domingo, 20 de octubre de 2013

Barrabasadas.

A menudo oímos a  maestros, educadores, profesores y otros profesionales quejarse ásperamente de las conductas de algunos niños, adolescentes, jóvenes y hasta de estudiantes universitarios. Prometo solemnemente que no pretendo dar ideas. Solamente quiero dejar constancia de algunas ocurrencias que teníamos los niños de otras épocas.

Por suerte, los estudiantes siempre han sido y siguen siendo estudiantes que, en general, no deja de ser una condición envidiable. Como tales, su primera obligación fue, era, es y será conocer a sus maestros. Así que la primera tarea a la que deben aplicarse todos los que se precien de serlo (los que merecen tal distinción lo saben perfectamente) es a tantear y a saber hasta dónde se puede llegar con cada uno de los profesores. Ello exige habilidad, pericia, inteligencia, tino y hasta entrenamiento. Esa competencia la hemos perfeccionado los estudiantes toda la vida. Intuitiva, experiencial o reflexivamente hemos aprendido a escudriñar, a conocer, a probar, a eludir y hasta a engañar a nuestros maestros y profesores, con toda suerte de artilugios y estratagemas. En justa correspondencia, ellos han intentado hacer lo contrario con relación a nosotros. Hasta donde les han permitido las circunstancias en cada época, han indagado para intentar conocernos (a nosotros y a nuestras familias), se han formado para neutralizar nuestras desorientadas conductas, para saber cómo ayudarnos a ser mejores personas, para enseñarnos las materias de los planes de estudios, etc., etc.  En definitiva, se han empecinado en luchar contra la madre naturaleza (discúlpeme, señor Rousseau), fuerza todopoderosa que, como todos sabemos,  anida especialmente en algunas personas.

Insisto en que, sin ánimo iluminar a nadie, mentaré algunas barrabasadas de mi infancia. Dos, en concreto, para no fatigar. La primera de ellas sucedió en la escuela de mi pueblo a la que apenas asistí tres años que, por otro lado, fueron suficientes para que conociese y practicase algunas travesuras interesantes. La que voy a relatar la protagonizamos los alumnos de un maestro llamado don José. Era un hombre enjuto y pusilánime, que solía vestir un traje oscuro y raído que, seguramente, era el uniforme oficial de los docentes de la época (años cincuenta del pasado siglo). Su mujer, que no era maestra, tenía mayor presencia y temperamento. Oronda y genuina ama de casa, atesoraba el carácter, la diligencia y la disposición que no tenía su marido. Su nombre era Anita. “Ani”, como la llamaba él, era la tabla de salvación a la que recurría asiduamente para conseguir poner orden en la clase, ya que su vivienda era colindante con la escuela, antes de que nos trasladasen desde la calle Larga a las nuevas escuelas que construyeron en la calle de la Acequia.

No sé si como consecuencia de la malnutrición endémica del Magisterio de entonces o por qué razón, don José solía adormecerse en clase. Uno de esos días en los que reposaba amodorrado en su sillón, a uno de mis colegas se le ocurrió utilizar la cuerda de una de las persianas para atarlo a él, e inmovilizarlo de piernas y brazos. Además, para rematar la ignominia, otros pusimos en el cajón de la mesa ranas, lagartijas, saltamontes y otros especímenes que habíamos recolectado al efecto. Una vez materializado el atropello, salimos sigilosamente del aula, eludiendo la vigilancia de sus colegas, que atendían sus respectivas clases, y saltando la valla hasta desaparecer entre los árboles de los huertos que había alrededor de la escuela, donde quedó el pobre don José sólo, aletargado y cautivo.

Según se dijo entonces, al rato despertó y se percató del lastimoso estado en que se hallaba. Sus primeras palabras fueron para aclamarse a su habitual ángel salvador: “Ani, Ani,…”, comentaban que gritaba reiterada y desesperadamente. Y que así permaneció por espacio de algún tiempo sin que nadie le auxiliara, puesto que se espabiló cuando los demás maestros y niños ya habían concluido la jornada matinal y se habían marchado a sus casas. Siendo hora de comer y viendo que don José no aparecía por la suya, su señora, temiéndose lo peor, se desplazó hasta la escuela, encontrando a su marido en las condiciones que pueden imaginarse. Naturalmente, lo liberó de sus ataduras y se marcharon a casa. Huelga decir que reanudada la jornada por la tarde, sus colegas, que ya conocían lo sucedido, se cobraron justa venganza por aquella afrenta y todos pagamos la deuda que nos reclamaron con largas genuflexiones, copias a porrillo, algún que otro “reglazo” y demás correctivos al uso.

Otra de las anécdotas que recordaré sucedió en Chiva, en este caso en el Colegio Libre Adoptado “Luis Vives” (la Academia, le llamábamos todos) al que asistí para cursar mis estudios de bachillerato. Como suele suceder, a muchos de nosotros nos agradaba poco estudiar y apenas nos interesaban la mayoría de las materias que nuestros profesores querían que aprendiésemos. Así que buscábamos cualquier excusa para 'pelarnos' las clases o evitar que las impartiesen los profesores. Entre los muchos artificios que utilizábamos para conseguir tal finalidad mencionaré solo uno, que era bastante efectivo. Pasábamos la tarde anterior del día elegido cazando moscas. Previamente, habíamos preparado unos corchos (generalmente, tapones de botellas), cuyo interior vaciábamos cuidadosamente con la navajita, evitando que se rompiesen, practicándoles una ventana frontal, que cerrábamos con alfileres con cabeza. Eran como pequeñas jaulas, flexibles y ergonómicas, que se disimulaban fácilmente dentro de los bolsillos o en cualquier pliegue de la ropa. Introducíamos en esa improvisada cárcel veinte o treinta moscas, que eran más o menos las que conseguíamos cazar o cabían en el singular recipiente. Las guardábamos hasta la mañana siguiente y, una vez en la clase, a una señal convenida, todos al unísono retirábamos una de los alfileres y abríamos nuestras pequeñas mazmorras. Los incontables y diminutos prisioneros se esparcían por todas partes y hacían prácticamente imposible seguir con la tarea emprendida, dada la impresionante cantidad de insectos que pululaba por doquier. Esta situación era el detonante para que el profesor de turno decretase de inmediato que allí no se podía estar, y mucho menos dar clase, enviándonos directamente al patio de recreo. De ese modo conseguíamos evitar las clases de los profesores más exigentes o, al menos, las de los más aprensivos. Cuando esta artimaña fallaba, teníamos otras en la recámara, que no mentaré porque prometí al principio no dar ideas inadecuadas.

En fin, sirvan estos dos botones de muestra para dejar constancia que las conductas disruptivas, como se les llama ahora, son parte inherente de la condición de los estudiantes y, por tanto, han estado presentes en las escuelas de todas las épocas. Es más, ¿acaso no hemos sido todos alguna vez en la vida disruptivos y/o maleducados?. Por eso, entre otras razones, nuestras familias nos enviaban a la escuela: para que aprendiésemos a vivir y a convivir, educada y civilizadamente. Si no, ¿para qué sirven las escuelas?

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