La
semana pasada hubo jornada futbolística internacional. Numerosas selecciones disputaron
partidos amistosos, aparentemente destinados a preparar el inmediato campeonato
mundial, pero fundamentalmente orientados a lograr un objetivo más prosaico y
magro: “hacer caja”. Debe de ser que jugadores, directivos y federaciones ganan
poco con las ligas regulares, traspasos, primas, venta de camisetas, derechos
televisivos… y están necesitados. España disputó y ganó su encuentro con
Italia. Se aprovechó la circunstancia de que se jugaba en el Calderón para
homenajear a Luis Aragonés, recientemente fallecido, considerado por muchos
jugadores el míster que mejor ha
sabido motivarlos. En muchas ocasiones, este tema de la motivación me ha hecho recordar
a mi padre.
Psicólogos
y filósofos nos han enseñado que la motivación es una noción asociada al carácter
y al interés, que puede definirse como la voluntad que estimula a esforzarse
para alcanzar determinadas metas. Las disciplinas académicas han acotado el amplio
elenco de las motivaciones, estableciendo que las hay directas e indirectas, innatas y
adquiridas, intrínsecas y extrínsecas, conscientes e inconscientes, positivas y
negativas, primarias y secundarias, etc., etc.
Todas
las personas, y especialmente las que somos profesionales de la educación,
sabemos que la motivación es un elemento esencial del aprendizaje. La
incitación a aprender que sentimos los humanos está condicionada por factores
personales y contextuales. Entre los primeros destacan la tipología de metas
que se buscan, la adecuación de las estrategias utilizadas para aprender, la
capacidad para autorregular ese proceso, etc. Entre los elementos contextuales sobresalen la
relevancia de los contenidos, de las actividades y de los objetivos que se aprenden,
las metodologías que utilizan los profesores, las relaciones que les vinculan con
los aprendices, etc. Por otro lado, hay mucha literatura alusiva a los
principios que ayudan a organizar el aprendizaje de una manera motivada.
Sabemos que ello se consigue asegurando que quienes estudian perciben bien la
relevancia de lo que aprenden, centrando la enseñanza no solo en explicaciones
sino también en desarrollar la capacidad de analizar y resolver problemas, diseñando
planes de trabajo que permitan a los estudiantes regular bien su esfuerzo, autoevaluarse
y ser conscientes de su progreso, etc.
Mi padre
era un pequeño agricultor, nacido y criado en un pueblo de apenas mil
habitantes. Era una persona sin ninguna cultura formal porque empezó a trabajar
siendo un niño de diez años. No tuvo oportunidad alguna para estudiar. Jamás
leyó estudios psicológicos o filosóficos, desconociendo por tanto cualquier
elaboración académica sobre las facetas de la motivación. Digo esto porque, cuando
yo era niño, como entonces le sucedía a la mayoría, no me gustaba nada estudiar.
Creo que había dos razones para explicar esa desgana. La primera era una cuestión
ambiental. Vivíamos en una población agraria, carente de estímulos culturales y/o
educativos. Nada ayudaba a que nos interesásemos por el estudio y la cultura,
excepto la machaconería de nuestras familias insistiéndonos en que debíamos
esforzarnos en aprender lo que los maestros nos enseñaban en las escuelas, que
eran el único foco ilustrado en un pueblo sin biblioteca, centro cultural, o
algo parecido o equiparable. Nuestros padres insistían en que lo que
aprendiésemos en aquella escuela del nacional-catolicismo nos haría mañana
hombres y mujeres “de provecho”, aunque nosotros no entendiésemos ni lo que ello
significaba ni qué tenia que ver una cosa con la otra.
La
segunda razón la deduje bastantes años después. Era lo que los maestros,
profesores y adultos en general pretendían que aprendiésemos y, especialmente,
cómo debíamos asimilarlo. Realmente, aprender y reproducir de carrerilla los
partidos judiciales o las comarcas de cada una de las provincias españolas, la
lista de los reyes godos o las reglas del silogismo aristotélico no parece la
mejor manera de motivar a estudiantes desincentivados. Por otro lado, niños,
jóvenes y adultos sabemos por experiencia que estudiar no es un divertimento,
que cuesta trabajo, y a algunos más que a otros. De modo que mantener el
interés de un estudiante con escaso apego a lo que debe aprender y falto de
estímulos para hacerlo no era sencillo. Por eso tiene mucho más mérito haberlo
conseguido sin tener formación específica, ni conocer los resortes idóneos para activar el aprendizaje. Aunque
ello no es exactamente así, porque sí sabían, al menos por intuición, que determinadas
prácticas favorecen el aprendizaje o desincentivan determinadas conductas. Lo
que no alcanzaban era a argumentar formalmente por qué.
Yo era
estudiante de bachillerato en un pueblo cercano al mío, desde el que volvía a
casa algunos fines de semana. Cada
cierto tiempo le decía a mi padre que no quería seguir estudiando porque prefería
ser agricultor, como él. Ya he referido que el hombre no era persona letrada,
pero sí tenía buen juicio y, por ello, utilizó conmigo elementos de motivación
o de disuasión, como se prefiera, muy eficientes.
Seguro
de que cada cierto tiempo volvería a escuchar la mencionada cantinela, tenía
permanentemente dispuesta una parcela rebosante de maleza, que no había regado durante
meses para que la tierra estuviese tan dura como una calle adoquinada. De modo
que, cuando se la planteaba, me decía: “De acuerdo. Quieres ser agricultor,
pues adelante. Esto ya sabes cómo es”. E inmediatamente su primer encargo era pertrecharme
de azada y enviarme a desbrozar la parcela de turno, utilizando como argumento
que había que prepararla para una inminente plantación. Tras varios días
sudando y sufriendo, callada y esforzadamente (al fin y al cabo era mi elección
y debía hacer bien mi trabajo), me destrozaba y llagaba las manos y conseguía
que no hubiese músculo en mi cuerpo que hubiese logrado evitar las agujetas.
Otra de las ocupaciones que me reservaba era acompañarle a realizar una tarea que denominábamos 'hacer cama'. Se trataba de segar maleza que, una vez seca, se depositaba en el suelo de los corrales donde se encerraba el ganado trashumante por las noches. Servía para absorber sus excrementos y mantener "secos" a los animales. Ese conglomerado de excrementos y maleza se trocaba en estiércol, que los pastores nos cedían a cambio de permitirles encerrar los animales en nuestros corrales, y que aprovechábamos para abonar las labores. Ello exigía ir a los montes, a los aledaños de fuentes y manantiales, y segar juncos, zarzamoras y demás matorrales. Puede imaginarse el efecto de pinchos, hojas laceradas, etc. en las lechosas manos de un estudiante de bachiller que, antes que después, se llenaban de heridas, pinchazos, restos sanguinolientos y mugre, que casi las inutilizan para cualquier tarea. Recuerdo que volvía a casa destrozado, mucho más que mi padre que entonces ya era cincuentón. Y también las reprimendas que le daba mi madre, que no servían para nada porque siempre le respondía: “¿No quiere ser agricultor?, pues que aprenda lo que significa”. Y al día siguiente… más de lo mismo.
Como puede intuirse, eran experiencias auténticas, en el puesto de trabajo, sin réplicas ni simulacros. Eran comprobaciones in situ del significado que tenía la profesión, que producían un efecto disuasorio inmediato. A los pocas días, me dirigía a mi progenitor y le decía mohíno: “Padre, creo que me voy a ir de nuevo a estudiar”. Él siempre me respondía del mismo modo: “Como tú prefieras. Haz lo que te parezca mejor. La tierra no se va a mover de donde está, aquí te esperará. Si decides volver, ya sabes lo que hay”. Y así logró motivarme por el estudio, incluso por aprender aquellas cosas que no me interesaban casi nada. Y vaya suerte la mía y, desgraciadamente, qué mala suerte tienen hoy muchos niños y jóvenes que, a pesar de vivir en contextos en los que si algo sobra es la abundancia y los recursos, apenas encuentran algo auténtico que los motive o disuada y, lo que es peor, casi nadie se esfuerza para que así sea.
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