Ya
he referido que pasé un quinquenio de mi vida académica en un pueblo colindante
con el mío: Chiva. Allí estudié el bachiller elemental y un año del superior. Lo
hice en un centro de titularidad municipal recién estrenado, el Colegio Libre Adoptado
Luis Vives, autorizado por el Ministerio de Educación Nacional en abril de
1961, haciéndolo depender por cercanía geográfica del Instituto Nacional de
Enseñanza Media de Requena (lamento las redundancias, pero así era la
nomenclatura: “nacional”, como el Movimiento) y, pocos meses después, del
Instituto de Enseñanza Media Luis Vives de Valencia, a petición del consistorio.
Supongo que era la fórmula administrativa que se utilizaba entonces para dotar
de servicios públicos a poblaciones con demanda sostenida, pero insuficiente
para justificar mayores inversiones estatales.
Los
profesores eran jóvenes licenciados y profesionales colaboradores. Al menos esos
son los perfiles que recuerdo, algunos con nombre, y otros también con apellido:
doña Amparito, Fernando Galarza, doña Maruja, don José Morera, Manolo Mora,
Edelmira, don Juan… Ellos, y bastantes más, nos ayudaron a aprender lo que
entonces se enseñaba y a defendernos de los tribunales inquisitoriales que venían
desde Valencia a final de cada curso para comprobar nuestros progresos,
sometiéndonos a un tercer grado, que ahora se denomina evaluación externa, para
validar lo obvio: los resultados de los exámenes previamente realizados con
nuestros mentores naturales. ¡Qué poco hemos cambiado, aunque parezca lo
contrario!
En ese pequeño colegio (así me gusta evocarlo) viví la pubertad y eclosionó mi adolescencia. Allí me enamoré de casi todas mis compañeras, a las que conocí ya adolescentes. Debo decir que la enseñanza no era segregada por sexos, como en casi todos los demás centros, sino que chicos y chicas compartíamos las mismas aulas, seguramente más por la escasez de la demanda que por razones pedagógicas o ideológicas. Sin duda, ello ayudó a que me cautivasen –platónicamente- muchas de mis condiscípulas: Matilde, Silvia, Maricarmen, Mercedes, María Luisa…, todas mayores que yo, sempiterno benjamín, cautivo de amores imposibles y por quincenas, preso del arrebatado impulso adolescente varado en un escenario vital tan novedoso como seductor. Pero no sólo de pan vive el hombre. También hice amigos que me duraron muchos años. Algunos todavía perduran: Aniceto y Paco Herráez, Juan Vicente Muñoz, José Vicente García, José Morea, Armando Boullosa... Aunque hoy no toca hablar de ellos, sino de uno de nuestros profesores: don José Morera Forriol.
Don
José, que llegó a ser director, era un químico que regentaba una industria a
las afueras del pueblo en la que se fabricaban productos fitosanitarios.
Supongo que le ofrecieron la oportunidad de dar clase y aceptó bien por presión ambiental, bien por
convicción profesional, o bien por otras razones que desconozco. Mis recuerdos refrendan
que tenía poca idea de enseñar, pero que le apasionaba su profesión. Sin
saberlo, probablemente atesoraba dos de las cualidades que
caracterizan a los buenos profesores: conocer profundamente su materia y ser
capaz de trasmitir a los demás su entusiasmo por ella. Con escasos argumentos
didácticos, y quizá no sabiendo muy bien lo que hacía, logró cautivarnos
con sus explicaciones, imbuyéndonos su interés por los compuestos orgánicos e
inorgánicos, por las leyes físicas y por el compendio de ciencia que envuelve
nuestras vidas, bregando entre el negro de las pizarras de pared, la estulticia
adolescente y las volutas del cigarrillo “jean” emboquillado que aspiraba ansiosamente, mientras consumía las barras de tiza delatado por un incontinente
torrente de guiños nerviosos.
Experiencias
como elaborar pólvora con clorato potásico, azufre y polvo de carbón, hacer disoluciones
que ardían tan espectacularmente como milagrosamente se apagaban sin causar
estragos, entre otros experimentos, fueron ejercicios inolvidables para unos iletrados
muchachos ‘de pueblo’. Don José nos trasmitió a algunos el gusanillo por las
ciencias experimentales y por las prácticas de laboratorio sin haber conocido
semejante recurso, con apenas cuatro burdos remedos que preparó en el aula. Y
tan así fue que, más allá de lo que sucedía en ella, experimentábamos
autónomamente algunos de los ‘grandes inventos’ que nos mostraba. Fabricábamos la
pólvora doméstica y, con ella, ‘carretillas’ artesanales, sputniks de mentira,
bromas pesadas… Incluso llegamos a creer que habíamos descubierto la piedra
filosofal.
En
aquel fragor adolescente, falto de gimnasios, actividades extraescolares,
iphones, wiis, juegos de rol, etc., acostumbrábamos a hacer cabañas en los
recovecos del cauce del barranco que atraviesa el pueblo, donde guardábamos los
artilugios que hacíamos y escondíamos nuestros más preciados secretos y
fantasmagorías. Allí hacíamos fuego en las tardes-noches, emulando viajes
imaginarios a las chozas de la humanidad primitiva. Para nuestra sorpresa, uno de esos días las piedras que contorneaban la fogata comenzaron a arder
espectacularmente. Por momentos, creímos que estábamos en otro mundo, que
habíamos descubierto algo excepcional. Y nos acojonamos. Pero éramos curiosos y
seguimos los consejos científicos de don José: replicamos el fenómeno una y
otra vez, ensayando con varias piedras, hasta convencernos de que,
efectivamente, todas ardían. ¡Habíamos descubierto la piedra filosofal!
Puede
imaginarse la noche que pasamos, atribulados y nerviosos por comunicar el
descubrimiento a nuestro mentor. Así lo hicimos al día siguiente. El acogió con
cautela nuestro entusiasmo y, sin pronunciarse,
nos pidió un trozo de piedra para analizarlo. No me explayaré en las
explicaciones que nos dio días después, tras sus averiguaciones. En síntesis,
nos vino a decir que las piedras no ardieron por arte de ensalmo, que no era
una cuestión mágica o sobrenatural. Todo lo contrario, fue perfectamente normal
y lógico que ardiesen porque eran residuos petrificados de aceites y colas,
procedentes de una vieja fábrica de barnices que había al lado del barranco, cerca
del lugar donde hacíamos las cabañas. Inicialmente, aquello nos dejó absolutamente
desencantados, pero con el tiempo valoramos que fue una experiencia maravillosa
porque resumía la pasión por el conocimiento que un buen profesor puede incitar
en sus estudiantes, aun sin disponer de los medios didácticos deseables.
Por
ello, agradezco a don José sus enseñanzas y su pasión por la química, aunque no
fueran por tales derroteros mis posteriores inquietudes intelectuales. Otro
profesor del colegio (un mal profesor, cuyo nombré olvidé) y un error
imperdonable de aquellos veedores que venían de Valencia a supervisarnos me disuadieron
de la vocación científica y me decantaron hacia las vertientes literarias. Pese
a todo, y aun habiendo pasado la vida entre las letras, me sigue gustando la
química.
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