miércoles, 14 de agosto de 2019

Despilfarro

Si tuviese que destacar dos entre las palabras que este verano están en el candelero, sin duda, mencionaría calor y despilfarro. La primera alude a un concepto que es a la vez condicionante y consecuencia del llamado cambio climático. La segunda, que también se asocia con él, es un término recurrente en los medios de comunicación desde que el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), organismo de las Naciones Unidas para evaluar la ciencia relacionada con este fenómeno, publicó el pasado día 8 de agosto el Informe Especial sobre Cambio Climático y Tierra.

Me refiero a la primera acepción del DRAE, que define el despilfarro como el gasto excesivo y superfluo –también desmesurado– de los recursos. Existe bastante consenso en considerar que tan equivocado dispendio es una realidad incesante desde mediados del siglo XIX, cuando se inicia la extracción intensiva de los combustibles fósiles, especialmente del petróleo, para el abastecimiento de energía. Por tanto, el origen del descalabro que tan crecientemente amenaza a la Humanidad debe situarse en la era de la industrialización, cuando se transforma radicalmente la actividad productiva tradicional, sustentándose alternativamente en una intensa extracción de combustibles fósiles, imprescindible para asegurar que el sistema crezca y avance rápidamente, generándose así el círculo vicioso del que ya no hemos logrado escapar: a más extracción de energía, más posibilidad de crecimiento; a más crecimiento de todo, mayor exigencia de extracción de energía. Esta absurda lógica ha instituido una deriva de sobreexplotación de los recursos que multiplica las agresiones al medio ambiente y reniega  de las viejas formas de vida, desencadenando multitud de procesos que avanzan exponencialmente amenazando la salud del Planeta como la deforestación, la degradación del suelo y del agua, la contaminación, la desertización, el desequilibrio de los ecosistemas, el exterminio de especies animales y vegetales, la pérdida de biodiversidad, etc.

Mucho más que el aumento continuado de la población terrestre, el factor que ha determinado la creciente demanda de recursos y que ha propiciado su despilfarro son las técnicas de persuasión utilizadas por el sistema capitalista para incentivar el consumo desmesurado. Estas artimañas se han ideado para acrecentar artificiosamente las supuestas necesidades de las personas, excitando su incontenible deseo de comprar y acumular objetos, sumiéndolas en la permanente insatisfacción y haciéndolas plenamente dependientes. A ello han contribuido de manera importante la socialización de los futuros ciudadanos, a través de una educación mal enfocada; la propaganda, que impele a establecer pautas convencionales de conductas inadecuadas; la publicidad, que incentiva el consumo compulsivo a través de campañas artificiosas y falaces; la moda, que provee tendencias cambiantes e innecesarias en la vestimenta y en los comportamientos; etc. Todas ellas son truculencias que coadyuvan a hacer de los individuos seres irracionales y estúpidos, presas fáciles de la alienación y de la irreflexión.

En el informe citado del IPCC se pone de manifiesto que, si bien una mejor gestión de la tierra puede contribuir a hacer frente al cambio climático, no es la única solución. Si se quiere mantener el calentamiento global muy por debajo de 2 °C, o incluso en 1,5 °C, es fundamental asegurar la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero de todos los sectores. Es incontestable que el espectacular crecimiento del transporte (especialmente el aéreo), las transformaciones agrícolas, el impacto que produce la industria ganadera sobre las emisiones, la degradación del suelo y la deforestación, el turismo desaforado y su incidencia en el tráfico aéreo, entre otras muchas actividades, generan un gasto descomunal de recursos naturales y son responsables de la gran dependencia que afecta al hombre actual, un espécimen mayoritariamente urbano e insaciable devorador de recursos.

Entre los múltiples flecos y derivaciones que tiene asunto tan peliagudo como el cambio climático, me interesa destacar hoy los comentarios que hizo Hans-Otto Pörtner, presidente del grupo de trabajo del IPCC, al presentar el mencionado Informe, instando a los gobiernos a poner en marcha “políticas que reduzcan el despilfarro de comida e influyan en la elección de determinadas opciones alimentarias”. “Sería realmente beneficioso –apostillaba–, tanto para el clima como para la salud humana, que la gente de muchos países desarrollados consumiera menos carne, y que la política creara incentivos apropiados a tal efecto”. Alcanzar los objetivos marcados en los Acuerdos de París para frenar el calentamiento global será muy difícil si antes no se produce un cambio drástico en el uso del suelo y, por ende, en los hábitos de consumo de alimentos.

En este aspecto, España, al adoptar en septiembre de 2015 los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, se comprometió a reducir el desperdicio de alimentos a la mitad en 2030. Pero no vamos por buen camino. Los hogares españoles tiramos a la basura 1.339 millones de kilos/litros de comida y bebida en 2018, un 9 % más que el año anterior, según detalla el Ministerio de Agricultura, debido al aumento de las temperaturas en la primavera y el verano de ese año. Por otro lado, la pérdida y el derroche de alimentos supone entre un 25 y un 30% de los que se producen en el mundo, siendo responsable de entre el 8 y el 10% de todas las emisiones de efecto invernadero que genera el ser humano. Por eso, los expertos reclaman atajar también este problema para luchar contra la crisis climática, además de modificar la dieta y cambiar el modelo energético.

Verdaderamente, si no fuera un drama de proporciones inmensas, podría considerarse una astracanada que la época con mayor capacidad para producir alimentos que ha conocido la Humanidad coincida con la existencia de casi mil millones de personas que no tienen víveres suficientes para llevar una vida saludable y activa. Todavía resulta más lacerante que esta realidad conviva con el derroche alimentario que mencionaba que, adicionalmente, supone un mal uso de la mano de obra, del agua, de la energía, de la tierra y de otros recursos naturales que se utilizaron para producirlos. Sin duda, la comida es y representa mucho más de lo que contienen nuestros platos.

Por ello, me parece inaplazable que se aborde normativamente el desperdicio alimentario en todos los niveles de la cadena de producción y consumo. Deberían establecerse medidas para que todos los agentes implicados en la producción, distribución y comercialización puedan donar los excedentes o descartes a bancos de alimentos, para alimentación animal o para abonos. También deberían prohibirse las prácticas que impliquen estropear los alimentos haciéndolos inservibles para su consumo, exigir fechas de consumo preferente y caducidad acordes a criterios de calidad y seguridad alimentaria, no en función de particulares intereses económicos, y fomentar la reutilización y el reciclado. Ninguno de los cuatro principales partidos políticos aludían en los respectivos programas con que concurrieron a las últimas elecciones generales propuesta alguna para abordar este problema. La UE tampoco cuenta con una normativa específica que ataje el desperdicio de alimentos, pese a que un documento del Consejo de la UE, de 2016, destacaba que la pérdida y desperdicio de comestibles acaparan una cuarta parte del agua usada con fines agrícolas, además de destruir la biodiversidad y repercutir un gasto anual de 990.000 millones de dólares a la economía mundial.

En este punto de la reflexión siempre me hago las mismas preguntas, ¿cuánto duraría el Planeta si todos sus habitantes “disfrutasen” de los estándares consumistas que son habituales para nosotros, los occidentales? ¿O es que deben existir clases diferenciadas de ciudadanos y, por tanto, miles de millones de personas que no deben reivindicar los “derechos” y “aspiraciones” que tenemos nosotros? No hay que ser un lince para deducir que la situación es abrumadoramente insostenible. Ni es posible parar el tiempo, ni tampoco seguir mirando hacia otro lado.

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