lunes, 10 de marzo de 2014

Motivación y aprendizaje.

La semana pasada hubo jornada futbolística internacional. Numerosas selecciones disputaron partidos amistosos, aparentemente destinados a preparar el inmediato campeonato mundial, pero fundamentalmente orientados a lograr un objetivo más prosaico y magro: “hacer caja”. Debe de ser que jugadores, directivos y federaciones ganan poco con las ligas regulares, traspasos, primas, venta de camisetas, derechos televisivos… y están necesitados. España disputó y ganó su encuentro con Italia. Se aprovechó la circunstancia de que se jugaba en el Calderón para homenajear a Luis Aragonés, recientemente fallecido, considerado por muchos jugadores el míster que mejor ha sabido motivarlos. En muchas ocasiones, este tema de la motivación me ha hecho recordar a mi padre.

Psicólogos y filósofos nos han enseñado que la motivación es una noción asociada al carácter y al interés, que puede definirse como la voluntad que estimula a esforzarse para alcanzar determinadas metas. Las disciplinas académicas han acotado el amplio elenco de las motivaciones, estableciendo que las hay directas e indirectas, innatas y adquiridas, intrínsecas y extrínsecas, conscientes e inconscientes, positivas y negativas,  primarias y secundarias,  etc., etc.

Todas las personas, y especialmente las que somos profesionales de la educación, sabemos que la motivación es un elemento esencial del aprendizaje. La incitación a aprender que sentimos los humanos está condicionada por factores personales y contextuales. Entre los primeros destacan la tipología de metas que se buscan, la adecuación de las estrategias utilizadas para aprender, la capacidad para autorregular ese proceso, etc. Entre los elementos contextuales sobresalen la relevancia de los contenidos, de las actividades y de los objetivos que se aprenden, las metodologías que utilizan los profesores, las relaciones que les vinculan con los aprendices, etc. Por otro lado, hay mucha literatura alusiva a los principios que ayudan a organizar el aprendizaje de una manera motivada. Sabemos que ello se consigue asegurando que quienes estudian perciben bien la relevancia de lo que aprenden, centrando la enseñanza no solo en explicaciones sino también en desarrollar la capacidad de analizar y resolver problemas, diseñando planes de trabajo que permitan a los estudiantes regular bien su esfuerzo, autoevaluarse y ser conscientes de su progreso, etc.

Mi padre era un pequeño agricultor, nacido y criado en un pueblo de apenas mil habitantes. Era una persona sin ninguna cultura formal porque empezó a trabajar siendo un niño de diez años. No tuvo oportunidad alguna para estudiar. Jamás leyó estudios psicológicos o filosóficos, desconociendo por tanto cualquier elaboración académica sobre las facetas de la motivación. Digo esto porque, cuando yo era niño, como entonces le sucedía a la mayoría, no me gustaba nada estudiar. Creo que había dos razones para explicar esa desgana. La primera era una cuestión ambiental. Vivíamos en una población agraria, carente de estímulos culturales y/o educativos. Nada ayudaba a que nos interesásemos por el estudio y la cultura, excepto la machaconería de nuestras familias insistiéndonos en que debíamos esforzarnos en aprender lo que los maestros nos enseñaban en las escuelas, que eran el único foco ilustrado en un pueblo sin biblioteca, centro cultural, o algo parecido o equiparable. Nuestros padres insistían en que lo que aprendiésemos en aquella escuela del nacional-catolicismo nos haría mañana hombres y mujeres “de provecho”, aunque nosotros no entendiésemos ni lo que ello significaba ni qué tenia que ver una cosa con la otra.

La segunda razón la deduje bastantes años después. Era lo que los maestros, profesores y adultos en general pretendían que aprendiésemos y, especialmente, cómo debíamos asimilarlo. Realmente, aprender y reproducir de carrerilla los partidos judiciales o las comarcas de cada una de las provincias españolas, la lista de los reyes godos o las reglas del silogismo aristotélico no parece la mejor manera de motivar a estudiantes desincentivados. Por otro lado, niños, jóvenes y adultos sabemos por experiencia que estudiar no es un divertimento, que cuesta trabajo, y a algunos más que a otros. De modo que mantener el interés de un estudiante con escaso apego a lo que debe aprender y falto de estímulos para hacerlo no era sencillo. Por eso tiene mucho más mérito haberlo conseguido sin tener formación específica, ni conocer los  resortes idóneos para activar el aprendizaje. Aunque ello no es exactamente así, porque sí sabían, al menos por intuición, que determinadas prácticas favorecen el aprendizaje o desincentivan determinadas conductas. Lo que no alcanzaban era a argumentar formalmente por qué.  

Yo era estudiante de bachillerato en un pueblo cercano al mío, desde el que volvía a casa algunos fines de semana. Cada cierto tiempo le decía a mi padre que no quería seguir estudiando porque prefería ser agricultor, como él. Ya he referido que el hombre no era persona letrada, pero sí tenía buen juicio y, por ello, utilizó conmigo elementos de motivación o de disuasión, como se prefiera, muy eficientes.

Seguro de que cada cierto tiempo volvería a escuchar la mencionada cantinela, tenía permanentemente dispuesta una parcela rebosante de maleza, que no había regado durante meses para que la tierra estuviese tan dura como una calle adoquinada. De modo que, cuando se la planteaba, me decía: “De acuerdo. Quieres ser agricultor, pues adelante. Esto ya sabes cómo es”. E inmediatamente su primer encargo era pertrecharme de azada y enviarme a desbrozar la parcela de turno, utilizando como argumento que había que prepararla para una inminente plantación. Tras varios días sudando y sufriendo, callada y esforzadamente (al fin y al cabo era mi elección y debía hacer bien mi trabajo), me destrozaba y llagaba las manos y conseguía que no hubiese músculo en mi cuerpo que hubiese logrado evitar las agujetas.

Otra de las ocupaciones que me reservaba era acompañarle a realizar una tarea que denominábamos 'hacer cama'. Se trataba de segar maleza que, una vez seca, se depositaba en el suelo de los corrales donde se encerraba el ganado trashumante por las noches. Servía para absorber sus excrementos y mantener "secos" a los animales. Ese conglomerado de excrementos y maleza se trocaba en estiércol, que los pastores nos cedían a cambio de permitirles encerrar los animales en nuestros corrales, y que aprovechábamos para abonar las labores. Ello exigía ir a los montes, a los aledaños de  fuentes y manantiales, y segar juncos, zarzamoras y demás matorrales. Puede imaginarse el efecto de pinchos, hojas laceradas, etc. en las lechosas manos de un estudiante de bachiller que, antes que después, se llenaban de heridas, pinchazos, restos sanguinolientos y mugre, que casi las inutilizan para cualquier tarea. Recuerdo que volvía a casa destrozado, mucho más que mi padre que entonces ya era cincuentón. Y también las reprimendas que le daba mi madre, que no servían para nada porque siempre le respondía: “¿No quiere ser agricultor?, pues que aprenda lo que significa”. Y al día siguiente… más de lo mismo.

Como puede intuirse, eran experiencias auténticas, en el puesto de trabajo, sin réplicas ni simulacros. Eran comprobaciones in situ del significado que tenía la profesión, que producían un efecto disuasorio inmediato. A los pocas días, me dirigía a mi progenitor y le decía mohíno: “Padre, creo que me voy a ir de nuevo a estudiar”. Él siempre me respondía del mismo modo: “Como tú prefieras. Haz lo que te parezca mejor. La tierra no se va a mover de donde está, aquí te esperará. Si decides volver, ya sabes lo que hay”. Y así logró motivarme por el estudio, incluso por aprender aquellas cosas que no me interesaban casi nada. Y vaya suerte la mía y, desgraciadamente, qué mala suerte tienen hoy muchos niños y jóvenes que, a pesar de vivir en contextos en los que si algo sobra es la abundancia y los recursos, apenas encuentran algo auténtico que los motive o disuada y, lo que es peor, casi nadie se esfuerza para que así sea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario