jueves, 23 de octubre de 2014

Crónicas de la amistad: Benilloba (7).

El incesante periplo de nuestra amistad nos llevó esta soleada mañana de mediados de octubre a la Venta Nadal, cerca de Benilloba, junto al castillo de Penella, que es realmente una casa señorial fortificada de la primera época cristiana, allá por el último tercio del siglo XIII. Se construyó con autorización real porque los monarcas querían reforzar las zonas limítrofes con las aljamas fronterizas, que en esta zona eran particularmente importantes y combativas, protagonizando revueltas que encabezó muchas veces el mítico Ojos Azules (Al-Azraq). Alfonso encargó aquí, en su terreno, una opípara comida a base de abundantísimos y sabrosísimos aperitivos (dacsa, fetge, pericana, embotit casolà, verdures torrades…) y unes xulles a la brasa espectaculares, bien regado todo ello con un excelente vino de la casa y café licor, según gustos. De modo que, apenas había pasado el mediodía, y ya estábamos todos allí, urdiendo un nuevo conciliábulo, tras los habituales efusivos y sinceros saludos. Se materializaba otra oportunidad para asegurar nuestra supervivencia.

Porque todos estamos en la vida pendientes de un hilo, como los equilibristas, especialmente en este periodo tan extremadamente crítico. Necesitamos compensarnos, nivelarnos, con nosotros mismos y con lo que nos rodea, con lo que tenemos y con lo que deseamos. Acostumbramos a decir que el equilibrio personal es un estado emocional que logramos cuando alcanzamos grandes principios o estados de ánimo, como la felicidad, la libertad, la justicia, etc. Pienso que la grandilocuencia de tales palabras nubla el entendimiento y dificulta explicar –y entender- cómo hemos logrado acopiar los atributos que les pertenecen. Me parece más evidente que la armonía personal depende de los pequeños logros y placeres diarios, gracias a los cuales conseguimos y nos mantenemos en un cierto equilibrio vital. Para mí que los grandes provechos -como las grandes virtudes- se desglosan en pequeñas satisfacciones, tal vez menos trascendentales pero igualmente imprescindibles. Realmente, creo que son las pequeñas obras cotidianas y los caprichos que nos damos de vez en cuando los que nos hacen respirar hondo y decir con el alma: ¡Qué gozada! Hoy, por ejemplo, nos hemos dado un pequeño gran homenaje, en la sencilla terraza de una venta, con un telón de fondo espectacular, que ha enmarcado una magnífica función de varietés, trufada de ilusionismo (político), dramatismo (social), picardía y finezza (de algunos figurantes) y hasta ‘musicalité’. ¿Qué más se puede pedir?

Sobremesa en la Venta Nadal
Hace unos años, un escritor francés, Philippe Delerm, publicó un librito titulado El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, que es un canto a la individualidad y al goce por la existencia. En sus treinta y cuatro brevísimas narraciones sobre otras tantos minúsculos placeres, narra exquisitamente algunas situaciones comunes, que se deslizan por nuestras vidas sin que les prestemos atención, pese a que sintetizan el germen del buen vivir. El autor demuestra su ‘expertidad’ en no dejar escapar una sola oportunidad para aprovechar tales momentos, compartiendo su experiencia con los lectores e incitándonos a que reconozcamos nuestros propios instantes de gozo. Yo ya hice la labor introspectiva y sé que uno de mis pequeños grandes placeres es el cultivo del afecto, esa inclinación del ánimo indispensable en todas las etapas de la vida, que surge de la interacción social y que es un requisito ineludible del progreso.

Aunque parezca una perogrullada, insistiré nuevamente en que las personas no podemos sobrevivir sin la ayuda de los demás, de la que dependemos críticamente durante toda la vida. Comúnmente, a esa ayuda la denominamos afecto, que no es una entelequia espiritual –como pudiera parecer- sino un requisito imprescindible para la supervivencia. Y no es gratuita ni está disponible ilimitadamente porque ayudar significa realizar un trabajo en beneficio de otro u otros, cediendo parte de la propia energía. De modo que nuestras capacidades afectivas están limitadas por la energía que tenemos, por el trabajo que podemos realizar y por los problemas que somos capaces de resolver. La mayoría de los mortales quisiéramos inundar de afecto el planeta, pero carecemos del brío y de la capacidad para lograrlo. Deseamos querer mucho, pero podemos hacerlo más bien poco.

No he reflexionado suficientemente sobre el modo en que todo ello influye en las satisfacciones que percibo. No obstante, de lo que no tengo dudas -y no es un juego de palabras- es de que el afecto siempre tiene efectos: para quienes lo dan y para quienes lo reciben. Aunque, en la mayoría de los casos, suele ser camino de ida y vuelta. Por ejemplo, cuando se acerca la fecha de un encuentro con los amigos, me ilusiona prepararlo durante los días previos y hasta me impacienta la espera. Me pica el gusanillo de quedar con alguno de ellos para desplazarme al lugar de la cita y conversar distendidamente durante el trayecto. Me emocionan los abrazos, los apretones de manos, las palabras y, a veces, hasta los silencios de nuestras reuniones. Me hace feliz tener la oportunidad de mirarlos a los ojos con sinceridad, compartir mesa con ellos, saber cómo les van las cosas, entretener el tiempo hilvanando conversaciones trascendentes e intrascendentes, ocurrencias y recuerdos, anécdotas o remembranzas. Incluso ‘malcantar’ al alimón viejas canciones de los Panchos, de Sabina o de Atahualpa Yupanqui, mientras apuramos un par de copas en la sobremesa. Y creo que a ellos les sucede lo mismo.

El tiempo otoñal, plácido y ‘oropelado’ que vivimos, que difumina los contornos y matiza perezosamente los rigores del estío, es idóneo para compartir las mejores cosechas que nos ha proporcionado la vida. Se desvanecieron definitivamente el frenesí y la prisa, triunfaron el sosiego y la plenitud y se anunció, por fin, que es  hora de dar y recibir afectos, y de disfrutar sin recato la alegría de vivir. ¡Y que sea así por largo tiempo!

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