martes, 4 de noviembre de 2014

Halloween.

¿Cómo podían imaginar los druidas que el Samhain o Fiesta del Sol, una de sus principales festividades, generaría una actividad económica tan desorbitada? Este año 2014, se estima que solo en Estados Unidos el negocio vinculado con Halloween ha alcanzado un volumen de 7.400 millones de dólares (alrededor de 6.000 millones de euros), distribuidos entre disfraces, caramelos, desfiles, elementos decorativos, etc. No dispongo de datos sobre Europa, pero las 70.000 fiestas que se programaron en España permiten hacerse una idea de la repercusión del fenómeno por estas latitudes.

Se ha impuesto la celebración de la céltica y secular Noche de las Brujas, que los irlandeses llevaron consigo a Norteamérica cuando emigraron empujados por la hambruna que asoló su país a mediados del siglo XIX, con las catastróficas y conocidas secuelas demográficas, sociales, políticas y económicas. De este modo, una festividad históricamente circunscrita a los países anglosajones, donde se asociaba con bromas macabras, lectura de historias de miedo o con el visionado de películas de terror, se ha convertido en un fenómeno de masas casi universal, que combina las tradiciones celtas y cristianas con el folklore y las leyendas urbanas.

Según algunas interpretaciones, la comunidad celta de Irlanda ligó la celebración del Samhain con el regreso de los espíritus incorpóreos de las personas fallecidas durante el año precedente, buscando cuerpos vivientes para encarnarse en ellos durante un año más, en tanto que única esperanza para lograr la vida eterna. Todo un mundo vinculado con una de las principales emociones de los seres vivos: el miedo. Una emoción primaria caracterizada por una intensa sensación, habitualmente desagradable, provocada por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente o futuro, e incluso pretérito. Es un estado afectivo que manifiestan los animales y las personas, que proviene de su aversión natural al riesgo o a la amenaza y que se ha estudiado desde diferentes perspectivas: biológica, neurológica, psicológica, social, cultural... No cabe duda de que el miedo es un fenómeno inherente a la sociedad y de que juega un papel importantísimo en el proceso de socialización de los ciudadanos, siendo, además, un elemento que subyace a la mayoría de los sistemas educativos. Una sencilla constatación evidencia lo dicho: gran parte del sistema normativo de cualquier sociedad se articula sobre el miedo, como se comprueba con una revisión somera de las disposiciones de su derecho penal.

Por otro lado, la filosofía y la ciencia política han señalado el miedo como una característica definitoria de la denominada sociedad posmoderna. Ulrich Beck, uno de los teóricos que ha estudiado este asunto, ha calificado a la sociedad contemporánea como la sociedad del riesgo, argumentando en sus libros que por primera vez en su historia la especie humana se enfrenta a la posibilidad de su propia extinción. Desde la perspectiva antropológica, se ha constatado que el miedo está presente en los textos fundacionales de las diferentes confesiones religiosas. Algunos estudiosos aseguran que las religiones no son generadoras de temor por sí mismas. Segun ellos, lo que lo induce son los discursos políticos a los que apelan para generar el adoctrinamiento. Los miedos emergen, así, como narrativas protectoras que prohíben ciertas prácticas y fomentan otras. Muy especialmente, las religiones monoteístas refuerzan el importante papel del miedo devoto, que denominan “temor de Dios”, desarrollando teologías específicas a tal efecto. Algunas recurren, incluso, a adoctrinar durante el periodo de aprendizaje en la infancia, amenazando con el sufrimiento infinito y eterno si no se cree en sus postulados o no se cumplen sus normas. Otras, especialmente las politeístas, defienden la necesidad de evitar el dolor y el sufrimiento, que es una manera indirecta de abordar las relaciones de las personas con el miedo.

En nuestro contexto, la influencia secular del catolicismo ha hecho que el miedo haya estado y esté presente continuamente en nuestras vidas y que lo percibamos como una gran amenaza. La vida cotidiana estuvo y está permanentemente amenazada, impregnada de un miedo primario y difuso. Lo hemos sentido en infinidad de ocasiones, incluso sin identificar qué lo genera o a quién debemos temer. Cuando era niño, oía hablar a mi familia y a mis convecinos de sus miedos. Temían las tormentas cuando se aproximaba el tiempo de las cosechas, temían las plagas que las arruinaban, les amedrentaban las crecidas del río, les asustaba el granizo y la sequía… La gente tenía miedo a las enfermedades porque arruinaban la vida o la arrebataban, tenía miedo a los desconocidos porque traían malas noticias o porque nada bueno venían a hacer, tenía miedo a las amenazas de los curas en los púlpitos, a los engaños de los tratantes de ganado, a los intermediarios que se llevaban las cosechas y no volvían a pagarlas, etc. Por tener, se tenía miedo hasta de las mudanzas. Nada debía cambiarse, todo debía permanecer como siempre, como era su modo natural, conforme a la ley antigua. Como alguien dijo, en nuestra sociedad muchísimas personas hemos crecido bajo el magisterio del temor. Antes eran unos los motivos y ahora son otros, pero el miedo no ceja. Y tal vez de ahí provenga nuestra escasa capacidad para ser felices, para entregarnos a un presente que, según nos adoctrinaron, nos conducirá indefectiblemente a un futuro que será casi inevitablemente atroz.

El miedo ha sido uno de los aliados más fieles del poder, que intenta siempre que la población viva inmersa en él porque, cuando anida en el cerebro, quebranta la resistencia y paraliza la disidencia. Cuanto más totalitario es el poder, más priva a las personas de libertad porque engendra el temor. En realidad, todos los movimientos de liberación auténticos han sido tentativas para erradicar el miedo que sienten los pueblos.

Hoy no solo perviven los temores tradicionales a la muerte, el infierno, la enfermedad, la vejez, la indefensión, el terrorismo, la guerra, el hambre, las radiaciones nucleares, los desastres naturales o las catástrofes ambientales. A ellos se ha añadido el miedo a los mercados y a su singular ‘dictadura’, que avasalla las costosas conquistas sociales; el miedo a reducir nuestro poder adquisitivo, a quedarnos sin trabajo, al subempleo, a la marginación económica y social. Las nuevas estructuras del poder carecen de rostro y de identidad; y por eso son invulnerables y no cesan de crecer, siendo menos ostentosas que en el pasado pero mucho más omnipresentes.

El miedo contemporáneo nos hace a todos susceptibles de ser dominados por los pocos que poseen la capacidad de generarlo, que nos someten a la legión de miedosos, inyectándonos pasividad a raudales, privatizando nuestras vidas, culpabilizándonos de la involución social y haciéndonos descender cada vez más en la pirámide social que ellos culminan. Recientes estudios sociológicos concluían que la población española está asustada, que el miedo al futuro puede convertirse en una auténtica paralización, asegurando que del pavor podría pasarse a la desesperanza y, desde ella, a la rabia social, que podría agravar exponencialmente el problema. El paso del tiempo no hace sino confirmar tales presagios.

Por desgracia, el miedo auténtico es infinitamente más dramático, habitual y familiar que los disfraces o las bromas en Halloween. Es el producto de una ideología perfectamente estructurada por diseñadores expertos en meter miedo, que tienen acceso pleno a los medios de comunicación y a la información y propaganda que se transmite a través de Internet. Para combatirlo yo no veo otra alternativa que educar en la valentía desde edades tempranas. De ese modo los ciudadanos adquieren e interiorizan actitudes vitales que les capacitan para dominar su afectividad y sus miedos, enfrentándose a las causas que los producen y evitando que les hagan sufrir y adocenarse. En este sentido, tenemos por delante una ardua tarea porque el camino prácticamente está por empezar.

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