lunes, 6 de enero de 2014

Año nuevo, viejos problemas.

Leo en el periódico una noticia que me conmueve. Un hombre de 67 años, enfermo de cáncer desde hace seis, muere solo, como un perro sin dueño, en una tubería de desagüe junto al río Ebro, que era la “casa” que compartía con otro indigente. Según recoge la crónica, cuando le diagnosticaron la enfermedad decidió apartarse de la vida y del mundo para evitar molestar a su familia. Pese a que cobraba una pensión razonable, eligió como morada ese escondrijo de apenas un metro de diámetro, que le ha servido para borrarse de la nómina social, evitando el sufrimiento a su familia y a la sociedad en general, exonerándoles de compartir la angustia por verle languidecer y consumirse. Ésa es la historia que recoge la noticia. ¿Qué más hay detrás de ella? ¿Es exactamente lo sucedido o se omiten otros detalles? Ni lo sé, ni creo que tenga la menor importancia. Lo relatado es más que suficiente. Constata un suceso aterrador, que me avergüenza y que me escuece como un hierro candente en la piel.

La opulenta sociedad en que vivimos (aún a pesar de la crisis), que se rasga las vestiduras porque se abandonan los animalitos de compañía (mascotas, les llaman ahora), que gasta centenares de miles de euros en llenar las ciudades con árboles, macetas o luces de colorines (a mayor lucro de los proveedores municipales), que consume compulsivamente lo innecesario, lo superfluo y lo que se tercie (aunque no sirva para nada), que aprovecha estas “entrañables” fiestas navideñas para practicar la caridad más farisea, organizando rastrillos, bancos de alimentos y/o juguetes por un día (como si los años tuviesen esa duración para quiénes carecen de todo), contempla sin parpadear como un ciudadano que cobra su pensión (colijo que porque ha cumplido a lo largo de su vida con sus deberes, y no como tantos otros), enfermo de morir, lo hace en una alcantarilla, como si fuese una piltrafa. Y nadie hace nada para evitarlo. ¿Acaso puede argüirse desconocimiento de una situación que parece que persistió más de un lustro? ¿Es tolerable tal nivel de eficiencia de nuestro sistema de protección social?

Cada vez soporto peor la indignidad en que vivimos. Lo que le ha sucedido a esta persona es parangonable con lo que les acontece diariamente a otras decenas de miles, cuyo sufrimiento y desesperación deberían conmover a las piedras. Y no es así, conocemos habitualmente hechos que nos avergüenzan porque ponen en evidencia nuestra condición de seres sociales, nuestra humanidad, nuestra capacidad de sentir piedad y de sobrecogernos y ponernos en el lugar de los otros. Particularmente reniego de esta sociedad de la egolatría, del despropósito, de la desmesura, de la insensibilidad y de la sinrazón. No quiero ser ciudadano del cuarto mundo, de un Estado que no es capaz de solucionar problemas y situaciones que no son permisibles en un estado de derecho y menos en el estado del bienestar en que presuntamente habitamos. No podemos seguir mirando para otro lado porque son urgentes las soluciones. No hay dilaciones posibles y debemos ser combatientes en esta dirección por encima de cualquier excusa.

Ya está bien de pamplinas, de regalitos navideños y de tonterías. Es hora de empeñar la energía y los recursos disponibles en afrontar e intentar resolver los problemas auténticos de los ciudadanos. Ya está bien de vivir en una especie de entelequia, que se obstina en ningunear o negar la realidad que tenemos cada mañana ante nosotros.

Hace muchos años que aborrezco la obscenidad religiosa de la Navidad. Repudio el fariseísmo de una sociedad mentirosa, que glorifica unas virtudes mientras practica las contrarias. Una sociedad en la que el mercado, como nuevo Deus ex maquina, se asocia con la ideología religiosa condicionando la conciencia, la conducta y la propia identidad de la ciudadanía. Aparecen valores y pautas de comportamiento, adobadas con la ideología de la precariedad y la inseguridad como pautas positivas, cuando realmente de lo que se trata es de vaciarnos  los bolsillos y de arrebatarnos las conciencias.

Yo seguiré diciendo que es imprescindible construir un contradiscurso que incorpore las miradas de los otros, de las otras realidades, de las otras culturas, de las otras etnias…, miradas que aportarán explicaciones, intuiciones y hasta redefiniciones de nuestra propia historia. Como dijo Paulo Freire “la actividad de los ciudadanos no puede ser la de quiénes, reconociendo la potencia de los obstáculos, los considera insuperables. Al contrario de lo que piensan los irresponsables, el lenguaje de quien se inserta en una realidad contradictoria, empujado por el sueño de hacerla menos perversa, es el lenguaje de la posibilidad. Es el lenguaje comedido de quien lucha por su utopía de una forma impacientemente paciente”. Ese es, otra vez, mi propósito para el nuevo año: transformar algunas dificultades en posibilidades. 

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