El
pasado domingo, trece de octubre, en un acto organizado por la Conferencia Episcopal
Española y el arzobispado de Tarragona, presidido por el cardenal Amato
(enviado del Papa), la Iglesia oficial beatificó en Tarragona a 522 personas,
que recibieron el honor de los altares,
en tanto que mártires de la Guerra Civil española. Setenta y tantos años
después, la jerarquía de la Iglesia Católica ha optado sin ambages por mantener
abiertas las heridas de entonces, honrando
masivamente a las víctimas de un único bando, el suyo. Si alguien albergaba
alguna duda, queda claro una vez más que estuvieron dónde y con quién estuvieron,
que están dónde y con quién están, y que
seguirán estando en el mismo sitio y con los mismos hasta el final de los tiempos. Aquella
guerra fue y sigue siendo para ellos una “cruzada”, y así es y será su sentir y
su conducta.
Para
disipar cualquier duda o recelo sobre el sesgo que las
autoridades eclesiásticas nacionales pudieron haber infundido al acto, apresurémonos a
decir que la ceremonia comenzó, nada más y nada menos, con un mensaje grabado
del recién estrenado Papa, Francisco, que llamó a sus fieles a ser “cristianos
con obras y no de palabras” y elogió la vida de los mártires [los de su bando] “por
ser discípulos que aprendieron el sentido de amar hasta el extremo que llevó a
Jesús a la cruz”. Naturalmente, eludió pedir perdón a las víctimas del
franquismo por el apoyo que inequívocamente le procuró la Iglesia, pese a que
así se lo había solicitado, entre otras instancias, la Plataforma por la Comisión de la Verdad,
que reúne a más de cien asociaciones para la recuperación de la memoria
histórica.
Entre los aproximadamente 25.000 asistentes al acto (una cuarta parte de ellos parientes de los beatificados, jerarquía eclesiástica y voluntarios), en primera fila, estaban el President
de la Generalitat, Artur Mas; el Presidente del Congreso, Jesús Posada; el Ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, el Ministro del Interior, Jorge
Fernández Díaz y el general del ejército, Ricardo Álvarez-Espejo, representante
institucional de las Fuerzas Armadas en Cataluña. Como colofón del acto, el
presidente de la Conferencia Episcopal, Rouco Varela, concluyó que: “las
autoridades civiles, militares y académicas han puesto de manifiesto con su
presencia la armonía que existe y ha de existir en todos los ámbitos de nuestra
sociedad”. Sin comentarios.
Podría hacer múltiples observaciones al contenido del acto y a las intervenciones que en él se
sucedieron. Pero, como no hay mejor cuña que la de la misma madera, me limitaré
a reproducir en los párrafos siguientes un extracto del manifiesto suscrito por
los Colectivos Eclesiales de Base, publicado en el diario El País (Edición de Cataluña)
el día 9 de los corrientes, con un título que habla por sí mismo: “Aún hay
vencedores y vencidos”. Así reza el texto:
“El próximo 13 de octubre, en
Tarragona, 522 personas recibirán el honor de los altares como mártires de la
Guerra Civil. […] la Iglesia católica parece querer mantener abiertas las
heridas de entonces honrando masivamente a las víctimas de un solo bando. Ello
pone de manifiesto su incapacidad para superar las posiciones de entonces, y
también que sigue considerando aquella guerra como una cruzada.
[…] Todo colectivo tiene el
derecho, y probablemente la obligación, de honrar a sus muertos. Pero para
cerrar heridas, y hacerlo en un clima de reconciliación, ambos bandos deben
aceptar que cometieron errores, pedir perdón y reconocer en igualdad de
condiciones la heroicidad de todos los muertos inocentes, y de ambos lados. A
los católicos nos toca pedir perdón por la posición beligerante de la mayor parte
de la jerarquía, de instituciones eclesiásticas y de un buen número de laicos,
y tener la humildad necesaria que requiere la petición de perdón. Pero hasta
ahora la jerarquía se ha negado a reconocer la ilegitimidad del golpe de Estado
contra el Gobierno legítimo de la República y el grave error que supuso la
Pastoral Colectiva. Sin este reconocimiento difícilmente puede haber
reconciliación.
[…] Los ahora beatificados nunca
habrían podido imaginar que, 75 años después, el sector más recalcitrante de la
sociedad española pretendería sacar provecho político de su sacrificio.
Ciertamente, la jerarquía aduce que nadie puede ser llevado a los altares si en
la causa de su asesinato se mezclan motivaciones no estrictamente de fe. Pero
olvidar los miles de obreros, maestros y sacerdotes asesinados por el
franquismo por motivos de fidelidad al pueblo —y a menudo también de fe— no
solo es una injusticia, sino que hace imposible una verdadera reconciliación.
[…] Para poder construir la
reconciliación que este país sigue necesitando, es preciso el resarcimiento
moral de todas las víctimas. Y eso todavía no se ha hecho con las víctimas
republicanas. Si la Iglesia tuviera la libertad y la generosidad suficiente
para hacer este gesto, podría honrar a sus mártires sin que ello supusiera
ofender a nadie, porque todos, vencedores y vencidos, fueron igualmente
víctimas. Y evitaría esa frase maligna: “Los de un lado, a los altares, los del
otro en la cuneta como perros”. Mientras no se produzca este reconocimiento, la
jerarquía de la Iglesia debe saber que sigue humillando a las víctimas
inocentes del otro lado y a sus familiares, que sigue manifestando su
incapacidad para ser factor de paz y reconciliación, y, objetivamente,
queriendo o no, que sigue apareciendo como jerarquía del rencor.
[...] Quisiéramos que esta nueva
beatificación masiva, que sigue manteniendo las heridas abiertas, sirva para
que la Iglesia católica, con sincero remordimiento, pida de una vez perdón a la
ciudadanía actual por su participación como impulsora del conflicto y,
consecuentemente, como agresora; que se arrepienta por su colaboración en la
muerte o el asesinato de miles de inocentes, acusando, denunciando, ofreciendo
incluso listas de feligreses bajo sospecha a los pelotones de la muerte; que
pida perdón por su responsabilidad en la ocultación del sacrificio de tantos
que entregaron su vida por causa de la justicia y la verdad, y, finalmente, que
pida perdón por los beneficios de todo tipo que obtuvo a lo largo de tantos
años del ilegítimo régimen de la dictadura”.
Sinceramente,
me parece que sobran los comentarios. Sólo haré una apostilla para dejar constancia de la dura
crítica que la Asociación Jueces para la Democracia ha dirigido al Gobierno por
incumplir la Ley de Memoria Histórica al no consignar fondos para su aplicación. Como es sabido, el Gobierno ha derogado de facto la Ley al dejarla sin fondos por segundo año
consecutivo. Por eso, una de las peticiones que ha hecho la Asociación a los enviados de la ONU que han
visitado España recientemente ha sido que su organización inste al Gobierno para que asuma como política de
Estado la localización de los desaparecidos del franquismo y para que proporcione
los recursos necesarios para que la Ley de Memoria pueda aplicarse eficazmente.
Jueces para la Democracia asegura que el Gobierno "está llevando no solo a
la impunidad de los delitos cometidos durante la dictadura, sino a que se
queden materialmente sepultados en el olvido" y afirma que las autoridades
están haciendo "dejación de sus funciones", permitiendo que sigan
existiendo "decenas de miles de personas enterradas en fosas
comunes". A tal respecto recuerdan que España, con más de 114.000
desaparecidos, es "el segundo país del mundo, tras Camboya, con mayor
número de personas víctimas de desapariciones forzadas cuyos restos no han sido
recuperados ni identificados". Concluyen con rotundidad que: "No
podemos compartir de ningún el modo el discurso de que la recuperación de la
memoria democrática suponga reabrir heridas. Resulta inadmisible que un Estado
democrático siga negando a toda la sociedad el derecho a conocer el pasado y la
necesidad de establecer un plan de administración programado, sistemático y
financiado públicamente, que permita con agilidad la localización y la sepultura
digna de todas aquellas personas que fueron asesinadas con ocasión del golpe
militar de 1936 y la posterior represión franquista". No tengo más que añadir que no sea suscribir
en su integridad tanto la apostilla como su preámbulo.
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