el menor respeto por los de mayor edad. Nuestros hijos hoy son unos verdaderos tiranos. Ellos no se ponen de pie cuando una persona anciana entra. Responden a sus padres y son simplemente malos». Y en otros territorios, como Babilonia, se pensaba que «La juventud está podrida desde lo más profundo del corazón. Los jóvenes son malsanos y perezosos. No serán nunca como la juventud de antes. Estos de hoy no serán capaces de mantener nuestra cultura» (Inscripción en una vasija del 300 a. C).
También en la cultura romana coexisten visiones antagónicas de la vejez. La primera la representa Cicerón (106-43 a C.) que, en su diálogo filosófico Catón el Viejo, defiende la vejez como una etapa de sabiduría, fruto de la experiencia, ilustrando su tesis con ejemplos de hombres que hicieron sus principales aportaciones con edades avanzadas. Como Platón, considera que las personas mayores no deben ser objeto de compasión, sino de veneración y respeto, y que el envejecimiento está condicionado por la vida que cada cual ha llevado. Sin embargo, Horacio (65-8 a C.), en su Ars poética, ofrece una imagen fatalista de la vejez y considera que no es ni una etapa dorada de la vida, ni un momento culminante de felicidad personal.
Petronio (14/27-65 d C.), en su Satiricón, novela en la que se retrata la corrupción de la sociedad romana de la época de Nerón, cuestiona la cultura y las enseñanzas impartidas entonces, que presagiaban la inevitable decadencia imperial. Se señala a los jóvenes asegurando que «Ahora los muchachos van a la escuela a divertirse, los jóvenes hacen el ridículo en el foro y, lo que es más penoso, nadie quiere reconocer cuando llega a viejo que aprendió mal en su momento». Alude, en definitiva, a un tipo de sociedad que tuvo que inventar fórmulas para combinar simultáneamente los espectáculos permanentes y la sexualidad desenfrenada con la exaltación de la vida familiar y hogareña. Procederes que han replicado las sociedades contemporáneas cuando sus clases dirigentes han visto peligrar su autoridad y poder ante el empuje de la juventud emergente, reclamando su espacio de representación y responsabilidad social.
Durante la Edad Media se prolongan y acentúan las tradiciones culturales de la antigüedad clásica. Por una parte, San Agustín dignifica la visión cristiana de la persona mayor, de la que se espera un equilibrio emocional y la liberación de las ataduras de los deleites mundanos. Por otra, Santo Tomás de Aquino afianza el estereotipo aristotélico de la vejez como período de decadencia física y moral, en el que las personas mayores adoptan comportamientos particulares y egoístas. Contrariamente, en la época renacentista, se rechaza lo «senil» y lo «viejo» y se elude el tema de la muerte, se promociona una imagen melancólica de las personas mayores, atribuyéndoseles artimañas, brujerías y enredos. Consecuentemente, se configura un perfil doliente de la vejez, escasamente contrarrestado por la pervivencia del estereotipo de la sabiduría. En cambio, durante el período barroco crece enormemente el interés por los temas sobre el control de los vicios y pasiones, por el perfeccionamiento constante en la vida y en la vejez, y por el problema de la muerte.
Posteriormente, han sido muchos los pensadores que se han ocupado a fondo del proceso de envejecimiento: Shakespeare, Schopenhauer, Hölderlin o Humboldt, entre otros. Todos, de una u otra manera, conciben la vejez como «época difícil», pero a la vez como una etapa de la vida que ofrece aspectos positivos.
No cabe duda de que el pensamiento antiguo, medieval y moderno ha influido en los prejuicios (sentimientos), estereotipos (pensamientos) y discriminaciones (actuaciones) que en la actualidad afectan a jóvenes y personas mayores, afligiéndolos o deleitándolos, como ha sucedido a lo largo de la historia. Por ello, estoy convencido de que cualquier generación no es peor que la anterior. Es más, si hilamos fino, probablemente contrastaremos que unos y otros –todos– tenemos responsabilidad en lo que acontece en cada momento, y todos podemos esgrimir excusas para intentar eludirla. Por ello, propongo que, en lugar de distraernos con tareas estériles, más valdría que todos empezásemos a remar con ahínco en la misma dirección, porque no podemos permitirnos que la cansina queja de los viejos contra los jóvenes, y viceversa, termine siendo cierta.
Me quedo con el final.Se trata de avanzar y perfeccionar los errores.
ResponderEliminarEso es. Gracias.
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