El
capitalismo es una de tantas creaciones humanas que, deliberadamente o no, replican los caracteres de algunos seres
biológicos. Yo lo compararía con las hidras, esos animales milimétricos y
depredadores que tienen un asombroso poder de regeneración y que, aunque
carecen de cerebro reconocible, poseen un sistema nervioso reticular
estructuralmente simple, si lo comparamos con el de los mamíferos, que, sin
embargo, es tan efectivo o más que el de éstos.
Tal
vez con una convicción parecida, Anatole Kaletski escribió en 2010 un libro interesante
con el rótulo que encabeza esta entrada. Kaletski era entonces redactor
económico en The Times of London y su
obra nació influenciada por las crisis de las hipotecas subprime. La tesis que defiende se basa en la falibilidad del
capitalismo, que para él no es un conjunto estático de instituciones, sino un
sistema evolutivo que se ‘autorreinventa’ y revigoriza a través de crisis
sucesivas. Para argumentar su opinión distingue tres estadios consecutivos, que
titula con el lenguaje digital al uso.
El
primero, que denomina Capitalismo 1.0, abarcaría desde el
siglo XVIII hasta la Gran Depresión. Es la etapa de la fundación de las
economías de mercado y del gran despegue del comercio mundial. La lógica subyacente
a este periodo seminal se resume en dejar en manos del mercado las grandes
decisiones económicas para promover el comercio y la prosperidad. Esta manera
de entender la economía hizo crisis con la depresión iniciada en 1929, que evidenció
que los mercados podían actuar irracionalmente y destruir la riqueza con una
virulencia desconocida hasta entonces.
El segundo
estadio, que etiqueta como Capitalismo 2.0,
corresponde al periodo inspirado en lo que posteriormente se llamó economía
keynesiana, cuya lógica es la necesidad de la intervención reguladora del Estado
en los asuntos económicos. Corresponde a los años que incluyen las décadas de
los 30 a los 60 del pasado siglo, época durante la que se construyeron en
occidente los sistemas de protección social a base de expandir el gasto
público. Algunos economistas consideran que tal expansión originó la denominada
crisis fiscal del Estado, que estalló en la década de los 70 y que abrió paso
al Capitalismo 3.0, caracterizado en
lo político por la era Thatcher-Reagan y por la caída del muro de Berlín, y en
lo económico por la emergencia de China como mercado mundial. De nuevo, se relega
al Estado de los asuntos económicos y se amplia el espacio del mercado. La
historia volvió a repetirse en 2008, año que alumbra la crisis en que estamos
inmersos, sin que nadie haya propuesto hasta hoy reformas profundas que den un estatus
propio a la nueva encrucijada, que Kaletsky denomina Capitalismo 4.0, en la que la sociedad global se debate entre dos
opciones contradictorias e igualmente fracasadas: la preeminencia del mercado y
el exceso de intervencionismo. Una etapa que, como alguien ha dicho, es un tiempo sin dioses, plagado de trepas y seres corruptos, en el que el capitalismo financiero, con la complicidad de los gobiernos conservadores y la pasividad de los socialdemócratas, ha ido acabando con el Estado de bienestar.
El Roto (Diario El País, mayo 2012) |
Lo
cierto es que, a la vista de la realidad socioeconómica, las viejas teorías de
los padres del capitalismo, insistiendo en poner la economía al servicio de las
personas y no al revés, se revelan de una candidez extraordinaria. Por otro
lado, sorprende igualmente la ingenuidad de dos de los principales espejismos
del siglo XX: el llamado capitalismo con rostro humano y la idea de que Europa
exportaría al resto del planeta su modelo de desarrollo y de progreso social
equilibrado. Concuerdo con algunos economistas que argumentan que el modelo
europeo de bienestar fue posible, entre otras razones, porque se basaba en
satisfacer a una minoría de los habitantes del planeta, que vivía en la riqueza
a costa de la pobreza de la inmensa mayoría. Evidentemente, eso ni es viable ni
es justo. Sin embargo, considero que no deberían desdeñarse las enseñanzas que ofrece
este modelo, especialmente las relativas a que los poderes económicos y
financieros pueden y deben sujetarse a un estado de derecho que persiga la
justicia y el bien común, propiciando la creación de riqueza y su
redistribución.
Desgraciadamente
se ha impuesto en el planeta una mezcla de capitalismo neocon anglosajón y de comunismo capitalista chino. De seguir por
este camino, todo indica que en pocos años el resultado será un mundo donde el
uno o el dos por ciento de la población viva en la abundancia (no sabemos si
aquí o en Marte) y el resto entre la precariedad y el miedo a perder hasta la
miseria. Entiendo que no cabe la resignación ante lo que sucede. Es inaplazable
combatir este capitalismo financiero, especulativo y atroz, que ni crea riqueza
ni tiene en cuenta el interés de la mayoría. Y creo que ello puede lograrse con
la regeneración democrática. Sólo un sistema verdaderamente democrático puede
anteponer a cualquier otro objetivo la dignidad de las personas; sólo una
democracia profunda puede imponerse al resto de poderes fácticos.
La
mayoría de los sabios económicos que escriben libros y colaboran con los
periódicos piensan que hoy ya no es posible otro sistema económico-político que
el capitalismo voraz y salvaje que vivimos y sufrimos. Yo discrepo y prefiero
quedarme con las palabras del entrañable humanista José Luis Sampedro, que son
al mismo tiempo una seria advertencia y un reto cargado de esperanza: “el
sistema está roto y perdido, por eso tenéis (tenemos) futuro”. Espero y deseo
que no se equivocase.
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