viernes, 27 de abril de 2018

Entre la irrelevancia y la trascendencia

Morirse es irrelevante. Al menos es lo que me decía hace pocos días un buen amigo, supongo que como corolario de un intrínseco proceso reflexivo, muy probablemente motivado por la precariedad actual de su salud. Sin embargo, pese al justificado y accidental sesgo de su sentir, creo que tenía razón. En todo caso, concuerdo con su apreciación de que la muerte es una circunstancia irrelevante, siquiera sea por el hecho irrefutable de que afecta indefectiblemente y sin distingo a dos personas cada segundo. Todos y cada uno de los días, la vida abandona a más de doscientas mil personas en el mundo planetario. ¿Cabe mayor ninguneo que sumar el final de nuestro particular torrente biográfico al de las más de cien existencias que dejan de ser tales por cada minuto que transcurre?

Tal vez por ello, la insignificancia de la muerte refuerza la trascendencia de la vida, que no solo nos impregna a cada uno de los sujetos pasivos en los que encarna su incorporeidad, sino que atañe a cuanto la circunda, sea ancestro o epítome, incidencia o pretexto.

Hoy, ojeando el periódico reparo en una esquela que atrae mi atención y motiva estas reflexiones. La nota necrológica informa de que ayer falleció Francisco Bas, un viejo conocido. Aunque la noticia de la defunción de un hombre al que conocí tangencialmente no me perturba demasiado, sí me conmueve en alguna medida y me hace recordar anécdotas que él ya no podrá refrendar pero que son plenamente ciertas. Refrescaré una de ellas.

Corría el año de 1977 y hacía bien poco que habíamos obtenido nuestra flamante licenciatura en Geografía e Historia los alumnos de las primeras promociones del vetusto Centro de Estudios Universitarios (CEU), que dio origen a la actual Universidad de Alicante. Una institución que en aquellos años de finales de los sesenta y primeros setenta significó la única oportunidad para cursar estudios universitarios que se ofrecía a la población alicantina. Seguramente por motivaciones parecidas, Paco, otros colegas y yo mismo decidimos concurrir a una oposición de acceso al cuerpo de profesores de Educación Secundaria, cuyo tribunal desarrolló sus actuaciones en el Instituto Luis Vives, de Valencia, una referencia educativa imprescindible en aquella la ciudad desde hace más de cuatrocientos años.

Recuerdo con nitidez algunos detalles de aquel proceso. Por ejemplo, la extracción de las bolas con el número de los temas entre los que debíamos elegir los opositores el que abordaríamos por escrito y por espacio de dos horas, como primer ejercicio de la oposición. Evoco el runrún que se produjo en la sala al poco de que la secretaria del tribunal empezase a sacar las bolas, pues no en vano aparecieron consecutivamente las correspondientes a 3 ó 4 de temas de Geografía. Debo aclarar que entonces era común que algunos opositores solo preparasen los temas de esta materia o, alternativamente, los de Historia que, en ambos casos, suponían aproximadamente la mitad del temario. Como digo, cundía la inquietud y aquella buena mujer, solícita, removía el saco con su mejor intención. Finalmente apareció uno de Historia, hecho que acalló y tranquilizó parcialmente a la concurrencia y que, si no recuerdo mal, se refería a los orígenes del cristianismo.

Más allá de los detalles que refiero, Paco Bas cumplimentó uno de los temas en cuestión y debió hacerlo muy bien. Digo esto porque la segunda parte del ejercicio consistía en leer lo escrito en acto público ante el tribunal, que evaluaba de ese modo la prueba. Obviamente, sus integrantes habían ojeado previamente los ejercicios y debían tenían una idea aproximada de su contenido. Cuando llegó el turno de Paco, accedió a la mesa que estaba dispuesta al efecto y la secretaria le proporcionó el suyo. Obviamente, en la sala había espectadores para presenciar la exposición y tratar de sacar provecho de la experiencia ajena. Intentó reiteradamente iniciar la lectura (que de eso se trataba exclusivamente porque no se podía añadir ni una coma, so pena de ser excluido del proceso) sin conseguirlo. Durante algunos interminables minutos no logró articular una sola palabra. Los miembros del tribunal, concienciados como estaban de la exquisitez de su ejercicio, se esforzaron en tranquilizarlo, invitándole a que respirase profundamente, a que bebiese agua e incluso a que se diese una vuelta por el patio, buscando por todos los medios que lograse cumplimentar una tarea que era absolutamente prescriptiva para aprobar el ejercicio. El bueno de Paco volvió a intentarlo una y otra vez, incluso llegó a tomar una infusión tranquilizante que alguien le debió proporcionar. Por más que porfió no consiguió articular una sola palabra del texto que debía ser evaluado. Y, obviamente, agradeciendo al tribunal su consideración y atenciones, declinó de su derecho y se retiró de la oposición.

Lo que termino de describir es una anécdota más de las muchísimas que han acompañado históricamente a los procesos selectivos, en los que si algo sobra especialmente son los nervios. Lo curioso y sorprendente en este caso es que su protagonista era ya entonces un maestro veterano, que si no recuerdo mal había sido director de su centro e incluso había desempeñado alguna responsabilidad municipal. Aquella oposición no tuvo para él relevancia alguna, como tampoco la tiene que hoy le haya llegado la hora de marcharse definitivamente. Lo que sí es trascendente es lo que deja tras él, como han hecho antes tantos otros maestros, en las mentes y en los corazones de su familia y de quienes fueron sus alumnos. ¡Bon vent i barca nova, Paco!

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