lunes, 9 de diciembre de 2013

Oposiciones.

En los años noventa conocí a una maestra de educación infantil en un pueblo de la provincia de Alicante. Yo ejercía como inspector de educación y era responsable de la supervisión de los centros educativos de aquella localidad. Rara era la semana que no recibía una o varias llamadas telefónicas del director de uno de ellos, en el que estaba destinada, expresándome su disgusto por su insolvencia y por las consecuencias que ello tenía para la educación del grupo de alumnos que tenía a su cargo e incluso para el funcionamiento del centro. Se lamentaba de que los conflictos con los niños y con sus familias eran casi diarios y que estaba en un continuo brete por causa de la inadmisible conducta profesional de la maestra.

Viajé reiteradamente al centro e intervine con diferentes estrategias para reconducir la situación y poner paz donde el conflicto estaba instalado casi permanentemente. Intenté remediar aquella desastrosa situación, que excedía los límites del ejercicio profesional, con la colaboración del claustro y del propio director. Pero aquella persona era absolutamente incapaz de controlar a los niños o de imponer en clase la más elemental disciplina, de enseñarles algo o de evitar las situaciones caóticas y los peligros para su integridad física. Aquellas pequeñas criaturas escapaban continuamente a su control, campaban a lo largo y ancho del colegio y ponían “patas arriba” cuanto encontraban a su paso.

El centro y las familias sufrieron intensa y largamente aquellas anomalías e intentaron ponerles coto. Fue un empeño en el que fracasamos todos. Lamentablemente, no encontramos una solución satisfactoria a la situación. Así que, en el ámbito de nuestras respectivas atribuciones, sorteamos el temporal como pudimos durante todo el curso hasta que, una vez finalizado, la profesora obtuvo destino en otra localidad. Eludimos un problema cuya solución nos excedía, que seguramente encontraron otros. Así que, como aquella buena mujer se hizo notar, recordé largo tiempo su nombre y apellidos (de hecho, todavía los recuerdo, aunque obviamente los omitiré).

Años después fui designado presidente de un tribunal de oposiciones, en el que sorprendentemente me reencontré con ella. La situación era radicalmente distinta y me esforcé en desproveerme de prejuicios que pudiesen afectar mi conducta durante el proceso selectivo. Paradójicamente, la tarea me resultó enormemente sencilla porque, desde su inicio, demostró unas capacidades para superar las pruebas que estaban muy por encima de las que poseían el resto de los opositores. El primer ejercicio consistía en desarrollar por escrito un tema de la especialidad durante dos horas. Recuerdo con nitidez que escribió casi el doble que el contrincante que le siguió en productividad. Y no era una cuestión de cantidad. Lo que relató, además de ser riguroso y conceptualmente coherente, incluía ejemplificaciones de las aportaciones teóricas, con ejercicios y propuestas de actividades que ofrecían un contrapunto pertinente y creíble. Rubricó un ejercicio paradigmático, brillante y sobresaliente. Y lo que hizo en esa primera prueba, lo repitió en las siguientes. Hasta el punto de que logró ser el número uno de su tribunal, obteniendo una calificación que superó en casi un punto a la de su inmediato oponente. Un triunfo absoluto en una prueba selectiva para ingresar en el cuerpo de maestros.

A veces he recordado a esta profesora y he imaginado que sus altas capacidades probablemente le hayan permitido alcanzar cotas más altas en la carrera profesional. Puede que hoy esté dirigiendo algún centro educativo, o que ilustre a los futuros profesores sobre cómo deben organizar la enseñanza. Me reconforta pensar que tal vez las leyes de Murphy se hayan activado otra vez. El sistema educativo y los ciudadanos lo agradecerán y la buena mujer disfrutará de su mejorada situación profesional. Hago votos para que así sea porque, como dijo el clásico,  ad impossibilia nemo tenetur (nadie está obligado a hacer lo imposible). 

Mi pregunta entonces y ahora es la misma: ¿cómo es posible que una persona absolutamente negada para el ejercicio profesional obtenga el número uno en un proceso selectivo cuya finalidad es escoger docentes competentes para que ejerzan la profesión durante toda su vida laboral?

Así fueron y así siguen siendo las oposiciones. Soy consciente de que el caso descrito es excepcional, como sé que no se puede coger el rábano por las hojas, ni confundir la parte con el todo. Ni es correcto, ni es veraz, ni es justo. No obstante, este caso y otros que he conocido creo que me han proporcionado una idea bastante ajustada de aquello para lo que no sirven las oposiciones: seleccionar a los mejores maestros. Y por ello, si no cumplen con su finalidad, debieran sustituirse por procedimientos más adecuados, que los hay. Otra cosa es que quien tiene la responsabilidad de seleccionar a los profesores del sistema público tenga interés en escoger a los mejores.

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