martes, 3 de diciembre de 2013

De efluvios y miasmas.

Casi las tres cuartas partes de la gente de mi edad ‘somos de pueblo’. A las personas que integramos la generación nacida en torno a los años cincuenta del pasado siglo nos alumbraron mayoritariamente en pequeñas localidades repletas de habitantes, antes de que el éxodo y la ‘desagrarización’ las vaciasen, especialmente durante los años sesenta y setenta. Aquella vida que conocimos cuando éramos niños y/o jóvenes tenía sus ventajas y sus inconvenientes, como todo. Algunas de las cosas que entonces eran cotidianas hoy son irreconocibles en nuestro entorno por su razonada insalubridad. Me refiero, por ejemplo, a realidades como el solapamiento de los espacios vitales de animales y personas, compañeros inseparables en las sociedades agrarias.

Del mismo modo que las bestias y las personas pasaban el día juntos arando, cazando o transportando mercancías, las cuadras y corrales de las casas en que se confinaba a los animales eran colindantes o se superponían a las dependencias que utilizábamos los humanos. En consecuencia, intercambiábamos en esos espacios hálitos, efluvios y flujos corporales con absoluta normalidad, porque eran elementos constitutivos de la realidad vital de aquellos tiempos que abarcaba, entre otros elementos, una esmerada dedicación al cuidado de los animales, que eran piezas esenciales del sistema productivo. En contraste con esos escatológicos escenarios, aquel ecosistema incluía alternativamente privilegios más saludables. De hecho, a escasos metros de la bascosidad descrita, podía disfrutarse de la plenitud de unas condiciones naturales que embriagaban con sus perfumes, olores y colores, y que eran inimaginables en los espacios urbanos.

Acudíamos a las ciudades casi exclusivamente para visitar a los médicos, cuando sus homónimos de los pueblos nos lo prescribían. Y nos impactaban muchísimo y por muchas razones; entre otras, por sus característicos olores, que nos resultaban extraños. Recuerdo el olor a gas ciudad que se percibía en casa de mi tío Germán, junto a las Torres de Quart, dónde nos hospedábamos cuando íbamos a Valencia. Era tan penetrante que todavía lo tengo registrado en mi cerebro y lo rememoro nítidamente, como sigo percibiendo el vapor del éter que rezumaban las clínicas y hospitales que visité en mi niñez. Recuerdo, también, la intensidad de los tufos que emanaban de los automóviles. Especialmente el del gasóleo del autobús de línea que nos transportaba desde Valencia hasta el pueblo, que hacía que nos mareásemos casi todos y que vomitásemos cuanto habíamos ingerido antes de llegar a nuestro destino. Aquellos viajes de regreso no eran muy recomendables ya que, a la lividez de los rostros y a los dolores producidos por la incomodidad de los asientos y la infinitud de las paradas del trayecto, se añadía el olor acre de los vómitos reiterados y los desabridos gases que emanaban de unos motores con pésima combustión.

Hoy la cosa cambiado. La televisión y los media han uniformado costumbres, modas, hablas y muchas otras cosas. Simultáneamente, se han diluido los contornos que confieren peculiaridad a las ciudades y a los pueblos. Podría decirse que, en algunos casos, incluso se han cambiado las tornas. Muchos pueblos han dejado de oler a tal y, contrariamente, muchas ciudades comienzan a apestar a aquellos vetustos pueblos.

A mi juicio, una moda persistente, un comportamiento universalizado en los países desarrollados, está contribuyendo especialmente a ello. Me refiero a la proliferación de los llamados animales de compañía. Singularmente, a los perros. Después de los gatos parece que son las mascotas preferidas, estimándose que hay alrededor de doscientos millones en el mundo, que hacen las delicias de sus dueños, reportándoles un efecto placebo, ampliamente documentado, que incide muy positivamente en su salud: disminuye su presión arterial y los niveles de colesterol y triglicéridos, reduce su estrés y les ayuda a combatir los estados depresivos y el sentimientos de soledad, entre otros provechos. Utilidades todas ellas recomendables y beneficiosas que deben promoverse y explotarse, aunque no a costa de cualquier cosa.

Cuando rompe la mañana o cae la tarde en cualquier ciudad, una mera constatación visual permite comprobar cómo miles de canes de innumerables razas, tamaños y carácter invaden todos los espacios acompañados de sus dueños: calles, parques, jardines, descampados, playas…Últimamente, hasta los comercios, las grandes superficies, los restaurantes y los transportes. Como sabemos, el objetivo principal de estos sistemáticos paseos es facilitar las deposiciones de los animales. Los pobres son tan curiosos y están tan bien educados que son incapaces de deponer en casa y dar trabajo a sus dueños. Por ello, se esfuerzan por hacerlo en los espacios no privativos, supongo que creyendo que es mejor. Como nadie se esfuerza en hacérselo entender, ellos persisten día tras día y semana tras semana en su inveterada costumbre. De ese modo, tan sencillo como contundente, el espacio público se convierte en una escatológica superficie que acoge las deposiciones mayores y menores de los canes. En algunos municipios, las administraciones han habilitado espacios ad hoc para esos menesteres con escasísimo éxito, probablemente tanto por causa de su insuficiencia y/o inadecuación como por el incivismo de la población. De modo que no hay farola, árbol, alcorque, valla, señal de tráfico, semáforo, contenedor de deshechos, neumático de coche aparcado, esquina, etc., que escape a la inapreciable dicha de recibir sucesivas micciones diarias de canes incontinentes.

Paseando por las ciudades se constata que no hay acera limpia de excrementos de canes, que tienen dueños incívicos, que no se merecen, porque eluden con alevosía las obligaciones que contrajeron al adoptarlos.  Se encuentran plazuelas, jardines, calles y hasta parques recreativos para niños que hieden. Se ven las bases de la señalética urbana, las esquinas y portales de las fachadas, los troncos de los árboles, etc., ennegrecidos, costrosos y en un estado lamentable, que pide a gritos limpieza e higiene. Hay descampados y rincones en los que la pestilencia es tan patente que parece que hayamos vuelto a los viejos corrales y majadas, a través de un imposible viaje en el tiempo.

La crisis también ha hecho mella en los servicios municipales. Cada vez se limpia menos y peor. Aumenta la suciedad, como lo hace el abandono de las mascotas. Volvemos al pasado, pero sin control, desregulados. Debemos proponemos hacer algo al respecto. Si no es así, en pocos años, los espacios públicos tendrán el síndrome de Diógenes y serán tan insalubres y desagradables que desnaturalizarán nuestras vidas mucho más de lo que ya lo están. Y no será un viaje al pasado que describí al principio, sino el intolerable progreso al futuro.

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