lunes, 9 de marzo de 2020

¿Tiempo de crisis o de oportunidad?

Mi desconocido, y sin embargo admirado periodista John Carlin, escribía hace un par de días su columna en la Vanguardia, titulándola “Tiempo de oportunidad”. Pese al tono escéptico de sus reflexiones, reivindicaba su optimismo existencial asegurando que veía el coronavirus como una bendición que, si bien ha desencadenado una inmensa crisis, paradójicamente puede inaugurar un espléndido tiempo de oportunidades.

La ciencia médica tiene pocas cosas claras acerca de la epidemia y, por lo que parece, pasará bastante tiempo hasta que sepamos con certeza su alcance y  dimensiones. De momento, se impone el miedo a lo desconocido y se suceden las inevitables consecuencias personales, sociales, económicas, políticas, etc. Nada que me parezca injustificado, añado, porque, como argumenta Carlin, no es demasiado aventurado suponer que acabaremos enfermando casi todos, como viene sucediendo con los virus de la gripe y otros. La mayoría de los científicos calculan que moriremos del uno al dos por ciento de la población y, aunque la mayoría seamos la gente de setenta años o más, estamos hablando de entre 77 y 154 millones de fallecidos. Por entendernos, el doble de los que produjo la II Guerra Mundial.

Justo en este punto de su reflexión, el periodista se inclina por la deriva optimista y aventura que la nueva enfermedad ofrece un antídoto a otro terrible virus que recorre el mundo, la polarización (buenos, malos, unionistas, independentistas, brexistas, europeístas, trumpianos, bolivarianos…).  Por otro lado, alude a que los aviones están dejando de volar, a que China se paraliza y a que las emisiones de carbono se reducen radicalmente. Llega a decir, ocurrentemente, que tal vez, sin haberlo planeado, estamos dando un paso importante en la evolución natural de la especie. Y especula acerca de que quizá el coronavirus haya llegado como un fenómeno redentor para salvarnos de nosotros mismos, para evitar que nos matemos unos a otros, que el planeta nos queme vivos, o para que respiremos oxígeno limpio y vivamos mejor. Apostilla finalmente que, si en el peor de los casos los adultos nos morimos todos, la juventud tendrá la oportunidad de empezar de nuevo e intentar hacerlo mejor.

Me parece que la reflexión de Carlin debe interpretarse desde el registro un tanto impostado que fluye en ocasiones del discurso periodístico. Con todo respeto a sus opiniones, y más allá de la irónica, estudiada o displicente retórica con la que tras la descripción de los hechos aborda la apreciación de sus consecuencias, no me parece que la pandemia que se cierne sobre la Humanidad sea precisamente motivo para el anuncio de un tiempo de prosperidad. Con lo que leo, veo e intuyo no veo otra cosa que las alarmantes consecuencias del funcionamiento de un sistema económico y social desbocado e insostenible que, en los albores del siglo XXI, se revela incapaz de afrontar contingencias y escenarios pretéritos, que con infinitos menores recursos encontraron las mismas insolventes respuestas que parecen existir ahora para combatir algunas de las plagas que debían haberse erradicado hace décadas.

Hemos logrado llegar a la Luna y alcanzaremos Marte e incluso planetas más lejanos. Somos capaces de prever el comportamiento electoral de un país con cien millones de habitantes o de regular los suministros que necesita una macrourbe con treinta o cuarenta millones de ciudadanos. Y sin embargo,  de manera incomprensible, hemos permanecido ciegos e inanes frente a epidemias y plagas que sabíamos que nos amenazarían desde hace cientos de años. Parece que no hemos aprendido casi nada de las viejas catástrofes. Cuesta creer, si no lo viésemos diariamente, que en los albores del siglo XXI tenemos casi la misma capacidad de defensa que tenían las gentes de la Edad Media frente a un ínfimo y desconocido microbio

Contrasto lo que está sucediendo en China, lo que acaece ahora mismo en el norte de Italia y lo que está empezando a producirse en España y en otros muchos países occidentales. Imagino lo que previsiblemente sucederá durante el invierno que llega a los países del hemisferio sur. Y no entiendo cómo hemos sido tan irresponsablemente imprevisores, cómo hemos obviado simular o replicar escenarios catastróficos que ni siquiera había que imaginar o rastrear en la literatura. Lo que nos acontece, con sus peculiaridades, es una reproducción fidedigna de otras calamidades históricas, que han causado enormes tragedias y de las que parece que nos hemos olvidado.

Me deja atónito que nos sorprenda una nueva pandemia, que vuelve a ponernos  en cueros y a la intemperie, como si estuviésemos en los albores de la historia de la Humanidad, absolutamente indefensos ante un microorganismo imperceptible, que se propaga no como la peste sino mucho más rápidamente y que, a poco que nos descuidemos, desbordará todos los sistemas sanitarios del Planeta. No puedo evitar preguntarme cómo somos capaces de movilizar ejércitos integrados por millones de personas de un extremo a otro de la Tierra, cómo hemos logrado cambiar la faz de muchos de sus amplísimos territorios, cómo hemos llegado a modificar el clima o la genética de animales y plantas, y no nos hemos aplicado a resolver algunos de los problemas más elementales de la existencia. De nuevo se toca a rebato, se cuestiona lo que parecía incuestionable, se pone todo en cuarentena, cunde la desazón y la intranquilidad porque se constata, por enésima vez, que no es que seamos muy vulnerables, sino que simplemente representamos una insignificancia.

Y quizá es justamente aquí donde radica el auténtico problema. Seguramente nos hemos  entretenido con las bagatelas  y las frivolidades y hemos descuidado lo esencial: hacer posible la buena vida, que es lo mismo que la existencia saludable, sostenible, pacífica y solidaria, articulada sobre la buena alimentación y la salud de todos. Y ese es el problema que estamos sufriendo. ¿A quiénes interesa que eso sea así? ¿Quiénes son los beneficiarios de una situación como la que vivimos? La respuesta es incontrovertible: la inmensa mayoría de los ciudadanos, no.

Amigo Carlin, ni sabes de mi existencia ni me leerás. Si lo hicieras comprobarías que soy bastante más pesimista que tú. De cuanto nos sucede no extraigo más que consecuencias negativas. No me parece que será el coronavirus el redentor que evitará que nos matemos unos a otros o que el planeta nos socarre vivos, tampoco el que propiciará que respiremos oxígeno limpio o que vivamos mejor. Aunque los adultos nos muramos, la juventud tendrá complicado lograrlo. Pese a todo, ojalá tu aciertes y yo me equivoque porque quiero seguir soñando con un planeta azul en el que mis nietos, y los millones de nietos del mundo, puedan vivir más tranquilos que estamos nosotros y al menos tan felices como lo hemos sido muchos. Deseo que la historia de la Humanidad no tenga límites y que se avance radicalmente en el titánico combate contra el egoísmo y la insolidaridad de las personas. Ansío que los jóvenes aprendan por fin a vivir decentemente, sin estridencias, sin que otros les inventen infinitas y falaces necesidades, y les confundan sus mentes. Y me temo que ello no será cosa del coronavirus, sino de lo que ellos mismos resuelvan, o puedan, hacer.

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