Algunas
de las escenas más conmovedoras que conocemos las han protagonizado abuelos y
nietos que han tenido la fortuna de conocerse y vivir juntos durante cierto tiempo. A
poco que nos esforcemos, recordaremos secuencias entrañables que incluyen
miradas, caricias, cuidados y palabras, impregnados de un amor especial, que
solo ellos saben compartir con semejante grado de pureza y sinceridad. Esto no
solo sucede y ha sucedido en la realidad, también unos y otros han sido
protagonistas destacados de muchos pasajes literarios y de la historia del
cine. ¿Acaso puede éste o cualquier otro arte obviar la realidad? Tiernos o
cascarrabias, desde el gruñón Abe Simpson al amante de los gatos Vito Corleone,
sin desdeñar a los motivadores abuelos de la Pequeña Miss Sunshine o Charlie
y la fábrica de chocolate, todos han sido reconocidos como gloriosos vestigios
del pasado y una gran fuente de inspiración para sus afortunados nietos. Como
lo han sido El abuelo, de Galdós o La
nieta del señor Linh, de Philippe Claudel, o Trilogía Helsinki, de Minna
Lindgren, o El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas
Jonasson.
En
general se habla poco del amor de los abuelos. Tal vez por una injustificada
inercia que arroga la pulsión amorosa a otros estadios de la vida, como si fuese
su exclusivo patrimonio. O, como se ha dicho, porque quizá se considera un tema
menor, que debe residenciarse en la privacidad familiar en el mejor de los
casos. Y, sin embargo, desde mi precaria experiencia, me atrevo a decir que existen
pocos gozos mayores que los sentimientos que despiertan los nietos.
Fui
padre con poco más de veintiséis abriles, pertrechado con los recursos imprescindibles
para afrontar la educación de los hijos que pudieran llegar. He de confesar,
además, que entonces no era precisamente el desafío que más me inquietaba. En
los años setenta, a la gente de mi generación nos atormentaba transformar una
realidad de la que discrepábamos radicalmente y progresar, alcanzar en la
escala social un lugar más reconocido que el que les había correspondido a
nuestros progenitores. El éxito profesional –sucedáneo a la vez del triunfo personal–
era la quimera que casi todos poníamos en el norte de nuestras brújulas vitales.
La consecuencia de ello era inexorable: estábamos condenados a trabajar,
trabajar y trabajar para lograrlo. Trabajar duramente y sin descanso para encontrar
nuestro lugar en el mundo, el espacio donde izar la bandera del éxito, el trofeo
y la recompensa que hiciera visible a nuestras familias y a nuestro entorno que
habíamos culminado con éxito la empresa en que nos habíamos embarcado.
Éramos
extremadamente jóvenes cuando estrenamos la paternidad y nos faltaba muchísima
experiencia. Tal vez por eso, y también por lo otro y por lo de más allá, dedicamos
menos tiempo del necesario a educar y a pensar en los hijos, aunque nunca
descuidamos la atención a sus más perentorias necesidades. Visto con
perspectiva, qué distinta es la actual paternidad. Tampoco por elección y
bastante más por una autoimpuesta imperiosidad, aunque ¡habría tanto que
discutir al respecto! Y, también, qué diferente la experiencia que nos
concierne como abuelos, en tanto que gentes que estamos de vuelta, desprovistos
de aspiraciones, fobias o animosidades tras consumir, felizmente, los pruritos
más ardorosos y digerir, casi por completo, el aprendizaje de la decepción.
Ser
abuelo es la culminación de la vida. Una cima que, paradójicamente, llega
cuando empieza su declive. No compites por nada y te exaltas por lo justo, ni
un ápice más. De manera que tienes toda la disposición del mundo para
seguir millones de veces los pasos de
tus nietos, regalándoles sin regateos todo el tiempo del mundo, aunque sepas
que escasea; puedes entretenerlos en mil repetidas ocasiones con cuentos, historias,
mentiras piadosas y fabulaciones extraordinarias; sientes latir sus
corazoncitos mientras compartes con ellos una siesta en el sofá o porfías para que cojan
el sueño; puedes enredarte en sus mentes, y casi pensar y sentir como lo hacen
ellos, confundiendo ficción y realidad. Puedes regalarte la alegría de verlos
crecer sin que te angustien la levedad de la vida o el futuro
que les espera.
Amo
a mis nietos gratis et amore y me
gusta expresárselo y que lo sientan a su manera. No espero nada a cambio, ni lo necesito,
aunque sería injusto omitir que sus sonrisas y sus carantoñas, sus besos y sus abrazos,
sus balbuceos y sus palabras me hacen pensar que quizá me dan más de lo que les
doy, aunque no lo parezca. Soy feliz con el simple hecho de sentirlos
cerca. Aspiro a ser una de esas personas que se alimentan del cariño como si no hubiera
mañana, esas que aunque se pongan una bolsa de basura en la cabeza les dirán “pero qué mayor y qué guapo estás”, aspiro a ser un abuelo al que sus nietos le cuenten historias que le
transporten en el espacio, en el tiempo y en la E=mc2. Me pregunto qué haría sin mis increíbles nietos.
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