En
casa abundan los lápices porque no en vano son los utensilios de escritura que
más me agradan. Hoy no sabía qué escribir y determiné afilarlos, cosa que hago
cada cierto tiempo tras utilizarlos a discreción, aunque en esta ocasión tal
vez tentaba inconscientemente que me inspirasen. Con la parsimonia que suelo desplegar
para este cometido, los dispuse sobre la mesa y fui embocando ordenada y
pausadamente sus cabezas en el sacapuntas para asegurarme de que el afilado
fuese perfecto. Siempre lo hago así. Mientras la diminuta cuchilla las aguza,
cada uno de ellos me vuelve a ofrecer su peculiar morfología, recordándome
algunas de las historias a las que los tengo asociados. Porque cada lápiz tiene
su quimera y tal vez otro día cuente algunas de ellas.
Entre
la variada tipología de lapiceros existentes, me cautivan especialmente los blandos. Su trazo desigual, nunca tan limpio
como el de los duros, ofrece como contrapartida una tonalidad oscura e intensa que
asegura la fluidez y la sedosidad de su trazo. Pero no solo tengo
lápices blandos. En mis botes pueden encontrarse piezas que representan a casi
todos los segmentos de la escala que
gradúa la dureza de sus minas, con sus múltiples formatos y coloraciones. Tengo
lapiceros cortos y largos, cilíndricos y prismáticos, grandes, medianos y
pequeños; azules, rojos, negros, amarillos y verdes, listados, entreverados,
anodinos… Hasta puede descubrirse, perdida en el fondo de cualquier recipiente,
alguna diminuta lapicera, como denominaba mi padre a los reducidos y
despuntados ejemplares que se utilizaban entonces para hacer cuentas y
apostillas, curiosamente parecidos a los que obsequia Ikea a la entrada de sus
tiendas, para que anotemos los artículos que nos interesan mientras recorremos sus
laberínticas dependencias, guiados por un ineludible y ladino itinerario ideado
para estimular las compras.
A
veces imagino los lápices como criaturas animadas, ansiosamente instaladas entre
los dedos de las mentes pensantes, reclamándoles que les dicten historias para garabatearlas
y contarlas. Los imagino pidiéndoles con carantoñas y sutilezas que les
inspiren narraciones que remeden la realidad cotidiana, o los enigmas que conjeturan
ciencias y conciencias. Los percibo anhelantes, ansiosos por modelar frases y
párrafos que distraigan, que emocionen, o que simplemente ayuden a la gente a
entender lo que pasa a su alrededor.
Sin
embargo, hoy, mi mente traicionó a mis lapiceros: nada les sugirió de cuanto
ansiaban. Hoy, el recién estrenado marzo, el fausto mes en que nací, se muestra
especialmente empecinado en hacer honor a las vetustas e infaustas tradiciones:
“año bisiesto, año funesto”, “¡cuídate de los idus de marzo!" Hoy
solo es noticia que España registra alrededor de 115 casos de coronavirus,
según ha señalado el director del Centro de Coordinación de Alertas y
Emergencias Sanitarias. Este lunes se han anunciado nuevos contagios en
Cataluña, Castilla-La Mancha y Castilla y León, Madrid y Cantabria. El Centro
Europeo de Control de Enfermedades ha elevado de moderado a alto el nivel de
riesgo por el coronavirus, según dijo Úrsula von der Leyen, presidenta de la
Comisión Europea. Hoy es noticia que la OCDE prevé que la economía mundial
crecerá la mitad si la crisis del coronavirus se alarga y agrava. Y,
también, que se murió Ernesto Cardenal, la voz moral de la revolución sandinista y el crítico más implacable del
repugnante Daniel Ortega. Hoy, pese a todo, 15.000 refugiados que se agolpan a
lo largo de la frontera turco-griega ansiando entrar en la Europa del
coronavirus.
Parece que regresamos a la Edad Media. Se
acumulan los motivos para que impere el miedo, el malestar y la involución. Si
el pasado verano entronizó el apocalipsis climático, el invierno nos abruma con
la lacra del Covid-19. Ni clima ni virus –¿acaso son cosas diferentes o diferenciadas?– respetan las fronteras;
al contrario, campean a sus anchas sobre un mundo globalizado que no hemos
elegido. Una razón más para insistir en aquello de: quo vadis nacionalismos? De nuevo la constatación recurrente: autoridades
estatales, males (delincuencia incluida) planetarios. Sabemos qué grandes problemas nos acechan,
pero no disponemos de instrumentos para afrontarlos.
Se impone nuevamente una de las grandes paradojas de nuestro tiempo: la dificultad de estar informado en la era de la información. La comunicación es tan intensa que esencialmente produce ruido. Se trivializan las noticias, se saturan las redes, se impone la confusión y la parálisis comunicativa. Lo sabemos todo y no sabemos nada. Los expertos en comunicación insisten en que tan solo hay dos maneras de captar la atención mediática: reiterar y vociferar.
Se impone nuevamente una de las grandes paradojas de nuestro tiempo: la dificultad de estar informado en la era de la información. La comunicación es tan intensa que esencialmente produce ruido. Se trivializan las noticias, se saturan las redes, se impone la confusión y la parálisis comunicativa. Lo sabemos todo y no sabemos nada. Los expertos en comunicación insisten en que tan solo hay dos maneras de captar la atención mediática: reiterar y vociferar.
En los últimos años, el éxito de cualquier
noticia, tuit, canción o vídeo tiene un adjetivo: viral. El triunfo
comunicativo se identifica con la propagación masiva y obsesiva de los virus. Tal
vez ese es el secreto del coronavirus, cuyo éxito reiterado no solo sintetiza
su realidad sino que metaforiza la comunicación actual. El Covid-19 asusta y
fascina simultáneamente porque rige imperialmente el planeta. Quizá por ello luce
corona.
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