martes, 18 de noviembre de 2014

Ocho millones y medio de ideas.

Hay varias decenas de calificativos que pueden adjetivar justamente nuestra sociedad. Mencionaré exclusivamente uno que, a mi juicio, la retrata primorosamente: despilfarradora.  No tengo duda de que vivimos en una sociedad manirrota y dada a los excesos. Posiblemente, muchos considerarán un despropósito utilizar semejante calificativo para caracterizar un contexto crítico, que está ofreciendo una vida extremadamente difícil a muchos ciudadanos. Y no les falta razón a quienes así opinen, como tampoco me falta a mí.

A poco que reflexionemos, constataremos que en la vida cotidiana conviven paradójicamente la precariedad y el despilfarro. Hay infinitas situaciones que lo demuestran: decenas de miles de familias no pueden llegar a fin de mes, mientras unas pocas no saben ni el dinero que tienen; hay centenares de pisos vacíos, expropiados por bancos con dueños anónimos, mientras los que fueron sus dueños malviven acogidos por sus familias o en centros de caridad y siguen pagando hipotecas que gravan propiedades que les arrebataron; dilapidamos energía cara y ajena, mientras desaprovechamos las fuentes energéticas limpias y baratas que tenemos a nuestro alcance; producimos diariamente más de un kilo de basura per cápita, mientras tenemos vacíos los bancos de alimentos; nos quejamos del precio de los libros, los medicamentos o las entradas del teatro, mientras pagamos alegremente productos insalubres y/o indecentes que nos ofrecen los bares y establecimientos de los centros comerciales, que ni siquiera necesitamos. Por resumir: somos un país que cierra plantas y quirófanos en los hospitales, mientras construye y mantiene aeropuertos sin aviones, museos sin exposiciones e infraestructuras sin transeúntes. ¿Se puede despilfarrar más?

Pero hoy no quiero analizar estas realidades, sino reflexionar sobre el derroche de talento que produce diariamente este país, que acabará arruinándolo por completo. Dejo de lado, intencionadamente, el caudal enorme que representan los miles de universitarios que han emigrado y seguirán haciéndolo, cuya formación nos ha costado un dineral y que, en contra de su voluntad, están condenados a ser productivos en territorios que nada han invertido en su educación. Hoy me interesa el ejército de jubilados y prejubilados que hay en el país: una friolera de casi ocho millones y medio de personas, cuyo talento, competencias, ganas de cooperar y participar, profesionalidad, etc., estamos malgastando miserablemente, empujándolos sin más a entretenerse aprendiendo idiomas o informática, asistiendo a los cursos de las universidades de mayores, viajando con el IMSERSO o El Corte Inglés, jugando a las cartas en los hogares del jubilado o en los bares de los pueblos y, en el mejor de los casos, preparando y pagando la comida y los cuidados que necesitan hijos y nietos. La inmensa mayoría de estas personas estaría encantada de poner su experiencia, sus habilidades, sus capacidades y su inteligencia al servicio de la sociedad, y hasta llegaría a confesar sin ser cierto que lo hace por un móvil exclusivamente egoísta: asegurarse las pensiones y vivir sin sobresaltos la edad de la jubilación.

Se me ocurre un ejemplo que ilustra bien lo que digo. Imaginemos lo que significaría disponer de ocho millones y medio de opiniones sobre cómo afrontar la crisis que atraviesa el país. El descrédito actual en los partidos políticos y en las instituciones democráticas es el mayor que hemos conocido desde que se reinstauró la democracia. Esta situación ha hecho eclosionar nuevas propuestas y nuevas formaciones políticas, que dicen auspiciar formas más auténticas de participación social. En esa línea de activación de la implicación ciudadana, ¿se imaginan lo que supondría una realidad de ocho millones y medio de personas dando ideas acerca de cómo salir de la crisis? Aún suponiendo que la mitad optase por no participar, todavía quedarían más de cuatro millones, a quienes se les pediría, simplemente, que facilitasen una sola idea para lograr tan loable propósito. Dispondríamos de miles de ellas distribuidas por todo el espectro vital. Desde la economía doméstica hasta la economía política, desde el gobierno ciudadano hasta el consumo energético, desde la reconversión productiva hasta los nuevos lechos de empleo. Más de cuatro millones de ideas expresadas escuetamente para facilitar su procesamiento: un renglón para cada propuesta. O dicho de otro modo: cuatro millones de renglones, que son aproximadamente ciento catorce mil páginas, de treinta y cinco renglones. Lo que equivale a casi cuatrocientos libros de trescientas páginas o, si se prefiere, a doscientos libros de quinientas. Naturalmente en ese sinfín de ideas habrá decenas de miles repetidas. Ello no es ningún obstáculo. Existen recursos digitales para depurarlas y agruparlas con un coste más que razonable si lo comparamos con el rendimiento que puede obtenerse. ¿Se imaginan la tormenta de pensamientos que se generaría? Realmente, sería un tsunami morrocotudo, una gigantesca aportación de conocimiento, multidimensional, plural y transversal al conjunto de la sociedad. Una cosecha excepcional en la que no sería difícil identificar una docena de ideas geniales para solucionar la debacle que vivimos.

¿Cuánto costaría un experimento de tal naturaleza? Pienso que apenas nada. Recientemente hemos conocido la sencillez con que se han activado algunas fiestas multitudinarias, ciertas plataformas reivindicativas o consultas plebiscitarias aprovechando los dispositivos que utilizan las redes sociales. Cualquiera de ellos (sms, twiter, whatsup…) podrían servir para la finalidad propuesta, o cualquier otro mecanismo cuyo coste sería ínfimo en comparación con el beneficio que se obtendría.

Va siendo hora de ir llamando a las cosas por su nombre y de acabar con muchas falsedades que no se sostienen. Una de ellas es la socorrida cantinela de que los viejos se tienen que marchar del sistema productivo porque hay que dejar espacio a los jóvenes. Hace años que es una gran mentira porque los viejos que se van se llevan consigo sus puestos de trabajo. No hay reposición del empleo, nadie ocupa el hueco que dejaron los precedentes. Y no parece que haya visos de que algo esté cambiando en tal sentido.

En España, la población envejece a toda prisa. Las últimas proyecciones del Instituto Nacional de Estadística indican que, dentro de 50 años, el 18 % actual de mayores de 65 años se convertirá en el 38 %. Un auténtico vuelco demográfico, que está poco estudiado y que cuando se ha abordado, generalmente se ha enfocado con perspectivas sesgadas, que priorizan determinados aspectos, olvidando otros que son también interesantes. Se suele estudiar, por ejemplo, la repercusión del envejecimiento sobre las pensiones o sobre el sistema de salud, pero apenas se presta atención a las oportunidades que ofrece la sociedad a los jubilados, que aspiran, como los demás ciudadanos, a participar, a ser escuchados y a ser respetados. En España, hay un desaprovechamiento casi absoluto del know how y del talento de las personas mayores. Carece de fundamento jubilarlas socialmente porque muchísimas de ellas disfrutan de unas condiciones físicas e intelectuales que les hacen susceptibles de aportar muchas cosas en ámbitos como el voluntariado, el apoyo al emprendedurismo, la educación, los servicios sociales, la política, etc.

También en estos aspectos estamos todavía muy lejos de Europa. Según el Eurobarómetro, solo un 12% de los mayores de 55 años practica el voluntariado mientras que en Europa lo hace el 27%. Es más, la Estrategia Europa 2020, que diseña un crecimiento sostenible para ese horizonte, considera que la vejez es clave para mantener la competitividad y prioritaria para las políticas europeas de innovación. Y lo asegura basándose en evidencias tales como que las necesidades de la creciente cohorte de mayores se transforman en fuentes de negocio, surgiendo necesidades en la tecnología, en la asistencia personal, en la sanidad, en las infraestructuras o en las finanzas. Todo ello representa nichos para la iniciativa y para el acogimiento de empresas, que todavía no existen pero que deberán existir y que llegarán inevitablemente.

La generación que se está jubilando ahora es la que nació en torno a los años cincuenta del pasado siglo. Somos las personas que luchamos por los derechos y las libertades, los que las estrenamos y seguimos ejerciéndolas en la medida que nos dejan. Quienes peleamos y logramos instaurar el divorcio, la píldora o el aborto. Los nuevos viejos no nos vamos a conformar con ir de vacaciones a Benidorm, con el IMSERSO, a tomar el sol y bailar “los pajaritos”. Los nuevos viejos somos gente más formada, más solvente, económicamente más autónoma y seguramente más longeva y más peleona. Y, además, muchísimos tenemos claro que nuestra identidad se la debemos menos a nuestra edad que al estilo de vida que practicamos. Así que aquí estamos, preparados y dispuestos para lo que haga falta… si nos dejan.

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