Morirse
es irrelevante. Al menos es lo que me decía hace pocos días un buen amigo, supongo
que como corolario de un intrínseco proceso reflexivo, muy probablemente
motivado por la precariedad actual de su salud. Sin embargo, pese al justificado y
accidental sesgo de su sentir, creo que tenía razón. En todo caso, concuerdo con
su apreciación de que la muerte es una circunstancia irrelevante, siquiera sea
por el hecho irrefutable de que afecta indefectiblemente y sin distingo a dos
personas cada segundo. Todos y cada uno de los días, la vida abandona a más de
doscientas mil personas en el mundo planetario. ¿Cabe mayor ninguneo que sumar el
final de nuestro particular torrente biográfico al de las más de cien
existencias que dejan de ser tales por cada minuto que transcurre?
Tal
vez por ello, la insignificancia de la muerte refuerza la trascendencia de la
vida, que no solo nos impregna a cada uno de los sujetos pasivos en los que
encarna su incorporeidad, sino que atañe a cuanto la circunda, sea ancestro o
epítome, incidencia o pretexto.
Hoy,
ojeando el periódico reparo en una esquela que atrae mi atención y motiva estas
reflexiones. La nota necrológica informa de que ayer falleció Francisco Bas, un
viejo conocido. Aunque la noticia de la defunción de un hombre al que conocí
tangencialmente no me perturba demasiado, sí me conmueve en alguna medida y me
hace recordar anécdotas que él ya no podrá refrendar pero que son plenamente ciertas.
Refrescaré una de ellas.
Corría
el año de 1977 y hacía bien poco que habíamos obtenido nuestra flamante
licenciatura en Geografía e Historia los alumnos de las primeras promociones
del vetusto Centro de Estudios Universitarios (CEU), que dio origen a la actual
Universidad de Alicante. Una institución que en aquellos años de finales de los
sesenta y primeros setenta significó la única oportunidad para cursar estudios
universitarios que se ofrecía a la población alicantina. Seguramente por
motivaciones parecidas, Paco, otros colegas y yo mismo decidimos concurrir a
una oposición de acceso al cuerpo de profesores de Educación Secundaria, cuyo
tribunal desarrolló sus actuaciones en el Instituto Luis Vives, de Valencia,
una referencia educativa imprescindible en aquella la ciudad desde hace más de
cuatrocientos años.
Recuerdo
con nitidez algunos detalles de aquel proceso. Por ejemplo, la extracción de
las bolas con el número de los temas entre los que debíamos elegir los
opositores el que abordaríamos por escrito y por espacio de dos horas, como
primer ejercicio de la oposición. Evoco el runrún que se produjo en la sala al
poco de que la secretaria del tribunal empezase a sacar las bolas, pues no en
vano aparecieron consecutivamente las correspondientes a 3 ó 4 de temas de
Geografía. Debo aclarar que entonces era común que algunos opositores solo
preparasen los temas de esta materia o, alternativamente, los de Historia que,
en ambos casos, suponían aproximadamente la mitad del temario. Como digo,
cundía la inquietud y aquella buena mujer, solícita, removía el saco con su
mejor intención. Finalmente apareció uno de Historia, hecho que acalló y tranquilizó
parcialmente a la concurrencia y que, si no recuerdo mal, se refería a los
orígenes del cristianismo.
Más
allá de los detalles que refiero, Paco Bas cumplimentó uno de los temas en
cuestión y debió hacerlo muy bien. Digo esto porque la segunda parte del
ejercicio consistía en leer lo escrito en acto público ante el tribunal, que
evaluaba de ese modo la prueba. Obviamente, sus integrantes habían ojeado previamente
los ejercicios y debían tenían una idea aproximada de su contenido. Cuando
llegó el turno de Paco, accedió a la mesa que estaba dispuesta al efecto y la
secretaria le proporcionó el suyo. Obviamente, en la sala había espectadores
para presenciar la exposición y tratar de sacar provecho de la experiencia
ajena. Intentó reiteradamente iniciar la lectura (que de eso se trataba exclusivamente
porque no se podía añadir ni una coma, so pena de ser excluido del proceso) sin
conseguirlo. Durante algunos interminables minutos no logró articular una sola
palabra. Los miembros del tribunal, concienciados como estaban de la exquisitez
de su ejercicio, se esforzaron en tranquilizarlo, invitándole a que respirase
profundamente, a que bebiese agua e incluso a que se diese una vuelta por el
patio, buscando por todos los medios que lograse cumplimentar una tarea que era
absolutamente prescriptiva para aprobar el ejercicio. El bueno de Paco volvió a
intentarlo una y otra vez, incluso llegó a tomar una infusión tranquilizante que
alguien le debió proporcionar. Por más que porfió no consiguió articular una
sola palabra del texto que debía ser evaluado. Y, obviamente, agradeciendo al
tribunal su consideración y atenciones, declinó de su derecho y se retiró de la
oposición.
Lo
que termino de describir es una anécdota más de las muchísimas que han
acompañado históricamente a los procesos selectivos, en los que si algo sobra
especialmente son los nervios. Lo curioso y sorprendente en este caso es que su
protagonista era ya entonces un maestro veterano, que si no recuerdo mal había
sido director de su centro e incluso había desempeñado alguna responsabilidad
municipal. Aquella oposición no tuvo para él relevancia alguna, como tampoco la
tiene que hoy le haya llegado la hora de marcharse definitivamente. Lo que sí
es trascendente es lo que deja tras él, como han hecho antes tantos otros
maestros, en las mentes y en los corazones de su familia y de quienes fueron
sus alumnos. ¡Bon vent i barca nova, Paco!
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