No
sé si saldré vivo de esta, pero, de hacerlo, intuyo que la catástrofe que tan vertiginosamente
se ha cernido en los últimos meses sobre la salud de la Humanidad me va a hacer
reflexionar bastante –de hecho ya lo está consiguiendo–, pues entreveo que muy
probablemente nos obligará a muchos a cambiar radicalmente de vida en poco
tiempo. Me atrevo a vaticinar que un amplio muestrario de cosas diferirá de lo acostumbrado,
incluso llegará más lejos de lo que algunos pudimos imaginar, esperemos que
para bien. Por otro lado, por encima de las chanzas y ocurrencias que
monopolizan las redes sociales, de las lecturas, los juegos y las
conversaciones con los que intentamos entretenernos y sobrellevar este tiempo
de inaudita clausura, estoy seguro que tales percepciones no son de mi
exclusivo patrimonio. Sé que estos días muchas, muchísimas personas intuimos y
discurrimos sobre las múltiples versiones de lo que sucedió, y también acerca
de lo que está sucediendo o puede suceder, y hasta sobre la realidad de
nuestras vidas, o sobre lo que recordamos de ellas porque, en cierta manera, aunque
resulte paradójico, a todos nos guía la probabilidad y la incertidumbre de las
propias percepciones.
Hoy todas
las incógnitas están sobre la mesa, como hacía décadas que no sucedía en
el primer mundo. Y al frente de todas ellas destacan dos: la angustia general frente
a lo que acontece y el miedo a que la novísima enfermedad se nos lleve por
delante. Inmediatamente detrás aparece la ansiedad que produce conjeturar sobre
el paisaje que pasadas algunas semanas o meses aguarda a los supervivientes, entre
quienes el instinto nos incluye. Escenarios casi olvidados, parientes del territorio
de la perplejidad. Un contexto que ejemplifican los millones de miradas confluyentes
en un estremecedor macrojuego de espejos, que se desarrolla frente a una descomunal
platea y que se rige por dos certezas: la ignorancia y las dudas. Una especie
de quimera que solo alcanza a proponer a la legión de forzosos espectadores las
arenas movedizas que representan la realidad de hoy y los dilemas como contingencia
para mañana. Problematizar la realidad, movilizar la energía dramática, desatar
las emociones. No se puede negar que hay materia más que suficiente para conformar
un buen guión, bien para una película o para una función teatral, e incluso para
enhebrar el argumento de un nuevo relato que ahonde en las distopías, más
verosímiles que nunca. En fin, amanecerá y veremos, dijo el ciego.
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