¿Quién
no ha contrastado en alguna ocasión lo que se denomina brecha generacional? Me
refiero a esa línea que separa los grupos de seres vivos con parecida edad que,
en contra de lo que pudiera creerse, tiene poco de imaginaria porque representa
algo muy real, conformado por los gustos, los comportamientos y los intereses
que comparten quienes han nacido en el mismo período histórico y, justamente por
ello, han recibido estímulos equiparables que les han inducido enfoques y modos
de vida que les confieren idiosincrasia propia.
Existen
diversas clasificaciones generacionales que se han popularizado en diferente
medida, según las modas y/o las percepciones y necesidades de las personas y
los colectivos. Así, unos se han inclinado por distinguir generaciones rotuladas
como Grandiosa (1901-1924); Silenciosa (1925-1945); del Baby Boomer (1946-1960); Generación X (1961-1981); Generación Y (1982-2000) y Generación Z (a partir del año 2001). En
cambio, otros han preferido etiquetas como Generación
de las Dos Caídas (integrada por quienes nacieron a principios de los
ochenta y recuerdan tanto la Caída del Muro de Berlín como la de las Torres
Gemelas); Generación XD (adolescentes
que tienen entre 12 y 16 años, llamados así porque el “XD” es la forma de
expresar gran emoción al escribir en las redes sociales; la X indica unos ojos
cerrados y la D una boca abierta riéndose); o Niños Google, que son los actuales, para los que todo es “touch”:
la vida es interactiva y cuanto desean saber lo tienen al alcance de un clic.
Incluso existen quienes optan por denominar Millenials
a los integrantes de la Generación Y, y Centenials
a quienes engrosan la Generación Z.
Como
todo el mundo sabe, a lo largo de la historia son recurrentes las diferencias
intergeneracionales. No existe generación que no confronte con la precedente o la
consecuente; aunque suele ser más habitual lo segundo que lo primero, o al
menos es lo que percibo en las conversaciones cotidianas. Cada vez los
contrastes son más evidentes, seguramente porque son mayores y más aceleradas
las transformaciones tecnológicas, económicas y socioculturales, que exigen respuestas
carentes de sentido en contextos precedentes, en los que eran perfectas desconocidas.
Pertenecer a una generación o a la siguiente puede significar muchas cosas,
como por ejemplo pasar de trabajar con una máquina de escribir a afrontar prácticamente
cualquier reto o necesidad personal o laboral con un simple teléfono móvil. De
ahí que difieran tanto los desafíos que deben encarar las distintas generaciones
y sus respectivas maneras de pensar, de vivir y de convivir. El conflicto
intergeneracional es tan poco novedoso como inusual resulta el entendimiento
entre las generaciones. Esa reiterada confrontación ha ido creciendo en
complejidad y hoy casi no admite otra alternativa que el esfuerzo de los más veteranos
para adaptarse a las circunstancias sobrevenidas.
Aunque
medien dos generaciones entre el mundo que me vio nacer y el que ahora comparto
con mis descendientes, existen muchas cosas que apenas han cambiado. Y es
lógico que así sea porque, en caso contrario, en lugar de existir una brecha se
produciría un abismo intergeneracional. Se trata de cosas buenas y menos buenas,
de otras que son regulares y hasta de terceras plenamente intrascendentes. No
las enumeraré porque son muchas, pero no cabe duda que esa continuidad en los
asuntos y en los aconteceres, que armoniza las respectivas vidas y con ellas
las privativas versiones de una condición humana compartida, simplifica el
camino adaptativo que debemos recorrer los mayores.
Pese
a todo, en los últimos años han eclosionado nuevas realidades que cuanto menos sorprenden
y dificultan los procesos de ajuste. Me cuesta entender, por ejemplo, que hoy
por hoy las empresas trabajen sin desfallecimiento sabiendo que apenas el 30 %
de los productos que ponen en el mercado sobrevivirán a su primer año de vida;
o que la tasa de “mortalidad” de las nuevas manufacturas será del 99% a cinco
años vista. Son realidades que para la gente de mi generación resultan casi inconcebibles. En otro orden de cosas,
tampoco logro entender cuanto atañe a lo que se denominan “retos virales”, que
no son otra cosa que situaciones que se propician y difunden por internet con
apariencia de simples juegos, que entrañan un enorme riesgo y pueden producir
lesiones graves o incluso la muerte. Desde el Momo al Balconing, y desde
el Juego de la asfixia al Train surfing, el Juego de la Muerte, el Vodka
en el ojo o los Retos del fuego y de la
canela. Y otros, cuyas denominaciones originales parece que los hacen todavía
más excitantes, como Hot water challenge,
Flaming cactus challenge, Cockroach challenge, In My Feelings Challenge, Knockout, Neknomination, Ice and salt
Challenge, etc.
Podría
extenderme relacionando un amplio elenco de actitudes y comportamientos de las
nuevas generaciones que me cuesta comprender. Algo
normal, por otro lado, si se tiene en cuenta que el siglo comenzó con un hecho
sin precedentes en la Historia. Por primera vez la Humanidad incorporó a más de
ochocientos millones de adolescentes, una inmensa y
heterogénea población con edades comprendidas entre los trece y los veinte años que constituye
la llamada Generación Net, también denominada de los "Pequeños
Tiranos", por el gran control que ejercen sobre sus padres. Estos,
escudándose en hipotéticos condicionamientos económicos, laborales, intelectuales,
afectivos etc., les han escatimado atención y dedicación, y también la paciencia
y otras experiencias emocionales imprescindibles para el adecuado desarrollo de
la infancia. Muchos de ellos son niños a los que se ha prohibido salir solos a
la calle, cuya vida extraescolar ha estado repleta de clases complementarias,
que han comprado cuanto se les ha ofrecido por televisión, que suelen comer lo
que quieren y hacer lo que les viene en gana, en suma. En consecuencia, se han
convertido en personas incapaces de realizar actividades que no les satisfagan a
corto plazo, que tienen baja autoestima, que se mueven más por impulsos que por
convencimientos y que toleran mal la frustración. No son realistas y por ello se
fijan objetivos utópicos sin sopesar el esfuerzo que requieren. Son chavales que
rehúyen los problemas, que no han aprendido a aceptar las consecuencias de sus
actos y que están acostumbrados a las soluciones fáciles... En síntesis, se
trata de personas inmaduras, fácilmente influenciables y por tanto presas
fáciles para las compañías indeseables, así como candidatos idóneos para incorporarse
al mundo de las adicciones y de los comportamientos antisociales.
No
puede extrañarnos que nos separe un abismo de algunas de las personas que
integran las nuevas generaciones. No podemos entender, por ejemplo, que uno de
los comportamientos virales de este verano sea defecar en el agua de las
piscinas, obligando a cerrar centenares de ellas para higienizarlas, privando
del baño a miles de afectados que ni siquiera conocen a quienes les molestan. Por
mucho que nos lo expliquen tampoco podemos entender los “botellones”
sistemáticos que se practican en todo el país a lo largo del año, de la misma
manera que nos repugna la violencia gratuita y/o criminal de muchos jóvenes y
sus conductas temerarias, que amenazan su propia integridad y la de los demás.
Llegados
a este punto me parece que rebaso ampliamente los contornos de la brecha
generacional para adentrarme en el territorio del egoísmo, de la incivilidad y hasta
de la barbarie. Y en esa pérfida región habita gente de todas las generaciones
y de cualquier condición, no siendo precisamente los jóvenes la categoría más
abundante.
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