miércoles, 4 de marzo de 2020

68 tacos

Hoy hace sesenta y ocho años que mi madre me parió sobre la mesa del comedor de su casa, como se acostumbraba entonces, asistida por la tía Rufina, una formidable partera, supervisada por don Ricardo, el médico del pueblo, con fama de rudo y expeditivo. Me contó que no me parió sin dolor, pese a que certifico que era persona sufrida. Aquello no debió ser una cuestión de trámite, especialmente para ella. Y aquí sigo, superviviente del cólera infantil y de las miserias de la posguerra, disfrutando del mejor regalo que me han hecho jamás, y que ella me hizo entender mejor que nadie con un bofetón que no olvidaré.

Voy aproximándome a la frontera psicológica de los setenta, en la que viven buena parte de mis amigos. Por cierto, jóvenes en su mayoría. Y es que me parece que lo de ser viejo, lo de sentirse joven o viejo, es cuestión absolutamente subjetiva. Uno es una u otra cosa según se percibe o se siente. Y no todos nos sentimos y nos percibimos igual. Es más, ello depende mucho de la particular psicología y de la generación a la que se pertenece y, también, del contexto en que se vive o se ha vivido. Además, no todos los días nos sentimos o nos percibimos del mismo modo. Por tanto, propongo que nos acomodemos en el territorio de lo razonable y que establezcamos como punto de partida algo tan igualmente sensato como que ser viejo no deja de ser, en el mejor de los casos, una circunstancia.

Porque, ¿acaso podemos sustraernos a la realidad en la que vivimos? Yo, desde luego, me declaro incapaz. Me percibo como afortunado partícipe de las excelencias de la sociedad occidental, el paradisíaco mundo que nos hemos confeccionado apropiándonos en buena medida del esfuerzo de otras muchas personas, que viven y malviven en territorios menos dichosos, empeñando precozmente sus propias vidas, como no solemos hacer nosotros. Tal vez aquí radica nuestra propensión a recocernos en nuestro propio caldo, alimentando contradicciones de toda naturaleza –políticas, económicas, sociales, personales, etc.– para justificar lo injustificable, buscando también razones para argumentar lo irracional: que unos deben vivir peor para que otros lo podamos hacer mejor. No es este espacio para abordar tal diatriba, aunque me resisto a no dejar algún comentario. Sé de lo que hablo porque, aunque asimétricamente, he sido habitante de ambas orillas.

Nuestra sociedad valora ampliamente la longevidad, una de las mayores conquistas de la Humanidad. Nada más trascendental que la prolongación del tránsito de las personas por este mundo. Sin embargo, es una constatación que para algunos –me atrevería a decir que incluso para buena parte de las nuevas generaciones– los mayores sobramos, o casi. En general, es tan evidente que todo el mundo ansía llegar a viejo, como que los viejos molestamos. Tal paradoja pone ante nuestros ojos un problema existencial: por más que algunos lo deseen, es imposible desvincular las generaciones. Un contexto civilizado no puede eludir las complicidades intergeneracionales porque son imprescindibles para asegurar los puentes que unirán los actuales habitantes del Planeta con quienes les sucederán. Quienes lo vean de otro modo se equivocan o, lo que es peor, atropellan sin miramiento el primordial instinto de supervivencia. Ellos sabrán lo que hacen.

De otra parte, se constata otra incongruencia. Una importante cantidad de personas requiere a sus progenitores para que se ocupen del cuidado de sus nietos. Por simple razón de edad, a algunos les sobreviene a su vez la necesidad de ser cuidados. Llegados a tal punto, surge el problema de quién cuida al cuidador. Y la cruda realidad es que quienes les requirieron para que les echasen una mano carecen ahora de disponibilidad para procurarles los cuidados que precisan que, como parece natural, priorizan ofrecerlos a sus hijos. Otra contradicción que en mi opinión también debería resolverse, por complejo que resulte hacerlo en ocasiones.

En síntesis, creo que una de las virtudes que conviene asociar con la vejez es la calma, porque ni las piernas ni las fuerzas suelen acompañar para andar con prisas. Así pues, a medida que cumplimos años interesa incrementar los niveles de tolerancia con los demás y con nosotros mismos. A tal efecto, no viene mal recordar que MacArthur decía que se es viejo cuando se deja de soñar y que un proverbio hindú nos advierte de que la vejez empieza cuando el recuerdo es más intenso que la esperanza. Por otra parte, estoy de acuerdo con Rojas Marcos, que asegura que la edad no debe verse como una puerta cerrada sino como una ventana abierta a la vida. Y así conviene contemplarla, como una nueva y definitiva oportunidad para encontrarnos o reencontrarnos y aceptar las cosas como son, o lo que viene a ser lo mismo, interiorizar la inexorabilidad de la finitud de la vida.

Haciendo ese camino, que espero sea duradero, hoy quiero felicitar metafóricamente a los 1292 compatriotas que compartimos aniversario. Sí, somos exactamente 1293 las personas que nacimos un día como hoy hace sesenta y ocho años. Me lo asegura la nueva herramienta que facilita el Instituto Nacional de Estadística –INE–(https://public.tableau.com/views/infografia_cumple/Dashboard12?:showVizHome=no&:embed=true), que con un simple clic permite saber cuántas personas hemos nacido en una determinada fecha, el mes en que nacieron más bebés o la evolución de la natalidad a lo largo de los años. Por tanto, conocemos a ciencia cierta que nuestro día de nacimiento ocupa el número 115 en el ranking de cumpleaños de los nacidos en tal año, muy cercano a uno de los líderes absolutos del periodo, que no es otro que el día uno del mismo mes.  Felicidades a todas y a todos y… ¡a por el siguiente!

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