Decía
Plutarco que disfrutar de todos los placeres es insensato; y evitarlos,
insensible. Yo confieso que, como la mayoría, soy sensato, pero no insensible. En
un articulito que leí, Fernando Savater reflexionaba sobre los gozos,
asegurando que los grandes placeres dependen de las necesidades y los pequeños
de las aficiones. Decía, además, que los primeros, tanto en el sentido físico y material como en el espiritual y sublime,
los compartimos casi todos y, por ello, nos individualizan poco. Y creo que
tiene razón porque toda persona que se precie ansía ser libre o feliz, de la
misma manera que juzga extraordinario deleitarse con un gran cuadro, una
obra de la literatura universal o un concierto excepcional. En cambio, los
pequeños placeres son distintos para cada uno de nosotros, y no menos
importantes que los otros porque, si lo meditamos bien, en el fondo, los
grandes sentimientos gozosos se descomponen en pequeños deleites. ¡Cuantas veces
las cosas importantes de la vida están relacionadas con anécdotas cotidianas o ínfimas! ¿Acaso no lo son la satisfacción que produce que nos sirvan el desayuno en la
cama, el olor de la tierra mojada que acompaña a las primeras gotas de lluvia, o
encontrar en un centro comercial una ganga con la que ni soñábamos? ¿O tal vez lo son
menos acurrucarnos en un sofá con un buen libro una tarde de invierno, despertar
en una habitación de una casa perdida en el campo o cantar a pleno pulmón mientras
conducimos un vehículo, sin importarnos lo que piensen quienes nos ven? Sin duda, cualquiera de estas
pequeñas realidades contribuye a hacernos felices, al menos por un instante e incluso durante algunos minutos.
Uno
de mis pequeños grandes placeres es la pesca, aunque cada vez sea más
complicado encontrar un rincón decente para practicar tal afición. Hoy todo está
esquilmado y hallar un lugar que garantice mínimamente el entretenimiento exige desplazamientos de bastantes kilómetros. Sin embargo, no hace mucho tiempo que cualquier trozo de roca en la orilla de una cala era
lugar apropiado para practicar una actividad que entusiasma a niños, jóvenes, adultos y
viejos. Eso se acabó por estas tierras.
Siempre
me gustó pescar. Aprendí a hacerlo en el pueblo, cuando apenas era un niño.
Allí me enseñaron a ensamblar aparejos sencillos que prendíamos de una caña,
con la que pasábamos las tardes veraniegas. Recuerdo con nitidez la tienda
de la tía Angelita, que era el único establecimiento donde se vendían los
pequeños anzuelos y el sedal (hilo de pescar, le llamábamos entonces). En aquél
ecosistema en el que todo era artesanal y reciclable, la construcción del
aparejo empezaba por la elección de una caña común, bien recta y seca, que seleccionábamos
en cualquier cañar de las orillas del río. La pelábamos y alisábamos con esmero para evitar
pincharnos, asegurar su elasticidad y -¿por qué no confesarlo?-, para presumir de
ella ante los convecinos. Anudábamos a su extremo más delgado un trozo de hilo
de palomar (que era más barato y estaba disponible en cualquier casa) porque
el presupuesto no alcanzaba para comprar todo el sedal necesario. La longitud
del hilo variaba en función de la que tenía la caña. En su extremo libre
añadíamos alrededor de un metro de sedal, que era suficiente para salvar la
profundidad del río. Lo hacíamos pasar previamente por el flotador y los
pequeños plomos en espiral que lo mantenían enhiesto sobre la superficie del
agua, anudando finalmente el anzuelo, que era tarea nada sencilla, que exigía entrenamiento, pero que todos conseguíamos aprender.
Preparado
el aparejo, sólo faltaba disponer los cebos. El más habitual era la masilla,
una mezcla de harina y agua, a la que añadíamos unas briznas de colorante
alimentario, que le daba un color amarillento que, según creíamos, la hacía más
atractiva para los peces. No sé si realmente era así porque, cuando no lo encontrábamos en la cocina, utilizábamos masilla sin colorante y los resultados
eran parecidos. También empleábamos lombrices de tierra que buscábamos en las
zonas de los bancales colindantes con las acequias, en las que abundaban por
ser más húmedas. Las disponíamos en botes de hojalata, en los que habíamos introducido
previamente un poco de barro, a los que no terminábamos de cortar la tapadera
para doblarla y conseguir que conservasen mejor la humedad. Los muchachos adolescentes
tenían mayores pretensiones y se planteaban retos más importantes. Para
lograrlos elegían cebos de mayor enjundia, como los “gatos cebolleros”, unos
insectos ortópteros parecidos a los grillos, cuyo nombre correcto es alacrán
cebollero o cortón. Eran cebos que utilizaban para la pesca de grandes piezas,
fundamentalmente barbos y anguilas. Por último, los pescadores adultos, habitualmente
gentes “ligeras de cascos”, aprovechaban las avenidas del río e instalaban sus
“corduchos” cuando bajaban las aguas achocolatadas. Eran unas artes ilegales,
que dejaban amarradas en los arbustos de las riberas, que cebaban con
menudillos o despojos de aves y conejos, y que tenían como destinatarias las
anguilas. Era común que algunas de ellas quedasen prendidas en estos artificios.
Cuando
era niño, me divertía extraordinariamente pasar las tardes de los veranos
pescando en el río centenares de “madrijas” (chondrostoma turiense es su nombre científico) y algunos barbos,
que ensartábamos en juncos, haciéndolos pasar por las agallas hasta la boca. Cuando despuntaba la tarde, un
tropel de niños pescadores llenaba las riberas del río, alineándose en ellas y practicando
inmóviles una afición compartida que -todo sea dicho- no tenía mucha
competencia entre las alternativas que les ofrecía entonces aquel lugar. Cuando
llegaba el ocaso, nuestras madres nos veían volver a casa con la sarta diaria de
peces, con los que ya no sabían qué hacer para no desairarnos, dado que tenían
muchas espinas y un comer desagradable. Al final, los gatos eran habitualmente quienes se
daban el banquete. Era una manera sana, ecológica, placentera y
social de pasar las tardes en las que no nos requerían nuestras familias para colaborar en las tareas agropecuarias.
Hoy
me sigue complaciendo pescar. Apenas han cambiado las artes, aunque han
mejorado los materiales con los que se fabrican, su versatilidad y su alcance. Tampoco
lo han hecho los cebos, solamente en que ahora los adquirimos en los establecimientos del ramo
en lugar de tomarlos directamente de su espacio natural. En definitiva, preparar la pequeña aventura
que significa cada jornada de pesca sigue teniendo el mismo interés y demanda parecidos preparativos: comprar la
lombriz, recoger a algún amigo, desplazarnos unas decenas de kilómetros,
seleccionar una cala recóndita, apostarnos en una roca desde la que no se
divise otra cosa que no sea la mar, preparar y lanzar los aparejos, esperar la
picada de las pequeñas presas (esparrallones, vacas, tordos, vidriadas,
doncellas, sargos…), atraparlas, recogerlas y guardarlas para elaborar los
caldos que acompañan algunas de nuestras paellas o arroces a banda. Igual que cuando me apostaba en las riberas del Turia, las
estancias distendidas y absortas a la orilla de la mar, sin otro pensamiento que
no sea elegir el mejor anzuelo o cebo para atrapar los diminutos peces, tomando
el sol mientras me refresca la brisa, es algo que no tiene precio y que me
relaja hasta límites insospechados. Estas son las pequeñas anécdotas a que me
refería, que hoy, como ayer, me siguen haciendo disfrutar como un niño.
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