sábado, 15 de febrero de 2020

Soberbia

“Lo único cierto es que nada hay cierto, y que no hay cosa
ni más miserable ni más soberbia que el hombre”
[Plinio el Viejo, s. I dC.]


La soberbia es un rasgo que caracteriza a los humanos y del que carecen los animales. Es una conducta constante, un componente de la personalidad que se prolonga en el tiempo y que engloba multitud de actitudes. La cultura occidental, muy especialmente la tradición cristiana, la identifica como uno de los siete pecados capitales que, como argumentó Santo Tomás de Aquino, no son tales por su magnitud sino porque dan origen a otros muchos. Somos soberbios cuando consideramos que cuanto hacemos o decimos es superior a lo que dicen o hacen los demás; y también cuando, cautivos de la vanidad, nos conducimos preferentemente por motivaciones banales. Históricamente los seres humanos nos hemos caracterizado por cierto grado de soberbia, pero tengo la impresión de que nunca tan acusadamente como en estos tiempos.

Es incontrovertible que la autoestima, mientras se mantiene en límites razonables, es elemento indispensable para la supervivencia, de la misma manera que cuando se aleja de la humildad se transforma en egoísmo y soberbia, actitudes con un enorme potencial destructivo. La soberbia humana ha ido in crescendo a lo largo de la historia, hasta el punto de que muchas personas, cuyos nombres es ocioso recordar, han creído que eran poco menos que seres sobrenaturales. Tanto que hasta han aspirado a ser dioses, atribuyéndose sin más el derecho y la potestad de gobernar el mundo. Otros han hecho ostentación de una sabiduría que no poseían, defendiendo certezas inconsistentes y exhibiendo como principios incontrovertibles conocimientos que no eran tales. Unas y otras actitudes son ejercicios de pedantería, cuando no paradojas y disparates propios de quienes calibran erróneamente sus derechos y capacidades, especialmente cuando los contrastan con los que reconocen a los demás. La historia está repleta de talantes soberbios que están en la base de comportamientos que han empujado a los pueblos a protagonizar tragedias monstruosas. Pese a ello, creo que hemos aprendido muy poco de tan nefasto y vasto muestrario.

Hago esta reflexión al hilo de la epidemia de coronavirus que sacude China y amenaza con extenderse al resto del Planeta. Cuando escribo estas líneas, el COVID-19, como se ha dado en llamar a la enfermedad causada por el coronavirus de Wuhan, ha causado ya 1.380 muertos y más de 63.500 casos confirmados en aquel inmenso país. Como casi todos sabemos, los coronavirus son una familia de virus presente en humanos y animales, que se descubrió en la década de los 60 pero cuyo origen todavía se desconoce. Sus diferentes tipos provocan distintas enfermedades, desde un resfriado común hasta un síndrome respiratorio grave.  Gran parte de ellos no son peligrosos y se pueden tratar de forma eficaz. En los últimos años se han descrito tres brotes epidémicos importantes: el síndrome respiratorio agudo y grave (SRAG) que se inició también en China, en 2002; el MERS o síndrome respiratorio de Oriente Medio, detectado en 2012 en Arabia Saudita, más letal que el anterior; y, finalmente, el COVID-19, que se conoció a finales de noviembre pasado en Wuhan, con la incidencia ya mencionada que, por el momento, se corresponde con tasas de mortalidad más bajas que los anteriores.

Además de las cautelas con que hay que tomar las informaciones procedentes de un país donde el hermetismo informativo es inversamente proporcional a su calidad democrática; pese a que la Organización Mundial de la Salud (OMS) se ha puesto las pilas convocando en Ginebra a expertos de todo el mundo para compartir conocimientos sobre el COVID-19, detectar las lagunas existentes y colaborar para acelerar y financiar investigaciones para detener el brote y prepararnos para otros futuros; y aún considerando las medidas que los países del primer mundo han adoptado para prevenir y evitar los contagios, lo cierto es que un fenómeno que hoy por hoy afecta a dos personas en España ha generado la suspensión del Mobile Worl Congress Barcelona 2020, con pérdidas económicas que ascienden a varios centenares de millones de euros. Por otro lado, empiezan a menguar los suministros que proporciona China a nuestras industrias, siendo muy relevantes las incidencias previstas a corto plazo en el área de los textiles, la tecnología, o de algunos principios básicos para elaborar medicamentos. También se están viendo afectadas las exportaciones como consecuencia del cordón sanitario que han impuesto las autoridades chinas. Naturalmente, esta realidad no solo inquieta a España. Son ya 27 los países en los que está presente el virus, que suman casi 70.000 afectados, mayoritariamente ciudadanos asiáticos pero también naturales de los demás continentes. No cabe duda de que la ‘pandemia’ de la globalización también ha alcanzado a las enfermedades contagiosas, que gracias a ella pueden alcanzar unas dimensiones desconocidas.

Por otro lado, más allá de que tenga algún sentido el neologismo “infodemia” (epidemia de información falsa), recientemente acuñado por representantes de la OMS y utilizado por el President Torra para argumentar la que en su opinión ha sido la auténtica motivación de la cancelación del Mobile, y por otros para identificar lo que consideran obstáculos importantes para la efectividad de las medidas adoptadas contra el COVID-19, lo cierto es que el fenómeno ha adquirido una magnitud extraordinaria, que incluso desde las posiciones más optimistas da que pensar porque desnuda y muestra la fragilidad de los ecosistemas planetarios y de la vida de sus habitantes.

De la consideración de cuanto antecede, que tiene su correlato en otras pandemias pasadas y actuales que asolaron y asolan otros continentes y territorios (peste, viruela, sarampión, gripe aviaria, Ébola, VIH…), se deduce la evidencia de que nuestras vidas penden de un hilo que cualquier pequeño incidente puede quebrar en el momento más imprevisible. No como consecuencia de la instantánea grandiosidad de uno o varios estallidos nucleares ordenados por cualquier megalómano, al contrario, me parece mucho más plausible que la catástrofe llegue taimadamente, protagonizada por “megaejércitos” microscópicos armados con mutaciones desconocidas tan letales como las bombas nucleares. ¿En qué parte de este escenario hay espacio para la soberbia? Sin caer en el catastrofismo, ¿no sería mucho más provechoso recuperar la practica de las virtudes genuinamente humanas, poniendo a la cabeza de todas ellas la humildad, bien escoltada por la empatía, la filantropía y la solidaridad, entre otras? Por cierto, atributos que, mira por donde, compartimos con algunos animales, y en cuya práctica debíamos descollar si realmente fuéramos, como se dice, la más empática de las especies.

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