“Lo único cierto es que nada hay cierto, y que no hay
cosa
ni más miserable ni más soberbia que el hombre”
[Plinio el Viejo, s. I dC.]
La
soberbia es un rasgo que caracteriza a los humanos y del que carecen los
animales. Es una conducta constante, un componente de la personalidad que se prolonga
en el tiempo y que engloba multitud de actitudes. La cultura occidental, muy especialmente
la tradición cristiana, la identifica como uno de los siete pecados capitales
que, como argumentó Santo Tomás de Aquino, no son tales por su magnitud sino
porque dan origen a otros muchos. Somos soberbios cuando consideramos que
cuanto hacemos o decimos es superior a lo que dicen o hacen los demás; y también
cuando, cautivos de la vanidad, nos conducimos preferentemente por motivaciones
banales. Históricamente los seres humanos nos hemos caracterizado por cierto
grado de soberbia, pero tengo la impresión de que nunca tan acusadamente como
en estos tiempos.
Es
incontrovertible que la autoestima, mientras se mantiene en límites razonables,
es elemento indispensable para la supervivencia, de la misma manera que cuando se
aleja de la humildad se transforma en egoísmo y soberbia, actitudes con un
enorme potencial destructivo. La soberbia humana ha ido in crescendo a lo largo de la historia, hasta el punto de que muchas
personas, cuyos nombres es ocioso recordar, han creído que eran poco menos que
seres sobrenaturales. Tanto que hasta han aspirado a ser dioses, atribuyéndose
sin más el derecho y la potestad de gobernar el mundo. Otros han hecho ostentación
de una sabiduría que no poseían, defendiendo certezas inconsistentes y exhibiendo
como principios incontrovertibles conocimientos que no eran tales. Unas y otras
actitudes son ejercicios de pedantería, cuando no paradojas y disparates
propios de quienes calibran erróneamente sus derechos y capacidades, especialmente
cuando los contrastan con los que reconocen a los demás. La historia está
repleta de talantes soberbios que están en la base de comportamientos que han empujado
a los pueblos a protagonizar tragedias monstruosas. Pese a ello, creo que hemos
aprendido muy poco de tan nefasto y vasto muestrario.
Hago esta reflexión al hilo de la epidemia de coronavirus que sacude China y
amenaza con extenderse al resto del Planeta. Cuando escribo estas líneas, el
COVID-19, como se ha dado en llamar a la enfermedad causada por el coronavirus
de Wuhan, ha causado ya 1.380 muertos y más de 63.500 casos confirmados en
aquel inmenso país. Como casi todos sabemos, los coronavirus son una familia de virus presente en humanos y
animales, que se descubrió en la década de los 60 pero cuyo origen
todavía se desconoce. Sus diferentes tipos provocan distintas enfermedades,
desde un resfriado común hasta un síndrome respiratorio grave. Gran parte
de ellos no son peligrosos y se pueden tratar de forma
eficaz. En los últimos años se han descrito tres brotes epidémicos
importantes: el síndrome respiratorio agudo y grave (SRAG) que se inició
también en China, en 2002; el MERS o síndrome respiratorio de Oriente Medio,
detectado en 2012 en Arabia Saudita, más letal que el anterior; y, finalmente, el
COVID-19, que se conoció a finales de noviembre pasado en Wuhan, con la
incidencia ya mencionada que, por el momento, se corresponde con tasas de mortalidad
más bajas que los anteriores.
Además
de las cautelas con que hay que tomar las informaciones procedentes de un país
donde el hermetismo informativo es inversamente proporcional a su calidad
democrática; pese a que la Organización Mundial de la Salud (OMS) se ha puesto
las pilas convocando en Ginebra a expertos de todo el mundo para compartir
conocimientos sobre el COVID-19, detectar las lagunas existentes y colaborar
para acelerar y financiar investigaciones para detener el brote y prepararnos
para otros futuros; y aún considerando las medidas que los países del primer
mundo han adoptado para prevenir y evitar los contagios, lo cierto es que un
fenómeno que hoy por hoy afecta a dos personas en España ha generado la
suspensión del Mobile Worl Congress
Barcelona 2020, con pérdidas económicas que ascienden a varios centenares
de millones de euros. Por otro lado, empiezan a menguar los suministros que
proporciona China a nuestras industrias, siendo muy relevantes las incidencias previstas
a corto plazo en el área de los textiles, la tecnología, o de algunos principios
básicos para elaborar medicamentos. También se están viendo afectadas las
exportaciones como consecuencia del cordón sanitario que han impuesto las
autoridades chinas. Naturalmente, esta realidad no solo inquieta a España. Son
ya 27 los países en los que está presente el virus, que suman casi 70.000
afectados, mayoritariamente ciudadanos asiáticos pero también naturales de los
demás continentes. No cabe duda de que la ‘pandemia’ de la globalización
también ha alcanzado a las enfermedades contagiosas, que gracias a ella pueden alcanzar
unas dimensiones desconocidas.
Por
otro lado, más allá de que tenga algún sentido el neologismo “infodemia” (epidemia
de información falsa), recientemente acuñado por representantes de la OMS y utilizado
por el President Torra para argumentar la que en su opinión ha sido la auténtica
motivación de la cancelación del Mobile,
y por otros para identificar lo que consideran obstáculos importantes para la
efectividad de las medidas adoptadas contra el COVID-19, lo cierto es que el
fenómeno ha adquirido una magnitud extraordinaria, que incluso desde las posiciones
más optimistas da que pensar porque desnuda y muestra la fragilidad de los ecosistemas
planetarios y de la vida de sus habitantes.
De
la consideración de cuanto antecede, que tiene su correlato en otras pandemias
pasadas y actuales que asolaron y asolan otros continentes y territorios
(peste, viruela, sarampión, gripe aviaria, Ébola, VIH…), se deduce la evidencia
de que nuestras vidas penden de un hilo que cualquier pequeño incidente puede
quebrar en el momento más imprevisible. No como consecuencia de la instantánea grandiosidad
de uno o varios estallidos nucleares ordenados por cualquier megalómano, al
contrario, me parece mucho más plausible que la catástrofe llegue taimadamente,
protagonizada por “megaejércitos” microscópicos armados con mutaciones
desconocidas tan letales como las bombas nucleares. ¿En qué parte de este
escenario hay espacio para la soberbia? Sin caer en el catastrofismo, ¿no sería
mucho más provechoso recuperar la practica de las virtudes genuinamente humanas,
poniendo a la cabeza de todas ellas la humildad, bien escoltada por la empatía,
la filantropía y la solidaridad, entre otras? Por cierto, atributos que, mira
por donde, compartimos con algunos animales, y en cuya práctica debíamos descollar
si realmente fuéramos, como se dice, la más empática de las especies.
No hay comentarios:
Publicar un comentario