domingo, 25 de agosto de 2019

Brecha generacional

¿Quién no ha contrastado en alguna ocasión lo que se denomina brecha generacional? Me refiero a esa línea que separa los grupos de seres vivos con parecida edad que, en contra de lo que pudiera creerse, tiene poco de imaginaria porque representa algo muy real, conformado por los gustos, los comportamientos y los intereses que comparten quienes han nacido en el mismo período histórico y, justamente por ello, han recibido estímulos equiparables que les han inducido enfoques y modos de vida que les confieren idiosincrasia propia.

Existen diversas clasificaciones generacionales que se han popularizado en diferente medida, según las modas y/o las percepciones y necesidades de las personas y los colectivos. Así, unos se han inclinado por distinguir generaciones rotuladas como Grandiosa (1901-1924); Silenciosa (1925-1945); del Baby Boomer (1946-1960); Generación X (1961-1981); Generación Y (1982-2000) y Generación Z (a partir del año 2001). En cambio, otros han preferido etiquetas como Generación de las Dos Caídas (integrada por quienes nacieron a principios de los ochenta y recuerdan tanto la Caída del Muro de Berlín como la de las Torres Gemelas); Generación XD (adolescentes que tienen entre 12 y 16 años, llamados así porque el “XD” es la forma de expresar gran emoción al escribir en las redes sociales; la X indica unos ojos cerrados y la D una boca abierta riéndose); o Niños Google, que son los actuales, para los que todo es “touch”: la vida es interactiva y cuanto desean saber lo tienen al alcance de un clic. Incluso existen quienes optan por denominar Millenials a los integrantes de la Generación Y, y Centenials a quienes engrosan la Generación Z.

Como todo el mundo sabe, a lo largo de la historia son recurrentes las diferencias intergeneracionales. No existe generación que no confronte con la precedente o la consecuente; aunque suele ser más habitual lo segundo que lo primero, o al menos es lo que percibo en las conversaciones cotidianas. Cada vez los contrastes son más evidentes, seguramente porque son mayores y más aceleradas las transformaciones tecnológicas, económicas y socioculturales, que exigen respuestas carentes de sentido en contextos precedentes, en los que eran perfectas desconocidas. Pertenecer a una generación o a la siguiente puede significar muchas cosas, como por ejemplo pasar de trabajar con una máquina de escribir a afrontar prácticamente cualquier reto o necesidad personal o laboral con un simple teléfono móvil. De ahí que difieran tanto los desafíos que deben encarar las distintas generaciones y sus respectivas maneras de pensar, de vivir y de convivir. El conflicto intergeneracional es tan poco novedoso como inusual resulta el entendimiento entre las generaciones. Esa reiterada confrontación ha ido creciendo en complejidad y hoy casi no admite otra alternativa que el esfuerzo de los más veteranos para adaptarse a las circunstancias sobrevenidas.

Aunque medien dos generaciones entre el mundo que me vio nacer y el que ahora comparto con mis descendientes, existen muchas cosas que apenas han cambiado. Y es lógico que así sea porque, en caso contrario, en lugar de existir una brecha se produciría un abismo intergeneracional. Se trata de cosas buenas y menos buenas, de otras que son regulares y hasta de terceras plenamente intrascendentes. No las enumeraré porque son muchas, pero no cabe duda que esa continuidad en los asuntos y en los aconteceres, que armoniza las respectivas vidas y con ellas las privativas versiones de una condición humana compartida, simplifica el camino adaptativo que debemos recorrer los mayores.

Pese a todo, en los últimos años han eclosionado nuevas realidades que cuanto menos sorprenden y dificultan los procesos de ajuste. Me cuesta entender, por ejemplo, que hoy por hoy las empresas trabajen sin desfallecimiento sabiendo que apenas el 30 % de los productos que ponen en el mercado sobrevivirán a su primer año de vida; o que la tasa de “mortalidad” de las nuevas manufacturas será del 99% a cinco años vista. Son realidades que para la gente de mi generación resultan  casi inconcebibles. En otro orden de cosas, tampoco logro entender cuanto atañe a lo que se denominan “retos virales”, que no son otra cosa que situaciones que se propician y difunden por internet con apariencia de simples juegos, que entrañan un enorme riesgo y pueden producir lesiones graves o incluso la muerte. Desde el Momo al Balconing, y desde el Juego de la asfixia al Train surfing, el Juego de la Muerte, el Vodka en el ojo o los Retos del fuego y de la canela. Y otros, cuyas denominaciones originales parece que los hacen todavía más excitantes, como Hot water challenge, Flaming cactus challenge, Cockroach challenge, In My Feelings Challenge, Knockout, Neknomination, Ice and salt Challenge, etc.

Podría extenderme relacionando un amplio elenco de actitudes y comportamientos de las nuevas generaciones que me cuesta comprender. Algo normal, por otro lado, si se tiene en cuenta que el siglo comenzó con un hecho sin precedentes en la Historia. Por primera vez la Humanidad incorporó a más de ochocientos millones de adolescentes, una inmensa y heterogénea población con edades comprendidas entre los trece y los veinte años que constituye la llamada Generación Net, también denominada de los "Pequeños Tiranos", por el gran control que ejercen sobre sus padres. Estos, escudándose en hipotéticos condicionamientos económicos, laborales, intelectuales, afectivos etc., les han escatimado atención y dedicación, y también la paciencia y otras experiencias emocionales imprescindibles para el adecuado desarrollo de la infancia. Muchos de ellos son niños a los que se ha prohibido salir solos a la calle, cuya vida extraescolar ha estado repleta de clases complementarias, que han comprado cuanto se les ha ofrecido por televisión, que suelen comer lo que quieren y hacer lo que les viene en gana, en suma. En consecuencia, se han convertido en personas incapaces de realizar actividades que no les satisfagan a corto plazo, que tienen baja autoestima, que se mueven más por impulsos que por convencimientos y que toleran mal la frustración. No son realistas y por ello se fijan objetivos utópicos sin sopesar el esfuerzo que requieren. Son chavales que rehúyen los problemas, que no han aprendido a aceptar las consecuencias de sus actos y que están acostumbrados a las soluciones fáciles... En síntesis, se trata de personas inmaduras, fácilmente influenciables y por tanto presas fáciles para las compañías indeseables, así como candidatos idóneos para incorporarse al mundo de las adicciones y de los comportamientos antisociales.

No puede extrañarnos que nos separe un abismo de algunas de las personas que integran las nuevas generaciones. No podemos entender, por ejemplo, que uno de los comportamientos virales de este verano sea defecar en el agua de las piscinas, obligando a cerrar centenares de ellas para higienizarlas, privando del baño a miles de afectados que ni siquiera conocen a quienes les molestan. Por mucho que nos lo expliquen tampoco podemos entender los “botellones” sistemáticos que se practican en todo el país a lo largo del año, de la misma manera que nos repugna la violencia gratuita y/o criminal de muchos jóvenes y sus conductas temerarias, que amenazan su propia integridad y la de los demás.

Llegados a este punto me parece que rebaso ampliamente los contornos de la brecha generacional para adentrarme en el territorio del egoísmo, de la incivilidad y hasta de la barbarie. Y en esa pérfida región habita gente de todas las generaciones y de cualquier condición, no siendo precisamente los jóvenes la categoría más abundante. 

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