lunes, 13 de octubre de 2014

Pescar.

Decía Plutarco que disfrutar de todos los placeres es insensato; y evitarlos, insensible. Yo confieso que, como la mayoría, soy sensato, pero no insensible. En un articulito que leí, Fernando Savater reflexionaba sobre los gozos, asegurando que los grandes placeres dependen de las necesidades y los pequeños de las aficiones. Decía, además, que los primeros, tanto en el sentido físico  y material como en el espiritual y sublime, los compartimos casi todos y, por ello, nos individualizan poco. Y creo que tiene razón porque toda persona que se precie ansía ser libre o feliz, de la misma manera que juzga extraordinario deleitarse con un gran cuadro, una obra de la literatura universal o un concierto excepcional. En cambio, los pequeños placeres son distintos para cada uno de nosotros, y no menos importantes que los otros porque, si lo meditamos bien, en el fondo, los grandes sentimientos gozosos se descomponen en pequeños deleites. ¡Cuantas veces las cosas importantes de la vida están relacionadas con anécdotas cotidianas o ínfimas! ¿Acaso no lo son la satisfacción que produce que nos sirvan el desayuno en la cama, el olor de la tierra mojada que acompaña a las primeras gotas de lluvia, o encontrar en un centro comercial una ganga con la que ni soñábamos? ¿O tal vez lo son menos acurrucarnos en un sofá con un buen libro una tarde de invierno, despertar en una habitación de una casa perdida en el campo o cantar a pleno pulmón mientras conducimos un vehículo, sin importarnos lo que piensen quienes nos ven? Sin duda, cualquiera de estas pequeñas realidades contribuye a hacernos felices, al menos por un instante e incluso durante algunos minutos.

Uno de mis pequeños grandes placeres es la pesca, aunque cada vez sea más complicado encontrar un rincón decente para practicar tal afición. Hoy todo está esquilmado y hallar un lugar que garantice mínimamente el entretenimiento exige desplazamientos de bastantes kilómetros. Sin embargo, no hace mucho tiempo que cualquier trozo de roca en la orilla de una cala era lugar apropiado para practicar una actividad que entusiasma a niños, jóvenes, adultos y viejos. Eso se acabó por estas tierras.

Siempre me gustó pescar. Aprendí a hacerlo en el pueblo, cuando apenas era un niño. Allí me enseñaron a ensamblar aparejos sencillos que prendíamos de una caña, con la que pasábamos las tardes veraniegas. Recuerdo con nitidez la tienda de la tía Angelita, que era el único establecimiento donde se vendían los pequeños anzuelos y el sedal (hilo de pescar, le llamábamos entonces). En aquél ecosistema en el que todo era artesanal y reciclable, la construcción del aparejo empezaba por la elección de una caña común, bien recta y seca, que seleccionábamos en cualquier cañar de las orillas del río. La pelábamos  y alisábamos con esmero para evitar pincharnos, asegurar su elasticidad y -¿por qué no confesarlo?-, para presumir de ella ante los convecinos. Anudábamos a su extremo más delgado un trozo de hilo de palomar (que era más barato y estaba disponible en cualquier casa) porque el presupuesto no alcanzaba para comprar todo el sedal necesario. La longitud del hilo variaba en función de la que tenía la caña. En su extremo libre añadíamos alrededor de un metro de sedal, que era suficiente para salvar la profundidad del río. Lo hacíamos pasar previamente por el flotador y los pequeños plomos en espiral que lo mantenían enhiesto sobre la superficie del agua, anudando finalmente el anzuelo, que era tarea nada sencilla, que exigía entrenamiento, pero que todos conseguíamos aprender.

Preparado el aparejo, sólo faltaba disponer los cebos. El más habitual era la masilla, una mezcla de harina y agua, a la que añadíamos unas briznas de colorante alimentario, que le daba un color amarillento que, según creíamos, la hacía más atractiva para los peces. No sé si realmente era así porque, cuando no lo encontrábamos en la cocina, utilizábamos masilla sin colorante y los resultados eran parecidos. También empleábamos lombrices de tierra que buscábamos en las zonas de los bancales colindantes con las acequias, en las que abundaban por ser más húmedas. Las disponíamos en botes de hojalata, en los que habíamos introducido previamente un poco de barro, a los que no terminábamos de cortar la tapadera para doblarla y conseguir que conservasen mejor la humedad. Los muchachos adolescentes tenían mayores pretensiones y se planteaban retos más importantes. Para lograrlos elegían cebos de mayor enjundia, como los “gatos cebolleros”, unos insectos ortópteros parecidos a los grillos, cuyo nombre correcto es alacrán cebollero o cortón. Eran cebos que utilizaban para la pesca de grandes piezas, fundamentalmente barbos y anguilas. Por último, los pescadores adultos, habitualmente gentes “ligeras de cascos”, aprovechaban las avenidas del río e instalaban sus “corduchos” cuando bajaban las aguas achocolatadas. Eran unas artes ilegales, que dejaban amarradas en los arbustos de las riberas, que cebaban con menudillos o despojos de aves y conejos, y que tenían como destinatarias las anguilas. Era común que algunas de ellas quedasen prendidas en estos artificios.

Cuando era niño, me divertía extraordinariamente pasar las tardes de los veranos pescando en el río centenares de “madrijas” (chondrostoma turiense es su nombre científico) y algunos barbos, que ensartábamos en juncos, haciéndolos pasar por las agallas hasta la boca. Cuando despuntaba la tarde, un tropel de niños pescadores llenaba las riberas del río, alineándose en ellas y practicando inmóviles una afición compartida que -todo sea dicho- no tenía mucha competencia entre las alternativas que les ofrecía entonces aquel lugar. Cuando llegaba el ocaso, nuestras madres nos veían volver a casa con la sarta diaria de peces, con los que ya no sabían qué hacer para no desairarnos, dado que tenían muchas espinas y un comer desagradable. Al final, los gatos eran habitualmente quienes se daban el banquete. Era una manera sana, ecológica, placentera y social de pasar las tardes en las que no nos requerían nuestras familias para colaborar en las tareas agropecuarias.

Hoy me sigue complaciendo pescar. Apenas han cambiado las artes, aunque han mejorado los materiales con los que se fabrican, su versatilidad y su alcance. Tampoco lo han hecho los cebos, solamente en que ahora los adquirimos en los establecimientos del ramo en lugar de tomarlos directamente de su espacio natural. En definitiva, preparar la pequeña aventura que significa cada jornada de pesca sigue teniendo el mismo interés y demanda parecidos preparativos: comprar la lombriz, recoger a algún amigo, desplazarnos unas decenas de kilómetros, seleccionar una cala recóndita, apostarnos en una roca desde la que no se divise otra cosa que no sea la mar, preparar y lanzar los aparejos, esperar la picada de las pequeñas presas (esparrallones, vacas, tordos, vidriadas, doncellas, sargos…), atraparlas, recogerlas y guardarlas para elaborar los caldos que acompañan algunas de nuestras paellas o arroces a banda. Igual que cuando me apostaba en las riberas del Turia, las estancias distendidas y absortas a la orilla de la mar, sin otro pensamiento que no sea elegir el mejor anzuelo o cebo para atrapar los diminutos peces, tomando el sol mientras me refresca la brisa, es algo que no tiene precio y que me relaja hasta límites insospechados. Estas son las pequeñas anécdotas a que me refería, que hoy, como ayer, me siguen haciendo disfrutar como un niño.

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