sábado, 14 de diciembre de 2013

A Manolo Gomis.

Emilio Lledó dijo que “ser maestro es una forma de ganarse la vida, pero sobre todo es una forma de ganar la vida de los otros”. Estoy de acuerdo con él en que la condición de maestro incluye la alteridad, la perspectiva y la posición de los otros, la empatía, la capacidad y la voluntad de ponerse en el lugar de los demás. Y eso no está al alcance de cualquiera.

La literatura pedagógica ha documentado ampliamente las características y atribuciones que deben tener los buenos maestros y profesores. Es amplio el repertorio de obras y experiencias que las enumeran y describen, y no voy a reproducirlas aquí. En síntesis, vienen a concluir que lo esencial del “ser maestro” es poseer ese compendio de cualidades y atributos, interiorizarlos y actuar conforme a ellos. Con naturalidad, sin mixtificaciones, trabando la realidad con el pensamiento, la práctica con la teoría, la acción con la reflexión.

En pocos momentos de mi vida he sentido tan intensamente la profesión como en los años que trabajé con Manolo. En esa época tenía continuamente la sensación de que estábamos haciendo lo que debíamos, cuando correspondía y de la manera que convenía que se hiciese. El nuestro era un ejercicio profesional impregnado de sentido, de convicción y, por qué no decirlo, de pasión por lo que hacíamos. Pocas veces he disfrutado personal y profesionalmente tanto como lo hice entonces. La tarea diaria fluía con naturalidad, sin retóricas, artificiosidades o imposturas. Era habitual la coherencia entre lo que pensábamos, lo que se sentíamos y lo que hacíamos. Los otros, nuestros alumnos y sus familias, y muchos compañeros, lo percibían y lo vivían con idéntica intensidad y simultaneidad. Aquella realidad no era flor excepcional, producto de un día de trabajo inspirado, sino un eje conductor que vertebraba nuestro ocupación docente a lo largo de las semanas, los meses y los cursos académicos. Hay centenares de testigos que ratificarán lo que digo.

Pocos han comprendido, como Manolo, que los profesores y los maestros enseñamos siempre lo que somos y lo que hacemos. Y que sólo a veces conseguimos que nuestros alumnos aprendan lo que explícitamente nos proponemos enseñarles. No he conocido otro maestro ni profesor que haya difuminado mejor los límites entre la educación formal y la informal o la no formal, ni que haya logrado desdibujar tan claramente las fronteras que existen entre el aprendizaje auténtico y los aprendizajes formales que se producen en las escuelas. Pocos profesionales como él han trabado tan eficientemente el trabajo escolar con el extraescolar y el paraescolar, sin hacer distingos entre lo que se hace de lunes a viernes y lo que se puede realizar en un fin de semana o en un periodo de vacaciones. Rara vez he conocido personas que tengan tantas habilidades para trabajar en la formalidad del aula como para abordar la informalidad de otros ambientes de aprendizaje, desde un centro de vacaciones escolares a un taller de animación juvenil o una experiencia estrictamente lúdica.

El liderazgo no es una función que pueda aprenderse fácilmente, sino que es un concepto multidimensional y poliédrico en el que la visión y los valores culturales del líder dan sentido al proyecto que se ejecuta, sea de forma individual o colectiva. Muchas son las teorías elaboradas sobre el liderazgo pedagógico. Todas ellas se diluyen cuando se confrontan con la conducta docente de un profesor que ejerce el liderazgo de manera natural, con un reconocimiento prácticamente unánime. Manolo ha sabido subsumir en su comportamiento como maestro los patrones característicos de las acciones de los líderes auténticos, haciendo del ejercicio profesional una obra compartida, aparentemente sencilla y que, sin embargo, es a la vez inmensa y trascendente porque deja una profunda huella en quienes participan de ella. Puedo escribir mil detalles más. No lo haré porque es innecesario. Quienes hemos visto y compartido a Manolo en la faena sabemos de qué estamos hablando.

Le debía a Manolo este pequeño homenaje. Y aquí está, por merecido y justo. Se lo hago por escrito porque es la única manera que veo de materializarlo. Sé que no me dejaría terminar el ‘discursito’ si me oyese iniciarlo. Así que… ¡va por ti, maestro!.

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