sábado, 16 de noviembre de 2013

Trece pisos en quince minutos.

Alguien comparó la amistad con los paraguas, recordándonos aquello de que, cuando llueve, es cuando los reconoces. Ayer regresamos de Matalascañas, de nuestro viaje con el IMSERSO. Volvimos satisfechos porque logramos el principal propósito que nos fijamos cuando lo contratamos: ver a Feli y a Juan Manuel, nuestros amigos onubenses, y disfrutar algunas horas con ellos.

Hace veintitrés años que forjamos esa amistad. Todo empezó en Barcelona. Feli y Amalia hacían un curso de posgrado y les tocó compartir habitación. El hotel Lleó  fue la referencia. La casualidad, el puro azar, hizo que coincidiesen en el mismo espacio y tiempo dos personas que estaban llamadas a entenderse. Pese a las distancias y a sus diferentes orígenes y culturas, el flechazo fue casi instantáneo: complicidad y empatía a primera vista, que el paso de los años y las circunstancias han matizado y mejorado.

Juan Manuel y yo también nos conocimos allí. Como si de un viaje en el tiempo se tratase, aprovechábamos los fines de semana para cortejar a nuestras parejas, remedando, o casi, nuestros tiempos de noviazgo. Igual que les sucedió a ellas, también nosotros entablamos amistad de inmediato. Sintonizamos porque percibimos enseguida que teníamos más puntos de coincidencia que de discrepancia. En aquellos años, ambos trabajamos en las administraciones públicas. Él era un alto cargo en la Junta de Andalucía y yo un técnico de la administración educativa valenciana. Finalizó el posgrado de nuestras esposas y paralelamente nuestras visitas a Barcelona, que se trocaron por otras alternativas a nuestras respectivas procedencias geográficas.

El año 92 se celebró la Expo en Sevilla. Y allá fuimos para ver a nuestros amigos Feli y Juan Manuel, que vivían aquellos años de ‘destierro’ en un adosado en los Alcores, alejados de su querida tierra onubense e hipotecados por las servidumbres de la política. Allí se conocieron y jugaron nuestros hijos: Vicente, Juanma y Jose, que apenas contaban entre ocho y diez años. Tuvimos el privilegio de conocer los entresijos de la Expo 92 cuando apenas desgranaba sus preámbulos, recorriéndola de la mano del mejor anfitrión que podíamos tener. Intensas y placenteras fueron también las excursiones por Doñana y por las sierras de Sevilla y Huelva. Conocimos y aprendimos a apreciar la riqueza de unos espacios naturales cuya belleza y singularidad desconocíamos, de la misma manera que ignorábamos la amplitud de su transcendencia ambiental. Feli y Juan Manuel nos enseñaron a saborear el ‘cochino’ de pata negra y el ‘choco’, las acedías, las pijotas y el auténtico pez espada del Atlántico.

En lógica correspondencia, ellos nos visitaron en Alicante.  Recuerdo aquel Opel Vectra de color azul marino en el que venían y, especialmente, el mazacote de teléfono inalámbrico que acompañaba a Juan Manuel y le mantenía localizable, alerta y al pie del cañón, por si sobrevenía cualquier emergencia en los montes o en los polígonos industriales de Andalucía. Les mostramos algunas cosas de nuestra tierra, primordialmente los maravillosos acantilados que conforman el cabo de Sant Antoni y el Misteri d’Elx, las anchoas del Mercado Central, las gambas rojas del Pegolí y los turrones de Xixona y Alacant. Durante los ‘ires’ y ‘venires’, en esos viajes de ida y vuelta, a lo largo y ancho de sus visitas y de nuestras correspondencias, fuimos forjando una sólida amistad, que perdura hasta hoy.

En ese tiempo compartido, admiré tanto la sabiduría científica y tecnológica de Juan Manuel como el pragmatismo de Feli. Siempre me deslumbró la portentosa memoria de Juan, su ingente capacidad para recordar cifras y datos, así como los detalles más prolijos del entorno paisajístico, natural, urbano y productivo de Andalucía y del resto del país. Me admiró sobremanera su capacidad para recordar los pormenores de sus viajes y experiencias, su habilidad natural para compaginar la formación científica con el interés sostenido por la cultura, en su más vasto y amplio sentido. Porque Juan Manuel es, más allá de un cualificadísimo experto ambiental, una persona ‘leída’, que se ha afanado durante toda su vida por estar al día en su profesión y en sus aficiones.

Pasó el frenesí de la crianza de nuestros hijos y de la extrema dedicación a nuestros trabajos, que nos absorbieron casi por entero, en una época en la que muchos creímos que estábamos llamados a materializar grandes aspiraciones personales y profesionales. Parecía que llegaba la hora del sosiego, los tiempos de baja intensidad y… justo en ese momento, con un intervalo de pocos meses, a ambos nos sorprendió el zarpazo. Una tranquila mañana de domingo, un cóctel de reacción alérgica y estrés me enviaron una semana a la UCI, de la que logré salir casi indemne.  A Juan Manuel le fue peor. Un accidente cerebrovascular le cazó sobre su bicicleta, mientras practicaba uno de los deportes que le apasionan. Cayó fulminado y sus vidas cambiaron radicalmente. Lo que no logró el infortunio es quebrantar algunas de sus principales cualidades, como el coraje, la obstinación y la tenacidad para no doblegarse ante nada y para luchar por conseguir sus propósitos.

Hace doce años que Feli y Juan Manuel libran una lucha encarnizada contra el infortunio. Afrontan con una entereza y una decisión encomiables los condicionantes y limitaciones que afectan a sus vidas, gestionándolos con creciente eficiencia a medida que transcurren los meses y los años. Un ejemplo de ello es la pasión que sigue teniendo Juan por la bicicleta, que han heredado sus hijos Juan Manuel y Jose, ambos ingenieros y deportistas. Cuando llega el verano y se trasladan a su maravillosa casa de Punta Umbría, Juan exprime su triciclo recorriendo en largos paseos la playa onubense. Compite con el brioso caminar de Feli, pedaleando con el mismo ímpetu que lo hacía en su bicicleta de carreras, cuando se vaciaba recorriendo las marismas del Odiel y el Aljaraque, camino de Cartaya y el Rompido, en travesías de hasta 50 km entre las dunas y los pinos de la costa onubense.

Pero no conforme con ello, cuando llegado el otoño vuelven a la casa de Huelva, Juan no solo no se rinde sino que compite consigo mismo, autoimponiéndose la mejora continua. Hasta el punto de que ha descubierto una técnica de rehabilitación increíble: subir a pie las escaleras de su casa hasta llegar a su vivienda en la sexta planta del edificio. Podrá argüirse que no es nada excepcional, pero diré en su favor que las secuelas del accidente mencionado han quebrado su sistema de equilibrio, han originado que su pierna derecha apenas le obedezca y que tampoco pueda fiar mucho del sostén que le procura la izquierda. Pues, pese a todo ello, aún hay más. El sábado pasado, rizando el rizo, Juan Manuel y Feli consiguieron ascender a pie las trece plantas del edificio en que viven, más de doscientos escalones, en quince minutos. Algo para verlo y no creerlo, pero doy fe que tan real como la vida misma. Algo que, en mi humilde punto de vista, solo está al alcance de personas excepcionales, como lo son nuestros amigos Juan Manuel y Feli. ¡Enhorabuena!

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