sábado, 21 de abril de 2018

Crónicas de la amistad: Muro (23)

Por más que de tanto en tanto me pregunte si la crónica todavía no escrita trascenderá los márgenes del anecdotario; por más que a veces tenga la impresión de que los pretextos amistosos dan para poco más en mis relatos; por más que me desconcierte a menudo el reto de encararme al papel para garabatearlo con el hilo de mis pensamientos o la efervescencia de mis emociones; por más que me asalte de nuevo el síndrome de la hoja en blanco… siempre acabo concluyendo con una perogrullada que me persuade: toda idea empieza en la nada. En consecuencia, me convenzo de que si el meollo del asunto es evitar que la página vacía me devore, el reto que tengo ante mí consiste en responder a semejante desafío, enhebrando las teclas del ‘ordenata’  e intentando tejer algo que, antes o después, acabará tomando forma. Solo es cuestión de perseverancia.

Hoy mis reflexiones sobre la amistad se deslizan por un calzada heterodoxa, pavimentada con los versos de mi amigo Paco Pastor. Porque la amistad también es cosa de poetas, de su vida y de sus obras. ¿O acaso no es amistad lo que tan intensamente compartieron y han dejado escrito gentes como Rafael Alberti y Antonio Machado? ¿Alguien puede negar el apego entre Pablo Neruda y los poetas andaluces de la Generación del 27? ¿Cómo puede llamarse a la timba que desde hace años alimentan, en Rota, Sabina, García Montero, Ángel González y otros aviesos cómplices? Salvando las distancias, Paco, además de excelente persona, también es un gran poeta que, entre otros reconocimientos, ha obtenido recientemente el VIII Premi de poesía Ciutat de Torrent, con un gran poemario, que es joya delicadísima editada por Tabarca Llibres (2017), cuya última pieza, Fils de llum, además de darle nombre, sugiere que:

no importa
la nit i la ferralla,
jo aproparé el rostre
                    d’ivori
              als seus mars
d’esclavitud,
emmudiré les roses
            que encara crepiten
                    en l’oracle
                           de les llàgrimes,
despullaré
              a la sal besada
                     del seu primer
                           nèctar,
com un profeta
dels horitzons
instigaré els alisis
                    de la paraula,
diluiré la tristor
                     de la pedra,
i no importa
                   que el gorg
                   s’acabe
al final de la canya,
jo perseguiré els instants
      on encara repose
                          un espill brut,
un atles
       de la llum
                   esquiva

En este 20 de abril, pisando lo que queda de las abancaladas terrazas moriscas del Comtat y de la Baronía de Planes, me pierdo en el devoto recuerdo que enlaza el vaporoso discurrir de los versos del amigo, navegante de los alisios de la palabra, licuante de la triste piedra seca, perseverante rastreador de la luz esquiva. Siento tan contiguas, tan sentidamente íntimas sus estrofas, tan aladas mensajeras del pálpito amistoso, que las percibo como propias. Y me reconozco en ellas. Está claro, amigos, que a poco que me descuide me arramblan las ensoñaciones; más, si menudean las vivencias amistosas. Pero ya estáis vosotros para separarme del ensimismamiento. ¿O acaso no eras tú, Elías, la luz que nos guiaba hoy a tu Muro? Así debió ser porque allí estábamos todos, en el bar Alcoyano, cuando rayaba la hora meridiana. El regente, Juanvi –un crack de la mercadotecnia gastronómica, en proceso de desguace–, había dispuesto una mesa circular en la que nos ha servido algo más que una trivial colación: ensalada de tomate con ventresca, bolets, croquetas de bacalao, boquerones fritos, tortilla de butifarra y alguna otra genial fruslería nacida del talento gastronómico de su esposa. Todo ello, regado con algunas litronas de Amstel, nos ha dispuesto (o indispuesto, según a quiénes se pregunte) el cuerpo para dirigirnos al primer destino: Planes y el Barranc de l’Encantà, una hondonada de leyenda.

Un tópico, el de la “encantada”, diseminado a lo largo y ancho de la geografía peninsular. Según en qué lugares la protagonista adopta el perfil de ninfa, de náyade, de mujer de agua, de ser encantado, en suma. Son historias que aluden a tesoros ocultos, a enigmáticas doncellas afloradas por el bullir de los manantiales en noches de luna llena, a amoríos imposibles que cincelaron paisajes pétreos… Estanques, pozas, cuevas, fuentes, castillos, lagos, minas o saltos de agua que aúnan su particular encanto a la seducción de la memoria oral, que les atribuye hechizos que el devenir de los siglos no ha logrado desvanecer. Mucho se ha especulado sobre el significado de estos relatos, aunque parece que su propósito más verosímil no es otro que disuadir a los incautos de los riesgos que entraña intentar acceder a lugares de especial peligrosidad (cuevas, ríos, castillos, pozos, cerros…). Y para ello, los anónimos relatores se valen de referencias nocturnas, morunas y sobrenaturales, que intentan atemorizar para lograr tal propósito. En este caso, el Estrecho de l’Encantà es, junto con el Gorg del Salt, el lugar más comprometido del barranco, donde se hallan las mayores pozas y desniveles. Aunque la leyenda asocia l’Encantà con los moriscos, Cavanilles alude a una inscripción labrada sobre la piedra de entrada a la gruta (en la que presuntamente los moriscos escondieron cuanto de valor poseían), fechada en 1573, que confirmaría que la fábula es anterior al decreto de expulsión de 1609. Por ello, otros creen que, dado que el relato arranca de un exilio musulmán –descartada la expulsión decretada por Jaime I en 1248, por no afectar a estos territorios–, su origen podría vincularse con el destierro de Al-Azraq y sus súbditos, acaecido en la primavera de 1258. ¿Quién sabe? En todo caso, hoy pisamos territorio de leyenda en el que, lamentablemente, el discurrir de la primavera había evaporado ya los efluvios de la flor de los  cerezos.

Un brevísimo paseo por el camino que discurre en paralelo al cauce del exiguo regato y unas fotografías a pie de poza para inmortalizar la visita al asombroso Barranc de l´’Encantà han puesto fin a la vertiente socionatural del encuentro, a la que algunos descreídos han renunciado, apostados, cual “gorrillas”, junto a los coches y cobijados en la inexistente sombra de los pinos. Enfrascados en la enésima, estéril y bizantina discusión sobre la pertinencia de esta componente cultural, que ya es habitual en nuestros encuentros, nos hemos acomodado en los vehículos para que decenas de curvas y contracurvas nos devolviesen a Muro. Nos esperaban en Casa Calvo, un restaurante tradicional especializado en cocina valenciana energética y saludable. Un establecimiento señero, que echó a andar en 1930 y que hoy estaba a rebosar de gentes que habían concluido la semana laboral y disfrutaban de los placeres de la mesa y de la compañía, como nosotros. Tras algunas consideraciones, hemos echado por el camino de en medio y nos hemos decidido comer “de picaeta”. De modo que “contenidos”, como siempre, le hemos encomendado a la encantadora maître que nos trajese pericana, ensalada de encurtidos, calamares a la romana,  carne en salsa con albondiguillas y patatas fritas…y alguna cosa más. Un menú que ha precedido a unos postres exquisitos, a base de milhojas de crema con chocolate, tarta de trufa con salsa de naranja y manzana asada con crema catalana. Todos ellos remates inefables.

Tras un breve escarceo por el carrer Carme, buscando el acceso a la terraza del bar La Música, cerrado hoy a cal y canto, hemos recalado en “El Batán”, un bareto habilitado junto al cauce de un antiguo barranco que, aunque sigue siendo tal, ha sido transformado en un vial concurridísimo y decoradísimo con pinturas murales que honran a nuestros ancestros y pretextos: Ramon Llull, Roiç de Corella, Joan Valls, Ovidi Monllor… Allá hemos despenado los postreros cubatas y ‘cafeses’, mientras Antonio Antón espoleaba su guitarra y sus habilidades intentando acompañar las propuestas de un Elías hoy desbordante, enseñoreado de su Muro.

Una vez más he hallado en nuestros encuentros el territorio de la alegría. A mí, como a García Montero (lo siento, hoy tocan los poetas), la felicidad me da pudor. La vida y el mundo están llenos de carencias y precariedades que me persuaden de abordar la trascendencia de la felicidad. Pero sí ansío saber, hablar y gozar de la alegría, del deseo de vivir, de disfrutar de la existencia. Y, en mi opinión, uno de los lugares de privilegio para hacerlo es el delicado espacio que conforman nuestros encuentros. Por eso hago votos para que sean muchas las ocasiones en que podamos disfrutar de la vida a manos llenas, como hoy. Ya sabéis, la próxima ocasión se presenta en Novelda, será el 18 de mayo, en casa de Luis, y sin que sirva de precedente.

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