miércoles, 5 de marzo de 2014

La buena muerte.

¿Puede haber en la vida algo más tremendo que enfrentarse a la muerte? Sólo el miedo y la amenaza del dolor, provengan de donde sea, me parecen coacciones comparables. Sufrir el dolor físico insoportable, experimentar el estremecimiento que produce el miedo auténtico, sentir el daño moral que infringe la percepción de la propia degradación son realidades que probablemente superen los retos que plantea el desafío de enfrentarse a la muerte.

Por suerte, tenemos una nutrida nómina de conciudadanos valientes, generosos y excepcionales que no solamente han adoptado una actitud dignísima frente a la muerte y sus circunstancias, sino que nos han legado sus experiencias, contadas en primera persona, sin otro interés que reivindicar sus convicciones y exonerar de responsabilidad a las personas y organizaciones que les han querido y/o ayudado a morir con la misma dignidad que seguramente vivieron.

Hace unas semanas nos dejó José Luis Sagüés, un navarro, madrileño de adopción, autocalificado ateo, republicano y comunista, que es el penúltimo integrante de la saga de seres valerosos que incluye personas como Ramón Sampedro, cuya vida y muerte remedó tan acertadamente Javier Bardem en la película Mar adentro, poniendo en el candelero una realidad tan común como desconocida. Una larga lista de personas como Madeleine Z, que sufría una enfermedad paralizante, y que se suicidó en 2007 ingiriendo voluntariamente una combinación de fármacos recomendada por los médicos (El suicidio médicamente asistido solo está permitido en Suiza). O como Pedro Martínez, que sufría esclerosis lateral amiotrófica y murió en 2011, tras recibir una sedación terminal (que es legal) como José Luis. O como Inmaculada Echevarría, que, en 2007, logró que le retiraran la respiración asistida que la mantenía con vida (la cesación del esfuerzo terapéutico a voluntad del paciente también es legal y se considera una buena práctica médica).

Pocos días antes de morir, en unas declaraciones al diario El País, José Luis decía: “Quiero morir porque amo la vida”. Y apostillaba: “Quiero decidir cuándo me muero, porque me consumo, pero no les parece suficiente”. ¡Qué paradoja y qué verdades tan escalofriantes! ¡Cómo me alegra que al final consiguiese lo que ansiaba! Y todavía me complace más que lo hiciese con los suyos, “después de tomar un vino”. Qué razón la suya cuando dijo “¿por qué hay quien se cree con el derecho a salvarte si tú no quieres que te salven?”

Inmenso su mensaje final: “Que haya discursos los justos. Yo ya me habré despedido. Ya les he dicho lo que quiero cuando me vaya. Primero habrá que dejar pasar un tiempo, hasta que se supere el duelo. Y luego, el 14 de abril, me gustaría que vayamos al mismo bar donde celebramos la boda y hagamos una fiesta. Yo les pediría que canten la Internacional, por lo menos la primera estrofa, que es la única que se saben todos". E inefable su despedida: “Hasta siempre, y no os olvidéis de sonreír. Gracias y un abrazo. Estas cosas, mejor hacerlas cortas, ¿no?”

Uno de los médicos que le atendieron asegura que lo consiguió. “Fue como en la película Las invasiones bárbaras, con toda la familia alrededor. Nos hicimos fotos y brindamos. Se despidió y luego le sedamos”.

¡Felicidades por tu buena muerte, José Luis!

¡Larga vida a los valientes!

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