miércoles, 16 de octubre de 2013

La dula.

A principio del verano leí una noticia relativa a una dula equina que me llamó la atención y me evoco reminiscencias del pasado. Estos días atrás, en una conversación con un vecino del pueblo, volvió a aparecer la palabra “dula” y mi curiosidad se multiplicó, llevándome a buscar entre mis recuerdos, y entre los papeles, trazos que me permitan describir mínimamente qué era.

La noticia a que me refiero aludía a que la dula Laguna del Cañizar, la única trashumante equina de España, había firmado unos acuerdos con los Ayuntamientos de Cella y Villarquemado, localidades turolenses, para que sus más de 70 caballos y potros puedan pastar en la referida laguna durante los próximos cuatro años, evitando así el sacrificio de los animales, que no podrían mantener sus dueños de otra manera. Para ello, los equinos de Andilla (Valencia) realizan una trashumancia hasta las tierras de Teruel (un centenar de kilómetros), que permite a sus dueños seguir manteniéndolos y a los vecinos de las tierras que los acogen limpiar sus cortafuegos y mantener adecuadamente el espacio natural que les ceden para pastar.

Según el RAE, etimológicamente, la palabra “dula” proviene del árabe hispánico (dúla), y éste del árabe clásico “dawlah”, que significa turno. El diccionario contiene cuatro acepciones del término. A nosotros nos interesa la última, que define la dula como “conjunto de las cabezas de ganado de los vecinos de un pueblo, que se envían a pastar juntas a un terreno comunal. Se usa especialmente hablando del ganado caballar”. Pero debemos decir que, en los usos y costumbres de nuestras tierras, la dula no sólo alude al ganado caballar sino a todo tipo de ganado.

Siglos atrás, posiblemente, cada vecino llevase a pastar a sus propios animales. A medida que progresó la especialización en las tareas agrícolas, muchos de ellos no podrían atender esa servidumbre y, seguramente, surgió la dula para darle solución. En nuestros pueblos, la dula consistía en que el conjunto de reses pertenecientes a los vecinos del pueblo era apacentado por un dulero (en principio un pastor no profesional, probablemente un vecino que hacía la función bien por turno o por acuerdo) en tierras comunales, cedidas por el municipio. El sueldo del dulero se costeaba proporcionalmente entre quiénes tenían animales en la dula, aportando un tanto por cabeza.

La dula fue una institución muy significativa en muchos pueblos de nuestra geografía hasta los años cincuenta del pasado siglo. A primera hora de la mañana, los duleros daban la vuelta por el pueblo recogiendo las ovejas y cabras de los diferentes propietarios para llevárselas a pastar conjuntamente al monte. En poblaciones de escasa entidad solía establecerse un lugar al que los vecinos acudían con sus reses. Normalmente, en las casas se solía tener entre uno y tres animales para atender las necesidades de leche, queso, etc. Al pasar el pastor, los dueños abrían la puerta del corral y los animales salían a su encuentro, incorporándose al rebaño como colegiales que van de excursión. Algunos eran tan voluntariosos y espontáneos que hasta acudían solos, como esas personas inquietas que buscan cualquier excusa para salir de casa porque la sienten como si fuera a caérseles encima de un momento a otro. Una vez que se había reunido el rebaño, cuyo tamaño era variable en función de las circunstancias familiares, económicas, etc. del vecindario, se llevaba al monte a pastar durante todo el día. Normalmente, seguían los itinerarios en función del estado de los pastos y de la secuencia de recolección de las cosechas, haciendo las paradas necesarias para comer, beber y descansar. Una veces se apacentaban en la Reana, la Fuente Murté, el Pinar o la Cueva de Paulo. Otras, pasaban al otro lado del río y pastaban encima del Rajolar, en los alrededores de la Fuente El Prau, en el Higueral o en las laderas de la Peña El Cuervo.

A veces, los animales parían en la montaña y los duleros sabían cómo ayudarles para que no malograsen las crías. Luego, tomaban entre sus brazos u hombros a corderos y cabritos, llevándolos a las casas de sus dueños, a quiénes los entregaban.

Cuando regresaban los duleros, al caer la tarde,  era curioso ver cómo cada animal, al pasar delante de la casa de sus dueños, se separaba del rebaño entrando en su corral. Incluso algunos, cuando el rebaño se aproximaba al pueblo, emprendían solos el camino de regreso a sus casas y, si los dueños no estaban en ellas, se esperaban en la puerta hasta que regresaban, entrando directos a los corrales. Era fantástico comprobar la “inteligencia” de aquellos animales.

En invierno, el regreso de la dula coincidía con la salida de los niños del colegio. Entonces, se entretenían y disfrutaban viendo pasar el rebaño. A veces, provocaban a los carneros o “chotos” (machos cabríos) que padreaban el rebaño para que embistiesen. Los niños corrían y se aupaban a las rejas de las ventanas para eludir sus acometidas, pero no siempre conseguían su propósito y raro es el niño de aquellos años que no haya recibido un topetón, fruto de las provocaciones propias o ajenas a carneros y chotos.  Otras veces, distraían al pastor y espantaban las ovejas y las cabras, desviándolas de su recorrido y generando pequeñas algarabías que animaban la monotonía de las tardes en el pueblo.

El éxodo rural que acompañó al desarrollismo de los años sesenta también acabó con la dula. Otro tanto en su haber. Con él feneció esta institución secular, solidaria, colectiva, eficiente y entrañable. Hoy, afortunadamente, todavía queda alguna reliquia fósil (no sabemos por cuanto tiempo), como la que mencionamos al inicio, para recordarnos que no siempre las cosas han sido como las conocemos. 


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