Alguien
comparó la amistad con los paraguas, recordándonos aquello de que, cuando
llueve, es cuando los reconoces. Ayer regresamos de Matalascañas, de nuestro
viaje con el IMSERSO. Volvimos satisfechos porque logramos el principal propósito
que nos fijamos cuando lo contratamos: ver a Feli y a Juan Manuel, nuestros
amigos onubenses, y disfrutar algunas horas con ellos.
Hace
veintitrés años que forjamos esa amistad. Todo empezó en Barcelona. Feli y
Amalia hacían un curso de posgrado y les tocó compartir habitación. El hotel Lleó
fue la referencia. La casualidad, el puro
azar, hizo que coincidiesen en el mismo espacio y tiempo dos personas que
estaban llamadas a entenderse. Pese a las distancias y a sus diferentes
orígenes y culturas, el flechazo fue casi instantáneo: complicidad y empatía a
primera vista, que el paso de los años y las circunstancias han matizado y
mejorado.
Juan
Manuel y yo también nos conocimos allí. Como si de un viaje en el tiempo se
tratase, aprovechábamos los fines de semana para cortejar a nuestras parejas, remedando,
o casi, nuestros tiempos de noviazgo. Igual que les sucedió a ellas, también
nosotros entablamos amistad de inmediato. Sintonizamos porque percibimos enseguida
que teníamos más puntos de coincidencia que de discrepancia. En aquellos años, ambos
trabajamos en las administraciones públicas. Él era un alto cargo en la Junta
de Andalucía y yo un técnico de la administración educativa valenciana. Finalizó
el posgrado de nuestras esposas y paralelamente nuestras visitas a Barcelona,
que se trocaron por otras alternativas a nuestras respectivas procedencias geográficas.
El
año 92 se celebró la Expo en Sevilla. Y allá fuimos para ver a nuestros amigos
Feli y Juan Manuel, que vivían aquellos años de ‘destierro’ en un adosado en
los Alcores, alejados de su querida tierra onubense e hipotecados por las
servidumbres de la política. Allí se conocieron y jugaron nuestros hijos:
Vicente, Juanma y Jose, que apenas contaban entre ocho y diez años. Tuvimos el
privilegio de conocer los entresijos de la Expo 92 cuando apenas desgranaba sus
preámbulos, recorriéndola de la mano del mejor anfitrión que podíamos tener.
Intensas y placenteras fueron también las excursiones por Doñana y por las
sierras de Sevilla y Huelva. Conocimos y aprendimos a apreciar la riqueza de unos
espacios naturales cuya belleza y singularidad desconocíamos, de la misma
manera que ignorábamos la amplitud de su transcendencia ambiental. Feli y Juan
Manuel nos enseñaron a saborear el ‘cochino’ de pata negra y el ‘choco’, las
acedías, las pijotas y el auténtico pez espada del Atlántico.
En lógica
correspondencia, ellos nos visitaron en Alicante. Recuerdo aquel Opel Vectra de color azul
marino en el que venían y, especialmente, el mazacote de teléfono inalámbrico
que acompañaba a Juan Manuel y le mantenía localizable, alerta y al pie del
cañón, por si sobrevenía cualquier emergencia en los montes o en los polígonos
industriales de Andalucía. Les mostramos algunas cosas de nuestra tierra, primordialmente
los maravillosos acantilados que conforman el cabo de Sant Antoni y el Misteri
d’Elx, las anchoas del Mercado Central, las gambas rojas del Pegolí y los
turrones de Xixona y Alacant. Durante los ‘ires’ y ‘venires’, en esos viajes de
ida y vuelta, a lo largo y ancho de sus visitas y de nuestras correspondencias,
fuimos forjando una sólida amistad, que perdura hasta hoy.
En
ese tiempo compartido, admiré tanto la sabiduría científica y tecnológica de
Juan Manuel como el pragmatismo de Feli. Siempre me deslumbró la portentosa
memoria de Juan, su ingente capacidad para recordar cifras y datos, así como los
detalles más prolijos del entorno paisajístico, natural, urbano y productivo de
Andalucía y del resto del país. Me admiró sobremanera su capacidad para
recordar los pormenores de sus viajes y experiencias, su habilidad natural para
compaginar la formación científica con el interés sostenido por la cultura, en
su más vasto y amplio sentido. Porque Juan Manuel es, más allá de un
cualificadísimo experto ambiental, una persona ‘leída’, que se ha afanado durante
toda su vida por estar al día en su profesión y en sus aficiones.
Pasó
el frenesí de la crianza de nuestros hijos y de la extrema dedicación a nuestros
trabajos, que nos absorbieron casi por entero, en una época en la que muchos
creímos que estábamos llamados a materializar grandes aspiraciones personales y
profesionales. Parecía que llegaba la hora del sosiego, los tiempos de baja
intensidad y… justo en ese momento, con un intervalo de pocos meses, a ambos nos
sorprendió el zarpazo. Una tranquila mañana de domingo, un cóctel de reacción
alérgica y estrés me enviaron una semana a la UCI, de la que logré salir casi
indemne. A Juan Manuel le fue peor. Un
accidente cerebrovascular le cazó sobre su bicicleta, mientras practicaba uno
de los deportes que le apasionan. Cayó fulminado y sus vidas cambiaron
radicalmente. Lo que no logró el infortunio es quebrantar algunas de sus principales
cualidades, como el coraje, la obstinación y la tenacidad para no doblegarse
ante nada y para luchar por conseguir sus propósitos.
Hace
doce años que Feli y Juan Manuel libran una lucha encarnizada contra el
infortunio. Afrontan con una entereza y una decisión encomiables los
condicionantes y limitaciones que afectan a sus vidas, gestionándolos con creciente
eficiencia a medida que transcurren los meses y los años. Un ejemplo de ello es
la pasión que sigue teniendo Juan por la bicicleta, que han heredado sus hijos Juan
Manuel y Jose, ambos ingenieros y deportistas. Cuando llega el verano y se
trasladan a su maravillosa casa de Punta Umbría, Juan exprime su triciclo
recorriendo en largos paseos la playa onubense. Compite con el brioso caminar
de Feli, pedaleando con el mismo ímpetu que lo hacía en su bicicleta de
carreras, cuando se vaciaba recorriendo las marismas del Odiel y el Aljaraque,
camino de Cartaya y el Rompido, en travesías de hasta 50 km entre las dunas y
los pinos de la costa onubense.
Pero
no conforme con ello, cuando llegado el otoño vuelven a la casa de Huelva, Juan
no solo no se rinde sino que compite consigo mismo, autoimponiéndose la mejora
continua. Hasta el punto de que ha descubierto una técnica de rehabilitación
increíble: subir a pie las escaleras de su casa hasta llegar a su vivienda en
la sexta planta del edificio. Podrá argüirse que no es nada excepcional, pero
diré en su favor que las secuelas del accidente mencionado han quebrado su
sistema de equilibrio, han originado que su pierna derecha apenas le obedezca y
que tampoco pueda fiar mucho del sostén que le procura la izquierda. Pues, pese
a todo ello, aún hay más. El sábado pasado, rizando el rizo, Juan Manuel y Feli
consiguieron ascender a pie las trece plantas del edificio en que viven, más de
doscientos escalones, en quince minutos. Algo para verlo y no creerlo, pero doy
fe que tan real como la vida misma. Algo que, en mi humilde punto de vista,
solo está al alcance de personas excepcionales, como lo son nuestros amigos Juan
Manuel y Feli. ¡Enhorabuena!
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