miércoles, 9 de mayo de 2018

Sicilia

Ocho días en Sicilia dan para bastante más que para imaginar un desconcertante “mal encuentro” con Salvatore Giuliano, o para sentarse bajo la pérgola que enmarca la puerta del bar Vitelli, en Savoca, y degustar un granizado de limón con “zucaratti”, imaginando el rodaje de aquella escena de El Padrino en la que Michael Corleone pide al padre de Apollonia, hipotético dueño del establecimiento, la mano de su bellísima hija.

Ocho días en Sicilia dan para mucho más que hacer una visita a Corleone, cuna de jefes legendarios de la Mafia como Michele Navarra, Luciano Leggio, Leoluca Bagarella, Salvatore Riina o Bernardo Provenzano, además de ficticio lugar de nacimiento de Vito Corleone, el personaje que creó Mario Puzo.

Ocho días en Sicilia dan para mucho, para muchísimo más, que para dar un paseo por la Albergheria de Palermo y perderse en el laberíntico trazado de un barrio pobre y abandonado, que conserva las huellas de los bombardeos bélicos y amontona una creciente población inmigrante, además de albergar en su flanco oriental uno de los mercados más bulliciosos y genuinos de la isla, el de Ballarò, casi colindante con la hermosísima Chiesa del Gesù, también conocida como Casa Professa, que levantaron los jesuitas.

En fin, ocho días en Sicilia dan para bastante más que para visitar Scicli y la pequeña escalinata que da acceso al edificio de su ayuntamiento, la comisaria en la que realiza sus pesquisas el comisario Montalbano. Ciudad patrimonio de la UNESCO, cantada por Elio Vittorini como "la más bella del mundo" y convertida en la Vigata cinematográfica del popular comisario, Scicli es una "ciudad al revés", construida no en altura sino sobre tres valles próximos a las aguas del Mediterráneo, con castillo e iglesia desvencijados al unísono.

Sin embargo, ocho días en Sicilia apenas permiten desplegar una mirada superficial al infinito parque arqueológico que aloja la mayor isla del Mare Nostrum, tan inaprensible en su extensión como desmesurada en su valor. Segesta, Selinunte, Agrigento, Taormina… ofrecen las asombrosas ruinas de las viejas civilizaciones en entornos naturales privilegiados, que sólo desnaturalizan a ratos y en temporada alta adocenadas y circunstanciales tropas de turistas.

Ocho días en la isla son una fugaz oportunidad para apreciar un patrimonio urbano inabarcable que aglutina miles y miles de edificaciones vetustas, desvencijadas, ruinosas. Palacios, capillas, mansiones, iglesias, oratorios, cúpulas barrocas, capillas rococó… Un inmenso tesoro que me parece tan irrecuperable como maravillosamente arruinado.

Un patrimonio entretejido con tramas urbanas de ciudades de tamaño medio, tan hospitalarias como imposibles para quienes sufren cualquier discapacidad motriz. Ciudades y pueblos de tonos ocres y desleídos, idénticos a los que proyectan los rayos del sol cuando atraviesan un vaso con malvasía de las Lipari. Ciudades geográficamente colgadas de agrestes montañas y profundos desfiladeros. Continentales, sí, pero lo suficientemente próximas a la mar para evitar que te atrape o acalore la continentalidad que, sin embargo, se siente.

Ciudades que uno imagina que alguna vez fueron el caos arquitectónico del Oriente Medio y púnico y que, inesperadamente, se vieron sacudidas por el devastador terremoto de 1693 que les obligó a adoptar una nueva belleza. Una beldad influida por el patrón estilístico del barroco que arrasaba entonces en Europa. Nuevas calles fueron rediseñadas por encargo del duque de Camastra, Giuseppe Lanza, al que los españoles habían designado virrey, que ordenó alargar las avenidas y reformar las escalinatas. Las nuevas y grandes iglesias se inspiraban ahora en la gracia barroca. Ingenio y orden, espacio y aire. Un estilo espectacular, voluptuoso y sensorial que casaba a la perfección con el carácter siciliano, heterodoxo y exuberante.

La ciudad pensada como obra de arte gracias a la perspectiva monumental, a la línea recta; la ciudad ideológica, escenográfica, convertida en expresión de la realidad política; la ciudad diseñada para la exaltación del príncipe y los gobernantes, plagada de simetrías, en la que se despliegan grandes avenidas ajardinadas con iglesias de cúpulas y retablos prolijamente decorados, plazas con estatuas, fuentes y palacios cubiertos de columnas y frontones, en los que se combinan la dorada piedra del lugar y el potente sol siciliano para intercalar luces y sombras, la quintaesencia del barroco... siciliano: Caltagirone, Catania, Militello in Val di Catania, Modica, Noto, Palazzolo Acreide, Ragusa y Scicli, esencialmente.

Todo ello es Sicilia, pero también lo es el castillo normando de Erice, un nido de águilas codiciado por griegos y fenicios, como lo son las sarde in beccaficco (sardinas empanadas rellenas de piñones y pasas) o los mejores cannoli (cañas de masa frita con vino Marsala, rellenas de crema de queso ricota) del mundo.

Y qué decir de la fascinante mole del Etna, dominando la costa este de la isla desde todos los ángulos. Vigilante perpetuo del horizonte que dibujan los bulevares de Catania, antorcha del escenario del teatro de Taormina, manantial inagotable de ocio al aire libre, volcánico y fértil nutriente de una agricultura milenaria.

Sicilia me ha parecido un espléndido mosaico que, como alguien dijo, hay que mirar desde la relatividad y el escepticismo si atendemos a la fabulosa galería de personajes que han conformado a través de los siglos los rasgos generales de la sicilianidad. Empezando por los ancestros fenicios, griegos, púnicos, normandos, árabes y españoles, y siguiendo por Lampedusa y su Gatopardo, junto a Pirandello y la disolución de los límites entre el teatro y la vida. Les acompañan el príncipe Ferdinando Gravina, artífice de la Villa de los monstruos, y el visionario de la bomba atómica Ettore Majorana; el bandido Giuliano y el implacable juez Falcone; el naturalista Verga y el realismo lúcido de Sciascia; el pérfido cardenal Ruffini y el americanizado Frank Capra, entre otros muchos. Un catálogo de personalidades que nos conducen del espanto a la maravilla, de la náusea al asombro y la devoción, todos hijos de un territorio que ha alumbrado algunos de los mejores y de los peores ejemplares de la raza humana.

En las escasas conversaciones que he mantenido con algunos lugareños (que a veces no eran tales) han emergido los tópicos que han dibujado la imagen exterior de Sicilia, y también la idea que los sicilianos tienen de sí mismos y el modo en que ha condicionado históricamente sus conductas: el vicio de la impostura, el machismo endémico, las tentaciones inquisitoriales, el ensueño, la ambición de poder… Da la impresión de que, al igual que los terremotos, las erupciones volcánicas, las invasiones o las pestes, los mitos han terminado condicionando la vida de los sicilianos hasta casi absorberlos. Tal vez porque los pueblos dan pie a los tópicos, o a lo mejor porque tarde o temprano son éstos los que acaban moldeando a los pueblos. Quizá porque lo que empieza siendo un disfraz termina convirtiéndose en uniforme, o acaso porque el simple matiz deriva en rasgo de identidad.

Como dijo Gaetano Savatteri, “se puede ser siciliano sin haber puesto nunca un pie en Sicilia, pero es difícil no serlo si por casualidad se ha caído por allí”. Viajes como el que concluí el pasado domingo suponen un aterrizaje feliz, suave y acolchado en el corazón de uno de los rincones más fascinantes del Mediterráneo. Por encima, o más bien por debajo, de la uniformización planetaria que hoy confunde casi todo (coches, móviles, turismo, aeropuertos...), creo que debería volver para conocer mejor la autenticidad de la isla. Probablemente no lo haré, pero recomendaré a cualquiera de mis amigos que se pierda cuanto antes por allí.

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