lunes, 24 de marzo de 2014

Primavera.

Cada vez hay más evidencias del cambio climático, pese a que determinadas secuencias astronómicas y atmosféricas siguen invariables. Hay señales inequívocas de que algunas cosas son como siempre. Estos últimos días, por ejemplo, he percibido nuevamente los albores de la primavera. Todos los años, cuando llegan estas fechas, afloran indicios de que la nueva estación se acerca. Los apreciamos en variopintas circunstancias: en los matices de la luz solar, en el aspecto de las plantas, en los comportamientos de los animales, en nosotros mismos... Tenemos un reloj biológico que nos avisa puntualmente de que se acerca la nueva estación, independientemente de que lo anuncien los calendarios y la televisión, o lo diga El Corte Inglés. 

Desde que recuerdo, tengo asociada la primavera a los pájaros. Sus cantos  son la señal que me alerta de que está cerca. Estos días, cuando salgo de casa, oigo más nítidamente que en las últimas semanas el trino estridente, chirriante y repetitivo, de los verdecillos o gafarrones (serinus serinus), pequeños pájaros de color amarillento, listados de gris, que aprendí a distinguir en la huerta de mi pueblo. En estos tiempos de pueblos desiertos y huertos yermos, se han adaptado a vivir en los jardines de las ciudades, inundándolos con los mismos cantos con los que acostumbraban a acotar su pequeño territorio, recorrido una y mil veces con leves vuelos entrecortados. Pese a la monotonía de su cantinela, cuando éramos niños los capturábamos como aves de jaula, empeñados en una singular aventura que denominábamos ‘enjaular’ nidos. Consistía en trepar a los árboles e introducir nido y pajarillos recién nacidos (‘pelachonas’, los llamábamos) en un remedo de jaula minúscula, que fabricábamos con una base de madera y tela metálica de deshecho, cuyos agujeros permitían a los padres alimentar a los polluelos, a la vez que impedía que se esfumasen de un día para otro. Mimetizábamos el pequeño ingenio cuanto podíamos para evitar que otros lo descubrieran y nos lo arrebataran. Cuando las crías estaban crecidas, y podían comer autónomamente, las llevábamos a casa y las instalábamos en una jaula normal. Naturalmente, la mayoría practicábamos tan inveterada costumbre. Puede imaginarse el trasiego que había en los alrededores del pueblo cuando llegaba la primavera. Unos enjaulando nidos mientras les espiaban otros y, los terceros, aprovechando la coyuntura, se apropiaban del desvelo ajeno. En definitiva, un enorme guirigay de idas y venidas, de enfados y  satisfacciones, de concordias y discordias, de vida a raudales.

No solo los verdecillos pueblan los jardines. En los últimos años, una especie invasora nos machaca con sus arrullos en todas las estaciones del año: la tórtola turca (Streptopelia decaocto). Ave grisácea, sedentaria, urbana y muy confiada. Según he leído, procede de lo que antes conocíamos como Asia Menor. Por causas desconocidas, a mediados del siglo XX, inició una expansión fulgurante por todo el mundo, igual que los delincuentes financieros. Una diáspora que la hace presente en el Círculo Polar Ártico y en la India, como lo está en Japón o en el Caribe. Algo que parece increíble tratándose de una especie que no es migratoria. A nosotros nos colonizó en los años 80, casi simultáneamente a que lo hicieran los pragmáticos de la política y los cantautores ‘mindunguis’. Entretanto, la tórtola genuina (Streptopelia turtur) emprendió vergonzosa retirada frente a su malévola parienta, cuyo nombre científico alude al número dieciocho, que es lo que machaconamente parece repetir con su canto, en griego impecable. Y es que cuentan en Grecia que, cuando Cristo agonizaba en la cruz, un soldado romano se apiadó de él y quiso comprarle un cuenco de leche para aplacarle la sed. Una vieja vendedora le pidió dieciocho monedas, pero el centurión tan sólo tenía diecisiete. No hubo manera de que llegaran a un acuerdo porque ella repetía machaconamente: dieciocho, dieciocho... Jesús la maldijo por ello, convirtiéndola en esa tórtola que sólo sabe decir en griego: dieciocho, dieciocho, dieciocho... Dice la tradición que cuando se avenga a razones, y diga diecisiete, se convertirá de nuevo en un ser humano. Pero si se le ocurre subir el precio a diecinueve, significará que el fin del mundo está cerca.

¡Qué diferentes esas prolíficas parejas de otras, como las que componen los mirlos, tradicionalmente tan comedidas! Esas duplas de exquisitos zorzales, que pasan el invierno correteando entre la hojarasca de los jardines, alimentándose de insectos, semillas y caracoles, que capturan con movimientos nerviosos, dando saltos y carreras por los suelos o entre las ramas de los árboles. Esas parejas pizpiretas, compuestas por distinguidos señores con frac y pico de color naranja, y discretas señoras vestidas de gris. Ahora que llega la primavera, explotan su canto intenso y puro, de infinitos registros para según qué circunstancia. Sonidos aflautados para saludar los amaneceres y despedir los días, proclamando la tenencia del territorio desde atalayas vegetales o minerales. Inquietos sonidos metálicos para anunciar el peligro o la zozobra de otras alarmas.

Pardillos, verderones, camachuelos, petirrojos, luganos, pinzones, herrerillos…, ninguno como el jilguero, colorín o cagarnera (carduelis carduelis), con su vestimenta inconfundible. Cara pintada de rojo, blanco y negro. Pico y patas sonrosadas, alas negras con banda transversal amarilla, pecho y flancos pardos y abdomen blanco. Un prodigio de atuendo que no desmerece de su espléndido canto de estrofas agudas y precipitadas, compuestas por reclamos interminables. Acróbata de los cardos, sobre cuyas inflorescencias se posa con maestría para alimentarse de semillas que extrae y descascarilla con una habilidad prodigiosa. Nada comparable a su canto líquido y fluido, que remeda el discurrir del agua por arroyos y regatos, y que anuncia la primavera como ninguna otra cosa.


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