Lo ideal sería tener el corazón en la cabeza y el cerebro en el pecho.
Así pensaríamos con amor y amaríamos con sabiduría.
(Anónimo)
Inmemorialmente, la educación ha sido un tema que ha preocupado a las familias con recurrencia e intensidad. Sin embargo, parece como si ahora, más que nunca, la educación de los niños alarmase especialmente a la sociedad. Tal vez la razón estribe en que los hemos convertido en el nudo gordiano del universo vital. Quizá por ello, son habituales las ‘conversaciones educativas’ de los jóvenes conciudadanos en las puertas de los colegios, en las paradas del autobús escolar, en los centros comerciales y, en general, en cualquier lugar. Mamás y papás se inquietan y se agitan desasosegados. Dialogan, discuten y muestran su zozobra frente a las dificultades que encierra la educación de sus hijos, tratando de evitarles a toda costa daños físicos y morales, y conflictos emocionales. En las reuniones familiares y amistosas también son comunes las diatribas acerca de lo que es aconsejable o no para educar a los niños, para abordar con ellos determinados temas, para reprenderlos u orientarlos, etc. Un mundo de especulaciones, comentarios, opiniones e incluso desatinos, que muchas veces se sustentan únicamente en cotilleos, consejas de las revistas del corazón, comentarios oídos en la peluquería, etc.
Hace
años que al abrigo de esas inquietudes emergieron iniciativas como las escuelas
de padres, los gabinetes de orientación, los servicios psicopedagógicos, las webs,
los grupos de trabajo y apoyo, etc. Un montón de iniciativas dirigidas a
enseñar a los padres y a las madres a serlo con propiedad. Nada que objetar a tales
actividades que, en sí mismas, no tienen reparo. Lo que sí es cuestionable es que
se fie exclusivamente a esos recursos la provisión del recetario de la buena
educación. Dicho de otro modo: es más que discutible que cuando aparece un
problema con un hijo (o nos lo parece) su solución pase por ir al gabinete, a la
escuela de padres o a cualquier otro recurso para obtener la receta con que resolverlo.
Educar a los hijos es algo más complejo que ir de compras al Corte Inglés.
La
petulancia no es uno de mis atributos, aunque en este caso creo que merece la
pena arriesgarme a que se me califique de presuntuoso. Considero que mi larga experiencia como educador me ha proporcionado una
buena perspectiva para sugerir algunos principios básicos para enfocar la
educación de los niños y de los jóvenes. Insisto en que ni me mueve la vanidad
ni la pedantería. Solo aspiro a contribuir a mitigar el estrés que percibo en
los jóvenes progenitores y a tranquilizarlos, para que encaren con el necesario
sosiego una responsabilidad que les atañe ineludiblemente.
Los
tres principios que propongo no son nada novedosos (¿existe algo que realmente
lo sea?) Nuestros abuelos y padres, y aún antes los suyos, los pusieron en
práctica, aunque desconociesen su dimensión epistemológica. Diré, pues, que tengo
la plena convicción de que la principal base de la buena educación es el
afecto. Nadie puede educarse armoniosamente en o desde el desapego y la
desafección. Todo ser humano (me atrevería a decir que todo ser vivo) necesita
el cariño de quienes le rodean para desarrollarse en sus dimensiones individual
y social. Por tanto, la primera garantía
que debe ofrecer toda familia a sus hijos es el afecto, su disposición
permanente a quererlos y a demostrárselo diariamente con sus conductas.
El
segundo principio es la seguridad. Los seres inmaduros y/o desvalidos, carentes de
los recursos que proporcionan la autonomía vital, son incapaces de
desarrollarse convenientemente sin la protección que les suministran las
referencias y la ayuda de sus congéneres adultos. Con el término seguridad aludo
a la existencia de indicios concretos e inequívocos, a las normas y pautas de
conducta que permiten saber lo que es previsible que suceda o lo que va a seguir
a un determinado comportamiento. Tales recursos deben orientarse a garantizar
la satisfacción sistemática de sus necesidades básicas (alimento, descanso,
juego…), emocionales (sistema de estímulos y disuasiones, de gozos y congojas…)
y sociales (normas de convivencia). Todo ello les permite saber dónde están en
cada momento, qué se espera de ellos y qué pueden recibir de los demás en cada
situación. Esta provisión de seguridad exige establecer límites, pactar y
acordar normas, sostener su vigencia en el tiempo, etc. Y, sobre todo, reclama
constancia, paciencia, dedicación, esfuerzo y continuidad. Obviamente, ello es
incompatible con algunos comportamientos familiares. Este complejo normativo,
silencioso y a la vez firme, exigente pero amoroso, referente y sugerente,
exige sacrificio, voluntad y persistencia. Y es incompatible con un statu quo que posibilita que un día las
cosas sean de un modo y al siguiente del contrario.
El
tercer principio a que me refería es el sentido común. Es innecesaria la
formación universitaria para discernir las cosas que tienen o responden al
sentido común. Nuestros padres y nuestros abuelos lo sabían, pese a su
condición mayoritaria de analfabetos. Nosotros, que no lo somos, tenemos mayor
obligación de saberlo. Ciertamente, parece irrisorio mencionar este extremo refiriéndonos
a la educación de los hijos, pero aseguro que no lo es. Algo tan evidente como
que un bebé no puede estar en un bar de copas o en pub a medianoche, o que su
alimentación o descanso no puede supeditase al disfrute que obtienen sus
progenitores participando en un evento social, son algunos ejemplos de sinsentidos
que observamos asiduamente.
Activando sistemáticamente los tres principios enumerados tendremos una tasa muy alta de
probabilidades de éxito en la educación de nuestros hijos. Por tanto, la empresa
no parece especialmente difícil. Lo que me parece bastante más complicado es
convencer a muchas familias para que dediquen su tiempo y su esfuerzo a
practicarlos. Es evidente que no se puede ser padres a ratitos. Tampoco se
pueden situar las necesidades de los padres a la altura de las de los niños,
porque son asuntos diferentes y asimétricos, aunque sea conveniente
compatibilizarlos, que no es lo mismo que ponerlos al mismo nivel. Las
exigencias y las necesidades de la educación de los niños están por encima de las
apetencias de los adultos. O estamos dispuestos a supeditar unas a las otras o,
seguramente, estaremos equivocando el camino. Porque, como es obvio, adultos y
niños no somos iguales. Por ello, de la misma manera que en la escuela las
necesidades y demandas de los niños se anteponen a las necesidades y deseos de
los profesores, así debe suceder en la familia. Atender la educación de los
niños tiene prioridad sobre la satisfacción de las apetencias y los gustos de
los adultos. Puede argüirse que ser maestro es una profesión y que ser padres
no lo es, pero lo que no puede sostenerse es que los primeros tengan mayor
responsabilidad sobre la educación de los niños que sus progenitores. Y si el
antecedente es irrefutable, el consecuente se deduce solo.
En
fin, así es como lo veo, pero… doctores tiene la iglesia.
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