La
semana pasada se anunciaron en el Congreso de los Diputados algunas intenciones
para mejorar la formación del profesorado, materia puesta en entredicho por
tirios y troyanos, tanto ayer como hoy, en España y en el conjunto de la Unión
Europea. La Ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá,
explicó que quienes aspiren a dar clase en Educación Infantil, Educación
Primaria y Educación Secundaria, además de poseer el correspondiente título
universitario, deberán realizar un año de prácticas tuteladas en un aula, antes
de ejercer como maestros o profesores. Hasta aquí, nada nuevo. Ni las
propuestas de la Ministra, ni sus intenciones para mejorar la formación de unos
y otros que, dicho sea de paso, han sido aspiraciones tan comunes como vacuas a
lo largo de la historia de la educación. Nadie pone ni ha puesto en duda, al
menos en el último medio siglo, la necesidad de que la formación de los
profesores mejore continuamente. Sin embargo, casi ninguno ha contribuido significativamente
a que ello haya sido o sea una realidad tangible. Tal vez porque son y han sido
muchas, y discrepantes, las maneras que se han ideado para conseguirlo o, tal
vez porque, simplemente, estamos frente a actitudes impostadas o, lo que es
peor, porque quizá las palabras grandilocuentes han ocultado a menudo
intenciones inconfesables.
En
su comparecencia ante la Comisión de Educación del Congreso, la Ministra vino a
decir que la mejora de la formación de los futuros enseñantes se materializará próximamente
incorporando a su currículum formativo un año de práctica tutelada, que
permitirá a los nuevos docentes incorporarse a la tarea profesional con la
garantía que supone una adecuada pragmática. Lo que propone, expresado de otro
modo, es un programa de inducción a la profesión, un enfoque que tiene poco que
ver con la formación actual de los docentes y que expresa una cultura
pedagógica que queda lejos de la que prima en la mayoría de las Facultades de
Educación.
Uno
de los múltiples problemas que tenemos en España es la ‘sobrecualificación’ de
los graduados universitarios que se incorporan al mundo laboral. Son demasiados
los que desempeñan trabajos que están muy por debajo de su capacitación, y la prueba
de ello es que lo hacen en mayor medida que sus colegas europeos, con tasas que
solo comparten países con escasa reputación como Chipre o Grecia. En 2018, el
37,6% de los egresados desempeñaban cometidos con exigencias de cualificación
menores de las que acreditaban, colocando a nuestro país a la cabeza de
la Unión Europea en este ranking,
donde la media se sitúa en el 23,4%. Otro problema no menos importante para la
materia que nos ocupa es la inflación de graduados en Educación. El penúltimo
informe de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE)
alertó de que las universidades públicas y privadas ofrecen anualmente un 50%
más de plazas que puestos de trabajo se crean en el sistema educativo, lo que
conlleva un excedente continuo que alcanza en este momento a más de 50.000
titulados. A ello debe añadirse que la mayoría de los estudiantes de Educación
son mujeres, de las que casi el 75% proceden de familias con bajos ingresos,
que aprueban cada curso casi todas las asignaturas (90% de los créditos que
cursan, frente al 75% de media en el resto de los Grados). Además priman las
vocaciones, porque solo el 10% de los alumnos abandona la carrera, la mitad que
el promedio en los demás estudios. En cierto modo, ello explica que el 70% se
gradúen en el año que les corresponde, mientras que la media de las demás
titulaciones se sitúa en el 50%.
Otro
asunto que se suscita con relación a la recluta del profesorado es la necesidad
de seleccionar a los aspirantes. Se trataría de instaurar una especie de
segunda selectividad, que Cataluña ya viene aplicando desde 2017, basándola en
pruebas específicas de competencia matemática y comprensión lectora. Alrededor
de un 35% de los que aspiran a ser maestros y profesores suspenden cada año
este examen complementario, pese a que el 96% de los bachilleres aprueba la
Selectividad.
Por
otra parte, en la mencionada comparecencia, la Ministra Celaá planteó, así
mismo, una revisión del proceso de acceso la función pública docente, que se
traduciría en modificaciones del procedimiento selectivo. La propuesta no es
ajena a algunas constataciones que ofrecen los resultados de las últimas
pruebas, en las que se evidenciaron errores ortográficos y gramaticales por
parte de los opositores que, sin ser asuntos generalizados, lastraron las
calificaciones de un número no despreciable de candidatos y ensombrecieron la
imagen de formadores y titulados.
Lamento
decir que cuanto antecede solo me suscita una pregunta tras otra. Lo que oigo y
leo me lleva a concluir que, por el momento, el discurso ministerial alude a que
la formación inicial de los profesores es deficitaria e insuficiente,
proponiéndose para mejorarla que los futuros maestros y profesores realicen
prácticas con profesores que opten por compartir sus culturas y sus prácticas
docentes. Escucho que se aboga por la necesidad de exigir, además, más
conocimientos matemáticos y lingüísticos a los futuros docentes. Y me pregunto:
¿por qué no se dedica una sola línea a la acreditación previa de las
habilidades y aptitudes imprescindibles para el ejercicio de la función docente,
como la empatía, la polivalencia, la versatilidad, la apertura de miras, la
competencia socioemocional, la salud mental, etc. por parte de quienes aspiran
a ser maestros y profesores? Por otro lado, si tan relevante parece la
inducción a la profesión mediante las prácticas tuteladas, ¿qué sentido tiene
que profesores que la desconocen, más allá de sus referencias personales o de las
construcciones teóricas que han gestado a lo largo de su carrera, “entretengan”
tres cuartas partes del proceso formativo de maestros y profesores? ¿Por qué no
se coge el toro por los cuernos y se afronta el problema desde su origen, abordando
el diseño global de los planes de estudios, la idoneidad acreditada por los
profesionales que forman a los futuros maestros en las Facultades para asegurar
que adquieran efectivamente las competencias que les demandará el ejercicio
profesional? ¿Por qué se permite que se matriculen año tras año millares de nuevos
aspirantes, en lugar de urdir un plan eficiente para seleccionar a lo más
granado de los 50.000 graduados en Educación existentes e incorporarlos
progresivamente al sistema educativo, en lugar de seguir engrosando el estocaje
de maestros y profesores en paro? ¿Por qué no se aborda una estrategia rigurosa
para prestigiar de una vez y en todos los sentidos la profesión docente, haciéndola
atractiva y respetable, como sucede en otros contextos educativamente exitosos,
como Finlandia o Cuba, por mencionar dos países tan sociopolíticamente asimétricos?
¿Por qué nos empecinamos en seguir mareando la perdiz?
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