¿Cómo
podían imaginar los druidas que el Samhain
o Fiesta del Sol, una de sus
principales festividades, generaría una actividad económica tan desorbitada? Este
año 2014, se estima que solo en Estados Unidos el negocio vinculado con Halloween ha alcanzado un volumen de
7.400 millones de dólares (alrededor de 6.000 millones de euros), distribuidos
entre disfraces, caramelos, desfiles, elementos decorativos, etc. No dispongo
de datos sobre Europa, pero las 70.000 fiestas que se programaron en España
permiten hacerse una idea de la repercusión del fenómeno por estas latitudes.
Se
ha impuesto la celebración de la céltica y secular Noche de las Brujas, que los irlandeses llevaron consigo a Norteamérica
cuando emigraron empujados por la hambruna que asoló su país a mediados del
siglo XIX, con las catastróficas y conocidas secuelas demográficas, sociales, políticas
y económicas. De este modo, una festividad históricamente circunscrita a los países
anglosajones, donde se asociaba con bromas macabras, lectura de historias de
miedo o con el visionado de películas de terror, se ha convertido en un
fenómeno de masas casi universal, que combina las tradiciones celtas y
cristianas con el folklore y las leyendas urbanas.
Según
algunas interpretaciones, la comunidad celta de Irlanda ligó la celebración del
Samhain con el regreso de los
espíritus incorpóreos de las personas fallecidas durante el año precedente, buscando
cuerpos vivientes para encarnarse en ellos durante un año más, en tanto que
única esperanza para lograr la vida eterna. Todo un mundo vinculado con una de
las principales emociones de los seres vivos: el miedo. Una emoción primaria caracterizada
por una intensa sensación, habitualmente desagradable, provocada por la
percepción de un peligro, real o supuesto, presente o futuro, e incluso pretérito.
Es un estado afectivo que manifiestan los animales y las personas, que proviene
de su aversión natural al riesgo o a la amenaza y que se ha estudiado desde
diferentes perspectivas: biológica, neurológica, psicológica, social, cultural... No cabe duda de que el miedo es un fenómeno inherente a la sociedad y de que juega un papel importantísimo
en el proceso de socialización de los ciudadanos, siendo, además, un elemento que subyace
a la mayoría de los sistemas educativos. Una sencilla constatación evidencia lo
dicho: gran parte del sistema normativo de cualquier sociedad se
articula sobre el miedo, como se comprueba con una revisión somera de las disposiciones de su derecho
penal.
Por otro lado, la filosofía y la ciencia política han señalado el miedo como una característica definitoria de la denominada sociedad posmoderna. Ulrich Beck, uno de los teóricos que ha estudiado este asunto, ha calificado a la sociedad contemporánea como la sociedad del riesgo, argumentando en sus libros que por primera vez en su historia la especie humana se enfrenta a la posibilidad de su propia extinción. Desde la perspectiva antropológica, se ha constatado que el miedo está presente en los textos fundacionales de las diferentes confesiones religiosas. Algunos estudiosos aseguran que las religiones no son generadoras de temor por sí mismas. Segun ellos, lo que lo induce son los discursos políticos a los que apelan para generar el adoctrinamiento. Los miedos emergen, así, como narrativas protectoras que prohíben ciertas prácticas y fomentan otras. Muy especialmente, las religiones monoteístas refuerzan el importante papel del miedo devoto, que denominan “temor de Dios”, desarrollando teologías específicas a tal efecto. Algunas recurren, incluso, a adoctrinar durante el periodo de aprendizaje en la infancia, amenazando con el sufrimiento infinito y eterno si no se cree en sus postulados o no se cumplen sus normas. Otras, especialmente las politeístas, defienden la necesidad de evitar el dolor y el sufrimiento, que es una manera indirecta de abordar las relaciones de las personas con el miedo.
Por otro lado, la filosofía y la ciencia política han señalado el miedo como una característica definitoria de la denominada sociedad posmoderna. Ulrich Beck, uno de los teóricos que ha estudiado este asunto, ha calificado a la sociedad contemporánea como la sociedad del riesgo, argumentando en sus libros que por primera vez en su historia la especie humana se enfrenta a la posibilidad de su propia extinción. Desde la perspectiva antropológica, se ha constatado que el miedo está presente en los textos fundacionales de las diferentes confesiones religiosas. Algunos estudiosos aseguran que las religiones no son generadoras de temor por sí mismas. Segun ellos, lo que lo induce son los discursos políticos a los que apelan para generar el adoctrinamiento. Los miedos emergen, así, como narrativas protectoras que prohíben ciertas prácticas y fomentan otras. Muy especialmente, las religiones monoteístas refuerzan el importante papel del miedo devoto, que denominan “temor de Dios”, desarrollando teologías específicas a tal efecto. Algunas recurren, incluso, a adoctrinar durante el periodo de aprendizaje en la infancia, amenazando con el sufrimiento infinito y eterno si no se cree en sus postulados o no se cumplen sus normas. Otras, especialmente las politeístas, defienden la necesidad de evitar el dolor y el sufrimiento, que es una manera indirecta de abordar las relaciones de las personas con el miedo.
En
nuestro contexto, la influencia secular del catolicismo ha hecho que el miedo haya
estado y esté presente continuamente en nuestras vidas y que lo percibamos como una gran
amenaza. La vida cotidiana estuvo y está permanentemente amenazada, impregnada de un
miedo primario y difuso. Lo hemos sentido en infinidad de ocasiones, incluso sin
identificar qué lo genera o a quién debemos temer. Cuando era
niño, oía hablar a mi familia y a mis convecinos de sus miedos. Temían las
tormentas cuando se aproximaba el tiempo de las cosechas, temían las plagas
que las arruinaban, les amedrentaban las crecidas del río, les asustaba el
granizo y la sequía… La gente tenía miedo a las enfermedades porque arruinaban
la vida o la arrebataban, tenía miedo a los desconocidos porque traían malas
noticias o porque nada bueno venían a hacer, tenía miedo a las amenazas de los
curas en los púlpitos, a los engaños de los tratantes de ganado, a los
intermediarios que se llevaban las cosechas y no volvían a pagarlas, etc. Por
tener, se tenía miedo hasta de las mudanzas. Nada debía cambiarse, todo debía
permanecer como siempre, como era su modo natural, conforme a la ley antigua.
Como alguien dijo, en nuestra sociedad muchísimas personas hemos crecido bajo
el magisterio del temor. Antes eran unos los motivos y ahora son otros, pero el
miedo no ceja. Y tal vez de ahí provenga nuestra escasa capacidad para ser felices, para
entregarnos a un presente que, según nos adoctrinaron, nos conducirá indefectiblemente
a un futuro que será casi inevitablemente atroz.
El miedo
ha sido uno de los aliados más fieles del poder, que intenta siempre que la
población viva inmersa en él porque, cuando anida en el cerebro, quebranta la
resistencia y paraliza la disidencia. Cuanto más totalitario es el poder, más
priva a las personas de libertad porque engendra el temor. En realidad, todos
los movimientos de liberación auténticos han sido tentativas para erradicar el miedo que sienten los
pueblos.
Hoy
no solo perviven los temores tradicionales a la muerte, el infierno, la
enfermedad, la vejez, la indefensión, el terrorismo, la guerra, el hambre, las
radiaciones nucleares, los desastres naturales o las catástrofes ambientales. A
ellos se ha añadido el miedo a los mercados y a su singular ‘dictadura’, que avasalla
las costosas conquistas sociales; el miedo a reducir nuestro poder adquisitivo, a
quedarnos sin trabajo, al subempleo, a la marginación económica y social. Las
nuevas estructuras del poder carecen de rostro y de identidad; y por eso son
invulnerables y no cesan de crecer, siendo menos ostentosas que en el pasado
pero mucho más omnipresentes.
El
miedo contemporáneo nos hace a todos susceptibles de ser dominados por los
pocos que poseen la capacidad de generarlo, que nos someten a la legión de miedosos, inyectándonos pasividad a raudales, privatizando nuestras vidas,
culpabilizándonos de la involución social y haciéndonos descender cada vez más en
la pirámide social que ellos culminan. Recientes estudios sociológicos concluían que la
población española está asustada, que el miedo al futuro puede convertirse en
una auténtica paralización, asegurando que del pavor podría pasarse a la
desesperanza y, desde ella, a la rabia social, que podría agravar
exponencialmente el problema. El paso del tiempo no hace sino confirmar tales presagios.
Por
desgracia, el miedo auténtico es infinitamente más dramático, habitual y familiar que los
disfraces o las bromas en Halloween. Es
el producto de una ideología perfectamente estructurada por diseñadores expertos en
meter miedo, que tienen acceso pleno a los medios de comunicación y a la
información y propaganda que se transmite a través de Internet. Para combatirlo
yo no veo otra alternativa que educar en la valentía desde edades tempranas. De ese modo los ciudadanos adquieren e interiorizan actitudes vitales que les capacitan para dominar su afectividad y sus miedos, enfrentándose a las causas que los producen
y evitando que les hagan sufrir y adocenarse. En este sentido, tenemos por delante una ardua tarea porque el camino prácticamente está por empezar.
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