¿Puede
haber en la vida algo más tremendo que enfrentarse a la muerte? Sólo el miedo y
la amenaza del dolor, provengan de donde sea, me parecen coacciones comparables.
Sufrir el dolor físico insoportable, experimentar el estremecimiento que
produce el miedo auténtico, sentir el daño moral que infringe la percepción
de la propia degradación son realidades que probablemente superen los retos que
plantea el desafío de enfrentarse a la muerte.
Por
suerte, tenemos una nutrida nómina de conciudadanos valientes, generosos y
excepcionales que no solamente han adoptado una actitud dignísima frente a la
muerte y sus circunstancias, sino que nos han legado sus experiencias, contadas
en primera persona, sin otro interés que reivindicar sus convicciones y
exonerar de responsabilidad a las personas y organizaciones que les han querido
y/o ayudado a morir con la misma dignidad que seguramente vivieron.
Hace
unas semanas nos dejó José Luis Sagüés, un navarro, madrileño de adopción, autocalificado ateo,
republicano y comunista, que es el penúltimo integrante de la saga de seres valerosos
que incluye personas como Ramón Sampedro, cuya vida y muerte remedó tan
acertadamente Javier Bardem en la película Mar
adentro, poniendo en el candelero una realidad tan común como desconocida.
Una larga lista de personas como Madeleine Z, que sufría una enfermedad paralizante,
y que se suicidó en 2007 ingiriendo voluntariamente una combinación de fármacos
recomendada por los médicos (El suicidio médicamente asistido solo está
permitido en Suiza). O como Pedro Martínez, que sufría esclerosis lateral
amiotrófica y murió en 2011, tras recibir una sedación terminal (que es legal) como
José Luis. O como Inmaculada Echevarría, que, en 2007, logró que le retiraran la respiración asistida
que la mantenía con vida (la cesación del esfuerzo terapéutico a voluntad del
paciente también es legal y se considera una buena práctica médica).
Pocos
días antes de morir, en unas declaraciones al diario El País, José Luis decía:
“Quiero morir porque amo la vida”. Y apostillaba: “Quiero decidir cuándo me
muero, porque me consumo, pero no les parece suficiente”. ¡Qué paradoja y qué
verdades tan escalofriantes! ¡Cómo me alegra que al final consiguiese lo que
ansiaba! Y todavía me complace más que lo hiciese con los suyos, “después de
tomar un vino”. Qué razón la suya cuando dijo “¿por qué hay quien se cree con
el derecho a salvarte si tú no quieres que te salven?”
Inmenso
su mensaje final: “Que haya discursos los justos. Yo ya me habré despedido. Ya
les he dicho lo que quiero cuando me vaya. Primero habrá que dejar pasar un
tiempo, hasta que se supere el duelo. Y luego, el 14 de abril, me gustaría que
vayamos al mismo bar donde celebramos la boda y hagamos una fiesta. Yo les
pediría que canten la Internacional, por lo menos la primera estrofa, que es la
única que se saben todos". E inefable su despedida: “Hasta siempre, y no os
olvidéis de sonreír. Gracias y un abrazo. Estas cosas, mejor hacerlas cortas,
¿no?”
Uno
de los médicos que le atendieron asegura que lo consiguió. “Fue como en la
película Las invasiones bárbaras, con
toda la familia alrededor. Nos hicimos fotos y brindamos. Se despidió y luego
le sedamos”.
¡Felicidades
por tu buena muerte, José Luis!
¡Larga
vida a los valientes!
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