Si tuviese
que destacar dos entre las palabras que este verano están en el candelero, sin
duda, mencionaría calor y despilfarro. La primera alude a un concepto que es a la vez condicionante y consecuencia del
llamado cambio climático. La segunda, que también se asocia con él, es un término
recurrente en los medios de comunicación desde que el Panel Intergubernamental
sobre Cambio Climático (IPCC), organismo de las Naciones Unidas para evaluar la
ciencia relacionada con este fenómeno, publicó el pasado día 8 de agosto el Informe
Especial sobre Cambio Climático y Tierra.
Me refiero a la
primera acepción del DRAE, que define el despilfarro como el gasto excesivo y superfluo
–también desmesurado– de los recursos. Existe bastante consenso
en considerar que tan equivocado dispendio es una realidad incesante desde
mediados del siglo XIX, cuando se inicia la extracción intensiva de los
combustibles fósiles, especialmente del petróleo, para el abastecimiento de
energía. Por tanto, el origen del descalabro que tan crecientemente amenaza
a la Humanidad debe situarse en la era de la industrialización, cuando se transforma
radicalmente la actividad productiva tradicional, sustentándose alternativamente
en una intensa extracción de combustibles fósiles, imprescindible para asegurar
que el sistema crezca y avance rápidamente, generándose así el círculo vicioso
del que ya no hemos logrado escapar: a más extracción de energía, más
posibilidad de crecimiento; a más crecimiento de todo, mayor exigencia de
extracción de energía. Esta absurda lógica ha instituido una deriva de
sobreexplotación de los recursos que multiplica las agresiones al medio ambiente
y reniega de las viejas formas de vida, desencadenando
multitud de procesos que avanzan exponencialmente amenazando la salud del
Planeta como la deforestación, la degradación del suelo y del agua, la contaminación,
la desertización, el desequilibrio de los ecosistemas, el exterminio de
especies animales y vegetales, la pérdida de biodiversidad, etc.
Mucho más que el aumento continuado de la
población terrestre, el factor que ha determinado la creciente demanda de
recursos y que ha propiciado su despilfarro son las técnicas de persuasión utilizadas
por el sistema capitalista para incentivar el consumo desmesurado. Estas
artimañas se han ideado para acrecentar artificiosamente las supuestas necesidades
de las personas, excitando su incontenible deseo de comprar y acumular objetos,
sumiéndolas en la permanente insatisfacción y haciéndolas plenamente dependientes.
A ello han contribuido de manera importante la socialización de los futuros
ciudadanos, a través de una educación mal enfocada; la propaganda, que impele a
establecer pautas convencionales de conductas inadecuadas; la publicidad, que
incentiva el consumo compulsivo a través de campañas artificiosas y falaces; la
moda, que provee tendencias cambiantes e innecesarias en la vestimenta y en los
comportamientos; etc. Todas ellas son truculencias que coadyuvan a hacer de los
individuos seres irracionales y estúpidos, presas fáciles de la alienación y de
la irreflexión.
En el informe citado del IPCC se pone de
manifiesto que, si bien una mejor gestión de la tierra puede contribuir a hacer
frente al cambio climático, no es la única solución. Si se quiere mantener el
calentamiento global muy por debajo de 2 °C, o incluso en 1,5 °C, es
fundamental asegurar la reducción de las emisiones de gases de efecto
invernadero de todos los sectores. Es incontestable que el espectacular
crecimiento del transporte (especialmente el aéreo), las transformaciones agrícolas,
el impacto que produce la industria ganadera sobre las emisiones, la
degradación del suelo y la deforestación, el turismo desaforado y su incidencia
en el tráfico aéreo, entre otras muchas actividades, generan un gasto
descomunal de recursos naturales y son responsables de la gran dependencia que
afecta al hombre actual, un espécimen mayoritariamente urbano e insaciable
devorador de recursos.
Entre los múltiples flecos y derivaciones
que tiene asunto tan peliagudo como el cambio climático, me interesa destacar
hoy los comentarios que hizo Hans-Otto Pörtner, presidente del grupo de trabajo
del IPCC, al presentar el mencionado Informe, instando a los gobiernos a poner
en marcha “políticas que reduzcan el despilfarro de comida e influyan en la
elección de determinadas opciones alimentarias”. “Sería realmente beneficioso –apostillaba–, tanto
para el clima como para la salud humana, que la gente de muchos países
desarrollados consumiera menos carne, y que la política creara incentivos
apropiados a tal efecto”. Alcanzar
los objetivos marcados en los Acuerdos de París para frenar el calentamiento
global será muy difícil si antes no se produce un cambio drástico en el uso del
suelo y, por ende, en los hábitos de consumo de alimentos.
En este aspecto, España, al adoptar en
septiembre de 2015 los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, se
comprometió a reducir el desperdicio de alimentos a la mitad en 2030. Pero no
vamos por buen camino. Los hogares españoles tiramos a la basura 1.339 millones
de kilos/litros de comida y bebida en 2018, un 9 % más que el año anterior,
según detalla el Ministerio de Agricultura, debido al aumento de las
temperaturas en la primavera y el verano de ese año. Por otro lado, la pérdida
y el derroche de alimentos supone entre un 25 y un 30% de los que se producen
en el mundo, siendo responsable de entre el 8 y el 10% de todas las emisiones
de efecto invernadero que genera el ser humano. Por eso, los expertos reclaman
atajar también este problema para luchar contra la crisis climática, además de
modificar la dieta y cambiar el modelo energético.
Verdaderamente, si no fuera un drama de
proporciones inmensas, podría considerarse una astracanada que la época con mayor
capacidad para producir alimentos que ha conocido la Humanidad coincida con la
existencia de casi mil millones de personas que no tienen víveres suficientes
para llevar una vida saludable y activa. Todavía resulta más lacerante que esta
realidad conviva con el derroche alimentario que mencionaba que,
adicionalmente, supone un mal uso de la mano de obra, del agua, de la energía,
de la tierra y de otros recursos naturales que se utilizaron para producirlos. Sin
duda, la comida es y representa mucho más de lo que contienen nuestros platos.
Por ello, me parece inaplazable que se
aborde normativamente el desperdicio alimentario en todos los niveles de la
cadena de producción y consumo. Deberían establecerse medidas para que todos
los agentes implicados en la producción, distribución y comercialización puedan
donar los excedentes o descartes a bancos de alimentos, para alimentación
animal o para abonos. También deberían prohibirse las prácticas que impliquen
estropear los alimentos haciéndolos inservibles para su consumo, exigir fechas
de consumo preferente y caducidad acordes a criterios de calidad y seguridad
alimentaria, no en función de particulares intereses económicos, y fomentar la
reutilización y el reciclado. Ninguno de los cuatro principales partidos políticos
aludían en los respectivos programas con que concurrieron a las últimas elecciones
generales propuesta alguna para abordar este problema. La UE tampoco cuenta con una normativa
específica que ataje el desperdicio de alimentos, pese a que un documento del
Consejo de la UE, de 2016, destacaba que la pérdida y desperdicio de
comestibles acaparan una cuarta parte del agua usada con fines agrícolas,
además de destruir la biodiversidad y repercutir un gasto anual de 990.000
millones de dólares a la economía mundial.
En este punto de la reflexión siempre me hago
las mismas preguntas, ¿cuánto duraría el Planeta si todos sus habitantes “disfrutasen”
de los estándares consumistas que son habituales para nosotros, los
occidentales? ¿O es que deben existir clases diferenciadas de ciudadanos y, por
tanto, miles de millones de personas que no deben reivindicar los “derechos” y
“aspiraciones” que tenemos nosotros? No hay que ser un lince para deducir que la
situación es abrumadoramente insostenible. Ni es posible parar el tiempo, ni
tampoco seguir mirando hacia otro lado.
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