miércoles, 26 de febrero de 2020

Maestros, ¿qué maestros?

La semana pasada se anunciaron en el Congreso de los Diputados algunas intenciones para mejorar la formación del profesorado, materia puesta en entredicho por tirios y troyanos, tanto ayer como hoy, en España y en el conjunto de la Unión Europea. La Ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, explicó que quienes aspiren a dar clase en Educación Infantil, Educación Primaria y Educación Secundaria, además de poseer el correspondiente título universitario, deberán realizar un año de prácticas tuteladas en un aula, antes de ejercer como maestros o profesores. Hasta aquí, nada nuevo. Ni las propuestas de la Ministra, ni sus intenciones para mejorar la formación de unos y otros que, dicho sea de paso, han sido aspiraciones tan comunes como vacuas a lo largo de la historia de la educación. Nadie pone ni ha puesto en duda, al menos en el último medio siglo, la necesidad de que la formación de los profesores mejore continuamente. Sin embargo, casi ninguno ha contribuido significativamente a que ello haya sido o sea una realidad tangible. Tal vez porque son y han sido muchas, y discrepantes, las maneras que se han ideado para conseguirlo o, tal vez porque, simplemente, estamos frente a actitudes impostadas o, lo que es peor, porque quizá las palabras grandilocuentes han ocultado a menudo intenciones inconfesables.

En su comparecencia ante la Comisión de Educación del Congreso, la Ministra vino a decir que la mejora de la formación de los futuros enseñantes se materializará próximamente incorporando a su currículum formativo un año de práctica tutelada, que permitirá a los nuevos docentes incorporarse a la tarea profesional con la garantía que supone una adecuada pragmática. Lo que propone, expresado de otro modo, es un programa de inducción a la profesión, un enfoque que tiene poco que ver con la formación actual de los docentes y que expresa una cultura pedagógica que queda lejos de la que prima en la mayoría de las Facultades de Educación.

Uno de los múltiples problemas que tenemos en España es la ‘sobrecualificación’ de los graduados universitarios que se incorporan al mundo laboral. Son demasiados los que desempeñan trabajos que están muy por debajo de su capacitación, y la prueba de ello es que lo hacen en mayor medida que sus colegas europeos, con tasas que solo comparten países con escasa reputación como Chipre o Grecia. En 2018, el 37,6% de los egresados desempeñaban cometidos con exigencias de cualificación menores de las que acreditaban, colocando a nuestro país a la cabeza de la Unión Europea en este ranking, donde la media se sitúa en el 23,4%. Otro problema no menos importante para la materia que nos ocupa es la inflación de graduados en Educación. El penúltimo informe de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) alertó de que las universidades públicas y privadas ofrecen anualmente un 50% más de plazas que puestos de trabajo se crean en el sistema educativo, lo que conlleva un excedente continuo que alcanza en este momento a más de 50.000 titulados. A ello debe añadirse que la mayoría de los estudiantes de Educación son mujeres, de las que casi el 75% proceden de familias con bajos ingresos, que aprueban cada curso casi todas las asignaturas (90% de los créditos que cursan, frente al 75% de media en el resto de los Grados). Además priman las vocaciones, porque solo el 10% de los alumnos abandona la carrera, la mitad que el promedio en los demás estudios. En cierto modo, ello explica que el 70% se gradúen en el año que les corresponde, mientras que la media de las demás titulaciones se sitúa en el 50%.

Otro asunto que se suscita con relación a la recluta del profesorado es la necesidad de seleccionar a los aspirantes. Se trataría de instaurar una especie de segunda selectividad, que Cataluña ya viene aplicando desde 2017, basándola en pruebas específicas de competencia matemática y comprensión lectora. Alrededor de un 35% de los que aspiran a ser maestros y profesores suspenden cada año este examen complementario, pese a que el 96% de los bachilleres aprueba la Selectividad.

Por otra parte, en la mencionada comparecencia, la Ministra Celaá planteó, así mismo, una revisión del proceso de acceso la función pública docente, que se traduciría en modificaciones del procedimiento selectivo. La propuesta no es ajena a algunas constataciones que ofrecen los resultados de las últimas pruebas, en las que se evidenciaron errores ortográficos y gramaticales por parte de los opositores que, sin ser asuntos generalizados, lastraron las calificaciones de un número no despreciable de candidatos y ensombrecieron la imagen de formadores y titulados.

Lamento decir que cuanto antecede solo me suscita una pregunta tras otra. Lo que oigo y leo me lleva a concluir que, por el momento, el discurso ministerial alude a que la formación inicial de los profesores es deficitaria e insuficiente, proponiéndose para mejorarla que los futuros maestros y profesores realicen prácticas con profesores que opten por compartir sus culturas y sus prácticas docentes. Escucho que se aboga por la necesidad de exigir, además, más conocimientos matemáticos y lingüísticos a los futuros docentes. Y me pregunto: ¿por qué no se dedica una sola línea a la acreditación previa de las habilidades y aptitudes imprescindibles para el ejercicio de la función docente, como la empatía, la polivalencia, la versatilidad, la apertura de miras, la competencia socioemocional, la salud mental, etc. por parte de quienes aspiran a ser maestros y profesores? Por otro lado, si tan relevante parece la inducción a la profesión mediante las prácticas tuteladas, ¿qué sentido tiene que profesores que la desconocen, más allá de sus referencias personales o de las construcciones teóricas que han gestado a lo largo de su carrera, “entretengan” tres cuartas partes del proceso formativo de maestros y profesores? ¿Por qué no se coge el toro por los cuernos y se afronta el problema desde su origen, abordando el diseño global de los planes de estudios, la idoneidad acreditada por los profesionales que forman a los futuros maestros en las Facultades para asegurar que adquieran efectivamente las competencias que les demandará el ejercicio profesional? ¿Por qué se permite que se matriculen año tras año millares de nuevos aspirantes, en lugar de urdir un plan eficiente para seleccionar a lo más granado de los 50.000 graduados en Educación existentes e incorporarlos progresivamente al sistema educativo, en lugar de seguir engrosando el estocaje de maestros y profesores en paro? ¿Por qué no se aborda una estrategia rigurosa para prestigiar de una vez y en todos los sentidos la profesión docente, haciéndola atractiva y respetable, como sucede en otros contextos educativamente exitosos, como Finlandia o Cuba, por mencionar dos países tan sociopolíticamente asimétricos? ¿Por qué nos empecinamos en seguir mareando la perdiz?

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