A
menudo oímos a maestros, educadores,
profesores y otros profesionales quejarse ásperamente de las conductas de algunos niños,
adolescentes, jóvenes y hasta de estudiantes universitarios. Prometo
solemnemente que no pretendo dar ideas. Solamente quiero dejar constancia de
algunas ocurrencias que teníamos los niños de otras épocas.
Por suerte,
los estudiantes siempre han sido y siguen siendo estudiantes que, en general, no deja de ser una condición envidiable. Como tales, su primera obligación fue, era, es y será conocer
a sus maestros. Así que la primera tarea a la que deben aplicarse todos los que
se precien de serlo (los que merecen tal distinción lo saben perfectamente) es a tantear y a
saber hasta dónde se puede llegar con cada uno de los profesores. Ello exige habilidad, pericia,
inteligencia, tino y hasta entrenamiento. Esa competencia la hemos perfeccionado los
estudiantes toda la vida. Intuitiva, experiencial o reflexivamente hemos
aprendido a escudriñar, a conocer, a probar, a eludir y hasta a engañar a nuestros
maestros y profesores, con toda suerte de artilugios y estratagemas. En justa
correspondencia, ellos han intentado hacer lo contrario con relación a nosotros.
Hasta donde les han permitido las circunstancias en cada época, han indagado
para intentar conocernos (a nosotros y a nuestras familias), se han formado
para neutralizar nuestras desorientadas conductas, para saber cómo ayudarnos a
ser mejores personas, para enseñarnos las materias de los planes de estudios, etc.,
etc. En definitiva, se han empecinado en
luchar contra la madre naturaleza (discúlpeme, señor Rousseau), fuerza
todopoderosa que, como todos sabemos, anida especialmente en algunas personas.
Insisto
en que, sin ánimo iluminar a nadie, mentaré algunas barrabasadas de mi
infancia. Dos, en concreto, para no fatigar. La primera de ellas sucedió en la
escuela de mi pueblo a la que apenas asistí tres años que, por otro lado, fueron suficientes
para que conociese y practicase algunas travesuras interesantes. La que voy a
relatar la protagonizamos los alumnos de un maestro llamado don José. Era un
hombre enjuto y pusilánime, que solía vestir un traje oscuro y raído que, seguramente, era el uniforme oficial de los docentes de la época
(años cincuenta del pasado siglo). Su mujer, que no era maestra, tenía mayor presencia y temperamento. Oronda y genuina ama de casa, atesoraba el
carácter, la diligencia y la disposición que no tenía su marido. Su nombre era Anita.
“Ani”, como la llamaba él, era la tabla de salvación a la que recurría asiduamente
para conseguir poner orden en la clase, ya que su vivienda era colindante con
la escuela, antes de que nos trasladasen desde la calle Larga a las nuevas escuelas que
construyeron en la calle de la Acequia.
No
sé si como consecuencia de la malnutrición endémica del Magisterio de entonces o por qué razón,
don José solía adormecerse en clase. Uno de esos días en los que reposaba amodorrado
en su sillón, a uno de mis colegas se le ocurrió utilizar la cuerda de una de
las persianas para atarlo a él, e inmovilizarlo de piernas y brazos. Además, para
rematar la ignominia, otros pusimos en el cajón de la mesa ranas, lagartijas,
saltamontes y otros especímenes que habíamos recolectado al efecto. Una vez materializado
el atropello, salimos sigilosamente del aula, eludiendo la vigilancia de sus
colegas, que atendían sus respectivas clases, y saltando la valla hasta
desaparecer entre los árboles de los huertos que había alrededor de la escuela,
donde quedó el pobre don José sólo, aletargado y cautivo.
Según se dijo entonces, al rato despertó y se percató del lastimoso estado en que se
hallaba. Sus primeras palabras fueron para aclamarse a su habitual ángel
salvador: “Ani, Ani,…”, comentaban que gritaba reiterada y desesperadamente. Y que así
permaneció por espacio de algún tiempo sin que nadie le auxiliara, puesto que
se espabiló cuando los demás maestros y niños ya habían concluido la jornada
matinal y se habían marchado a sus casas. Siendo hora de comer y viendo que don José no aparecía por la suya, su
señora, temiéndose lo peor, se desplazó hasta la escuela, encontrando a su
marido en las condiciones que pueden imaginarse. Naturalmente, lo liberó de sus
ataduras y se marcharon a casa. Huelga decir que reanudada la jornada por la
tarde, sus colegas, que ya conocían lo sucedido, se cobraron justa venganza por
aquella afrenta y todos pagamos la deuda que nos reclamaron con largas genuflexiones,
copias a porrillo, algún que otro “reglazo” y demás correctivos al uso.
Otra
de las anécdotas que recordaré sucedió en Chiva, en este caso en el Colegio
Libre Adoptado “Luis Vives” (la Academia, le llamábamos todos) al que asistí
para cursar mis estudios de bachillerato. Como suele suceder, a muchos de
nosotros nos agradaba poco estudiar y apenas nos interesaban la mayoría de las
materias que nuestros profesores querían que aprendiésemos. Así que
buscábamos cualquier excusa para 'pelarnos' las clases o evitar que las
impartiesen los profesores. Entre los muchos artificios que utilizábamos para
conseguir tal finalidad mencionaré solo uno, que era bastante efectivo.
Pasábamos la tarde anterior del día elegido cazando moscas. Previamente,
habíamos preparado unos corchos (generalmente, tapones de botellas), cuyo interior vaciábamos cuidadosamente con la navajita, evitando que se rompiesen, practicándoles una ventana frontal, que
cerrábamos con alfileres con cabeza. Eran como pequeñas jaulas, flexibles y ergonómicas, que se disimulaban fácilmente dentro de los bolsillos o en cualquier pliegue de la ropa. Introducíamos en
esa improvisada cárcel veinte o treinta moscas, que eran más o menos las que conseguíamos cazar o
cabían en el singular recipiente. Las guardábamos hasta la mañana siguiente y, una vez en la clase, a una
señal convenida, todos al unísono retirábamos una de los alfileres y abríamos
nuestras pequeñas mazmorras. Los incontables y diminutos prisioneros se esparcían por
todas partes y hacían prácticamente imposible seguir con la tarea emprendida, dada
la impresionante cantidad de insectos que pululaba por doquier. Esta situación
era el detonante para que el profesor de turno decretase de inmediato que allí
no se podía estar, y mucho menos dar clase, enviándonos directamente al patio de recreo. De ese modo
conseguíamos evitar las clases de los profesores más exigentes o, al menos,
las de los más aprensivos. Cuando esta artimaña fallaba, teníamos otras en la
recámara, que no mentaré porque prometí al principio no dar ideas inadecuadas.
En
fin, sirvan estos dos botones de muestra para dejar constancia que las
conductas disruptivas, como se les llama ahora, son parte inherente de la condición
de los estudiantes y, por tanto, han estado presentes en las escuelas de todas las épocas. Es
más, ¿acaso no hemos sido todos alguna vez en la vida disruptivos y/o
maleducados?. Por eso, entre otras razones, nuestras familias nos enviaban a la
escuela: para que aprendiésemos a vivir y a convivir, educada y civilizadamente.
Si no, ¿para qué sirven las escuelas?
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