miércoles, 18 de diciembre de 2013

Invierno.

Aún faltan tres días para que llegue el invierno, pese a que hace semanas que nos acompañan la cortedad de los días, la levedad del sol y la luz mortecina. No tanto el frío que, en este territorio definitivamente primaveral, es un fenómeno que se hace de rogar, estando casi permanentemente ausente. Hace un par de semanas que nos visitó inopinada y virulentamente, como de costumbre. Y es que en esta acogedora y entrañable tierra las casas nunca se construyeron para combatir el frío. ¿Para qué, si apenas nos cita unas pocas semanas al año? Por eso, temporada tras temporada, nos sorprende la ‘frescoreta alacantina’, ese eufemismo que encubre un helor sustantivo, que congela los huesos y hasta el espíritu en un santiamén.

Hoy hemos encendido la calefacción por primera vez en este otoño. Lo de prender la calefacción es un decir porque, simplemente, hemos puesto en marcha uno de esos artilugios denominados “bomba de calor”, que curiosamente lo mismo sirven para caldear que para refrigerar. Al rato, el reconfortante calorcillo y la modorra que me produce habitualmente la televisión me han transportado a un leve sueño, de esos que echamos perezosamente en el sofá antes de decidirnos a ir a la cama, a dormir como Dios manda. Ha sido un sueño breve, de esos que se consume casi en un ‘plis-plas’, pero de los que te despiertas sorprendido, diciendo: ¡arrea!, si he soñado y todo. Esta vez la ensoñación me ha transportado otra vez a la niñez y al pueblo, espacios donde suelo recrear mi memoria personal, seguramente de manera tan distorsionada como apasionada.

Soñaba que allí el invierno era otra cosa. Algo sinónimo de viento y de lluvias. Especialmente el primero ululaba frecuentemente, noche y día, afilando esquinas y salientes de casas y corrales, meciendo cables y lámparas del alumbrado con un soniquete característico, colándose por cuantas rendijas había en aquella población, estrecha, larga y abigarrada, en la que las casas servían exclusivamente para guarecerse de las inclemencias atmosféricas mayores, porque sus puertas y ventanas no cerraban bien ni una. El aire penetraba por las incontables rendijas que todas tenían, invadiendo estancias, recovecos y alcobas. Intentábamos eludirlo con fogatas contundentes que prendíamos en las chimeneas. Eran muy generosas, porque allí abunda la leña, pero apenas conseguían calentar la parte anterior de nuestros cuerpos, quedando la posterior fuera de aquella bendita influencia. Lograr que ambas gozasen simultáneamente de la dicha del calor era imposible. Si mirábamos al fuego, se helaban nuestras espaldas. Si se las ofrecíamos desdeñosamente, el torso y las piernas quedaban huérfanas de bienestar, expuestos a la intemperie de los flujos que, de una manera u otra, acababan trayendo el frío al cuerpo.

Nos arrimábamos al fuego exageradamente. Se nos encendían los rostros y casi llegábamos a quemarnos las manos y las piernas, que delataban a las claras aquellas adicciones, exhibiendo sabañones y ’cabras’ (Eritema ab igne o eritema reticulado con hiperpigmentación residual, parece que se denominan). Todos teníamos alguna ‘cabra’ en las extremidades inferiores, aunque eran las mujeres, singularmente las de más edad, las que las lucían abundantemente en invierno. La chimenea era el lugar que nos congregaba a cualquier hora pero, sobre todo, por la noche, después de cenar. A las ocho y media de la tarde todo el mundo estaba cenando y, a las nueve, el liviano ágape, generalmente integrado por el celebérrimo hervido de verduras y algo más, había concluido y empezaba el tiempo compartido frente al fuego. Allí aprendíamos los primeros cuentos y dichos y sabíamos de historias que habían acontecido a familiares y vecinos. Allí me tomaba mi padre las lecciones para asegurarse de que las había aprendido durante la tarde. Allí asábamos castañas, mazorcas de maíz y despojos de la matanza. Aquel rincón acogedor era la patria de los viejos, que apenas se apartaban de él, cabizbajos y encorvados, casi siempre taciturnos y quejándose del frío.

También visualicé en mi corto sueño que apenas eran las nueve y media de la noche y nuestras madres ya estaban enviándonos a la cama, con aquella recurrente cantinela: “ A las diez, en la cama estés…”. Allí empezaba otra aventura, la de las sábanas tiesas, remendadas y frías como témpanos, que nos envolvían con todo su helor, metiéndonoslo hasta en los tétanos. Nos defendíamos de aquella agresión encogiéndonos en posición fetal, mientras soportábamos una decena de kilos de ‘mantas de muletón’, que calentaban más por presión que por sus propiedades calóricas. Nos hacíamos una especie de nido ecológico, un pequeño hueco en el que permanecíamos hieráticamente acurrucados, esperando que el propio cuerpo nos proporcionase el calor que todo el conjunto ambiental no conseguía darnos. Transcurría al menos media hora antes de que abandonásemos definitivamente las ‘tembladeras’ y empezásemos a sentir el calor reciclado del propio cuerpo y a estar en condiciones de conciliar el sueño.

Me desperté y, todavía confuso entre mis ensoñaciones y la realidad en que me hallaba, comprobé por enésima vez la nitidez con que vuelvo a los recuerdos. Volví a evocar lo que Carles Geli dijo de Juan Marsé en un artículo que publicó en el diario El País a propósito de la presentación de su novela Caligrafía de los sueños: “la única patria de Juan Marsé es su infancia”. Tal vez, a mi me sucede lo mismo.  Y por eso, salvando las distancias, también acostumbro a contar distintas versiones de mi única historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario