A Álvaro
de Figueroa y Torres, primer conde de Romanones, se le atribuyen algunas frases
célebres, que a veces han sido adoptadas por el lenguaje popular. Una de ellas
es la consabida “¡Vaya tropa!”. Se dice
que, habiendo sido propuesto para ingresar en una de las Reales Academias a las
que se honró pertenecer, visitó uno a uno a todos los académicos para
solicitarles su voto favorable, y todos se lo prometieron. Sin embargo, el día
de la votación, su secretario le informó que no había sido elegido y, al
preguntarle cuántos votos había obtenido, aquél le contestó: “Ninguno”. Justo
entonces pronunció la famosa frase, con la que aludía a los que tan falsamente le
habían prometido su apoyo.
Ayer, día 27 de octubre, la Asociación Víctimas del Terrorismo (AVT) celebró en Madrid una manifestación para expresar su disconformidad con la
reciente sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo (TDHE) y para
reivindicar un final de ETA “con vencedores y vencidos”. Es comprensible la
actitud de las víctimas del terrorismo y de sus familiares y amigos, aunque no
sean solamente ellos los únicos damnificados por la irracionalidad de la
condición humana y, a veces, hasta de las instituciones. Existen otras víctimas
y otros familiares, menos organizados y mediáticos, que también han sufrido y
sufren lo que no está escrito. Y a ellos también hay que escucharlos,
comprenderlos y resarcirlos con justicia y generosidad.
Estoy
de acuerdo con la afirmación que incluye el editorial que ayer publicaba la
edición digital del diario El País destacando que “la sociedad española ha
evitado la tentación de tomarse la justicia por su mano hasta en los peores
momentos de los años de plomo, y ha creído que la democracia iba a imponerse
sobre la vesania terrorista porque así ha sido: ETA ha resultado derrotada,
aunque a costa de mucha sangre”. Sinceramente, defender que eso no supone un
final con vencedores y vencidos es aceptar sin más la demagogia mediática, que niega otra solución que no sea que los terroristas se “pudran” en las prisiones de un Estado en cuyo ordenamiento jurídico, hoy por hoy, no se incluye la cadena perpetua.
El
PP, Rajoy y su Gobierno están ante un nuevo dilema porque, cuando estaban en la
oposición, salieron a la calle junto a las asociaciones de víctimas y en contra
del Gobierno socialista, al que llamaron “traidor a los muertos”. Hoy, Rajoy, siguiendo
su táctica habitual, juega al “sí, pero no”. Para aparentar que respeta la
legalidad, evita que el Gobierno como tal asista a la manifestación convocada
por la AVT. Y para intentar evitar que lo ‘pongan a caldo’ y/o perder rédito electoral, envía a la dirección del PP a sumarse a ella. Una
estratagema truculenta que fracasará en ambos propósitos porque no se puede
nadar y guardar la ropa.
Más
allá de estas añagazas y retóricas gubernamentales y partidistas, como se ha explicado
reiteradamente, hasta 1995, en España estuvo vigente el Código Penal de 1973, excepto
en los preceptos que eran incompatibles con la Constitución de 1978. Así pues, entre otras, siguieron vigentes la disposición que concedía a los condenados
por cualquier delito la posibilidad de redimir un día de condena por cada dos
días de trabajo en prisión, o la que
impedía cumplir más de 30 años en prisión, aunque la condena fuera de miles de
años. En consecuencia, la Administración y los tribunales aplicaron sistemáticamente
la reducción de penas por trabajo a partir del máximo de pena que podía
cumplirse en prisión. Así eran la ley y su aplicación unánime a terroristas y a
autores de delitos gravísimos, cometidos durante la vigencia del referido Código
Penal, es decir, antes de 1996. Como
sostiene el catedrático de Derecho Penal Gómez Benítez: “Esto es así porque los
delitos se juzgan siempre conforme a la ley vigente en el momento de su
comisión, aunque luego esa ley resulte derogada”.
Sin
embargo, a principios de 2006, el Tribunal Supremo cambió la interpretación del
Código Penal y empezó a contar la reducción de pena por el trabajo
penitenciario desde la totalidad de los años de condena, y no desde el máximo
de su cumplimiento en prisión. Así empezó la doctrina Parot, que acaba de ser declarada ilegal por el pleno del TEDH,
que ha resuelto por unanimidad de 22 magistrados, de otros tantos países, que
España ha vulnerado el Convenio Europeo de Derechos Humanos porque ha mantenido
ilegalmente en prisión a personas cuyas condenas se han prolongado ilegalmente,
al aplicárseles una pena no prevista en su momento en la ley y, por tanto,
imprevisible objetivamente.
Curiosamente,
algunos especialistas en derecho penal hace tiempo que advirtieron sobre la
inconstitucionalidad de la doctrina Parot,
por ser contraria al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Incluso el propio Tribunal
Constitucional así lo reconoció, aunque de manera muy limitada. La aplicación
de penas diferentes de las vigentes en el momento de la comisión de los delitos
e imprevisibles es contraria al principio de seguridad jurídica reconocido en
el mencionado Convenio, que está ratificado por España y, por tanto,
incorporado a su derecho. De modo que la obligación de cumplir esta sentencia
recae directamente sobre los jueces españoles, que no tienen otra alternativa que
poner en libertad a todas las personas a las que se les haya aplicado la doctrina Parot, que se encuentren
indebidamente en prisión.
Insisto
en que entiendo la indignación y el desánimo de las víctimas, los de sus familiares y amigos y los de muchos
ciudadanos. Pero no entiendo la inexplicable actitud y la actuación del
Gobierno de España. Aún con la que está cayendo y pese a los comportamientos y actitudes de algunos de nuestros socios, frente a quiénes promueven el desacato a la
sentencia del TEDH, situándonos al margen de Europa, no cabe otra alternativa
que no sea defender nuestra cultura y nuestra civilización y, por tanto, reivindicar
enfáticamente el imperio de la ley y la seguridad jurídica. No son tolerables
declaraciones gubernamentales, como las expresadas por los titulares de
Interior y Justicia, sobre lo que el Gobierno hará o no para aplicar esta
sentencia porque no es su competencia poner en libertad o no a los reclusos,
sino de los jueces. Tampoco se deben hacer interpretaciones jurídicas sobre
cómo se aplicará la sentencia a cada caso concreto, porque ello es competencia
exclusiva de los tribunales. El Gobierno ya intentó en su momento, con cuantos
medios disponía, que Estrasburgo diese una solución distinta a los asesinos
condenados por un solo crimen y a los que lo habían sido por decenas. Esa fase
del procedimiento ya concluyó. Ahora, lo único que debe hacerse es supervisar que
la sentencia se cumple en sus estrictos términos.
Un
tribunal europeo, legítimo e independiente, ha decidido. Y su resolución hay
que respetarla, porque el artículo 10 de nuestra Constitución deja
meridianamente claro el sometimiento de las normas relativas a los derechos
fundamentales y a las libertades a los tratados y acuerdos ratificados por
España en materia de derechos humanos. En las dictaduras, los poderes se
confunden y el ejecutivo hace lo que le da la gana, pero en las democracias no
es así. En consecuencia, se puede disentir de un fallo judicial, pero no hacer políticas
o pretender articular la convivencia sobre la base de incumplir sentencias firmes o de
generar estados de opinión proclives a que los gobiernos puedan caer en la
tentación de hacer lo que no está en su mano.
Así
es que, en un ambiente tan tenso emocionalmente y con la sensibilidad social y
mediática que existe respecto al tema que nos ocupa, los comportamientos y las
declaraciones de significados miembros del Partido Popular, calificando de “infame”
el fallo de Estrasburgo, las del
propio Rajoy, afirmando en Bruselas que “no vamos a la manifestación
como Gobierno, pero sí como partido”, o su justificación de que “Vamos a apoyar
a las víctimas, no nos manifestamos contra ningún tribunal” no es que ayuden
precisamente a sosegar y a normalizar la convivencia. Es fácil imaginar lo que el
locuaz don Álvaro de Figueroa diría al respecto.
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