Mi
desconocido, y sin embargo admirado periodista John Carlin, escribía hace un
par de días su columna en la Vanguardia, titulándola “Tiempo de oportunidad”.
Pese al tono escéptico de sus reflexiones, reivindicaba su optimismo
existencial asegurando que veía el coronavirus como una bendición que, si bien ha
desencadenado una inmensa crisis, paradójicamente puede inaugurar un espléndido
tiempo de oportunidades.
La
ciencia médica tiene pocas cosas claras acerca de la epidemia y, por lo que
parece, pasará bastante tiempo hasta que sepamos con certeza su alcance y dimensiones. De momento, se impone el miedo a
lo desconocido y se suceden las inevitables consecuencias personales, sociales,
económicas, políticas, etc. Nada que me parezca injustificado, añado, porque,
como argumenta Carlin, no es demasiado aventurado suponer que acabaremos
enfermando casi todos, como viene sucediendo con los virus de la gripe y otros.
La mayoría de los científicos calculan que moriremos del uno al dos por ciento
de la población y, aunque la mayoría seamos la gente de setenta años o más, estamos
hablando de entre 77 y 154 millones de fallecidos. Por entendernos, el doble de
los que produjo la II Guerra Mundial.
Justo
en este punto de su reflexión, el periodista se inclina por la deriva optimista
y aventura que la nueva enfermedad ofrece un antídoto a otro terrible virus que
recorre el mundo, la polarización (buenos, malos, unionistas, independentistas,
brexistas, europeístas, trumpianos, bolivarianos…). Por otro lado, alude a que los aviones están
dejando de volar, a que China se paraliza y a que las emisiones de carbono se
reducen radicalmente. Llega a decir, ocurrentemente, que tal vez, sin haberlo
planeado, estamos dando un paso importante en la evolución natural de la
especie. Y especula acerca de que quizá el coronavirus haya llegado como un
fenómeno redentor para salvarnos de nosotros mismos, para evitar que nos
matemos unos a otros, que el planeta nos queme vivos, o para que respiremos
oxígeno limpio y vivamos mejor. Apostilla finalmente que, si en el peor de los
casos los adultos nos morimos todos, la juventud tendrá la oportunidad de
empezar de nuevo e intentar hacerlo mejor.
Me
parece que la reflexión de Carlin debe interpretarse desde el registro un tanto
impostado que fluye en ocasiones del discurso periodístico. Con todo respeto a
sus opiniones, y más allá de la irónica, estudiada o displicente retórica con la
que tras la descripción de los hechos aborda la apreciación de sus
consecuencias, no me parece que la pandemia que se cierne sobre la Humanidad sea
precisamente motivo para el anuncio de un tiempo de prosperidad. Con lo que
leo, veo e intuyo no veo otra cosa que las alarmantes consecuencias del funcionamiento
de un sistema económico y social desbocado e insostenible que, en los albores
del siglo XXI, se revela incapaz de afrontar contingencias y escenarios pretéritos,
que con infinitos menores recursos encontraron las mismas insolventes respuestas
que parecen existir ahora para combatir algunas de las plagas que debían
haberse erradicado hace décadas.
Hemos
logrado llegar a la Luna y alcanzaremos Marte e incluso planetas más lejanos.
Somos capaces de prever el comportamiento electoral de un país con cien
millones de habitantes o de regular los suministros que necesita una macrourbe
con treinta o cuarenta millones de ciudadanos. Y sin embargo, de manera incomprensible, hemos permanecido ciegos
e inanes frente a epidemias y plagas que sabíamos que nos amenazarían desde
hace cientos de años. Parece que no hemos aprendido casi nada de las viejas catástrofes.
Cuesta creer, si no lo viésemos diariamente, que en los albores del siglo XXI tenemos
casi la misma capacidad de defensa que tenían las gentes de la Edad Media frente
a un ínfimo y desconocido microbio
Contrasto lo que está sucediendo en China, lo que acaece ahora mismo en el
norte de Italia y lo que está empezando a producirse en España y en otros
muchos países occidentales. Imagino lo que previsiblemente sucederá durante el invierno
que llega a los países del hemisferio sur. Y no entiendo cómo hemos sido tan irresponsablemente
imprevisores, cómo hemos obviado simular o replicar escenarios catastróficos
que ni siquiera había que imaginar o rastrear en la literatura. Lo que nos acontece,
con sus peculiaridades, es una reproducción fidedigna de otras calamidades históricas,
que han causado enormes tragedias y de las que parece que nos hemos olvidado.
Me
deja atónito que nos sorprenda una nueva pandemia, que vuelve a ponernos en cueros y a la intemperie, como si
estuviésemos en los albores de la historia de la Humanidad, absolutamente
indefensos ante un microorganismo imperceptible, que se propaga no como la
peste sino mucho más rápidamente y que, a poco que nos descuidemos, desbordará
todos los sistemas sanitarios del Planeta. No puedo evitar preguntarme cómo
somos capaces de movilizar ejércitos integrados por millones de personas de un
extremo a otro de la Tierra, cómo hemos logrado cambiar la faz de muchos de sus
amplísimos territorios, cómo hemos llegado a modificar el clima o la genética
de animales y plantas, y no nos hemos aplicado a resolver algunos de los problemas
más elementales de la existencia. De nuevo se toca a rebato, se cuestiona lo
que parecía incuestionable, se pone todo en cuarentena, cunde la desazón y la
intranquilidad porque se constata, por enésima vez, que no es que seamos muy vulnerables, sino que simplemente
representamos una insignificancia.
Y quizá
es justamente aquí donde radica el auténtico problema. Seguramente nos
hemos entretenido con las bagatelas y las frivolidades y hemos descuidado lo
esencial: hacer posible la buena vida, que es lo mismo que la existencia
saludable, sostenible, pacífica y solidaria, articulada sobre la buena
alimentación y la salud de todos. Y ese es el problema que estamos sufriendo. ¿A
quiénes interesa que eso sea así? ¿Quiénes son los beneficiarios de una situación
como la que vivimos? La respuesta es incontrovertible: la inmensa mayoría de los
ciudadanos, no.
Amigo
Carlin, ni sabes de mi existencia ni me leerás. Si lo hicieras comprobarías que
soy bastante más pesimista que tú. De cuanto nos sucede no extraigo más
que consecuencias negativas. No me
parece que será el coronavirus el redentor que evitará que nos matemos unos a
otros o que el planeta nos socarre vivos, tampoco el que propiciará que
respiremos oxígeno limpio o que vivamos mejor. Aunque los adultos nos muramos,
la juventud tendrá complicado lograrlo. Pese a todo, ojalá tu aciertes y yo me
equivoque porque quiero seguir soñando con un planeta azul en el que mis
nietos, y los millones de nietos del mundo, puedan vivir más tranquilos que estamos
nosotros y al menos tan felices como lo hemos sido muchos. Deseo que la historia
de la Humanidad no tenga límites y que se avance radicalmente en el titánico
combate contra el egoísmo y la insolidaridad de las personas. Ansío que los
jóvenes aprendan por fin a vivir decentemente, sin estridencias, sin que otros les
inventen infinitas y falaces necesidades, y les confundan sus mentes. Y me temo
que ello no será cosa del coronavirus, sino de lo que ellos mismos resuelvan, o
puedan, hacer.
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