Hay varias
decenas de calificativos que pueden adjetivar justamente nuestra sociedad. Mencionaré
exclusivamente uno que, a mi juicio, la retrata primorosamente:
despilfarradora. No tengo duda de que
vivimos en una sociedad manirrota y dada a los excesos. Posiblemente, muchos
considerarán un despropósito utilizar semejante calificativo para caracterizar un
contexto crítico, que está ofreciendo una vida extremadamente difícil a muchos
ciudadanos. Y no les falta razón a quienes así opinen, como tampoco me falta a
mí.
A
poco que reflexionemos, constataremos que en la vida cotidiana conviven paradójicamente
la precariedad y el despilfarro. Hay infinitas situaciones que lo demuestran:
decenas de miles de familias no pueden llegar a fin de mes, mientras unas pocas
no saben ni el dinero que tienen; hay centenares de pisos vacíos, expropiados
por bancos con dueños anónimos, mientras los que fueron sus dueños malviven
acogidos por sus familias o en centros de caridad y siguen pagando hipotecas
que gravan propiedades que les arrebataron; dilapidamos energía cara y ajena, mientras
desaprovechamos las fuentes energéticas limpias y baratas que tenemos a nuestro
alcance; producimos diariamente más de un kilo de basura per cápita, mientras tenemos
vacíos los bancos de alimentos; nos quejamos del precio de los libros, los
medicamentos o las entradas del teatro, mientras pagamos alegremente productos
insalubres y/o indecentes que nos ofrecen los bares y establecimientos de los
centros comerciales, que ni siquiera necesitamos. Por resumir: somos un país
que cierra plantas y quirófanos en los hospitales, mientras construye y mantiene
aeropuertos sin aviones, museos sin exposiciones e infraestructuras sin
transeúntes. ¿Se puede despilfarrar más?
Pero
hoy no quiero analizar estas realidades, sino reflexionar sobre el derroche de
talento que produce diariamente este país, que acabará arruinándolo por
completo. Dejo de lado, intencionadamente, el caudal enorme que representan los
miles de universitarios que han emigrado y seguirán haciéndolo, cuya formación
nos ha costado un dineral y que, en contra de su voluntad, están condenados a
ser productivos en territorios que nada han invertido en su educación. Hoy me
interesa el ejército de jubilados y prejubilados que hay en el país: una friolera
de casi ocho millones y medio de personas, cuyo talento, competencias, ganas de cooperar y participar,
profesionalidad, etc., estamos malgastando miserablemente, empujándolos sin
más a entretenerse aprendiendo idiomas o informática, asistiendo a los cursos
de las universidades de mayores, viajando con el IMSERSO o El Corte Inglés,
jugando a las cartas en los hogares del jubilado o en los bares de los pueblos
y, en el mejor de los casos, preparando y pagando la comida y los cuidados que
necesitan hijos y nietos. La inmensa mayoría de estas personas estaría
encantada de poner su experiencia, sus habilidades, sus capacidades y su
inteligencia al servicio de la sociedad, y hasta llegaría a confesar sin ser cierto
que lo hace por un móvil exclusivamente egoísta: asegurarse las pensiones y vivir
sin sobresaltos la edad de la jubilación.
Se
me ocurre un ejemplo que ilustra bien lo que digo. Imaginemos lo que significaría
disponer de ocho millones y medio de opiniones sobre cómo afrontar la crisis
que atraviesa el país. El descrédito actual en los partidos políticos y en las
instituciones democráticas es el mayor que hemos conocido desde que se
reinstauró la democracia. Esta situación ha hecho eclosionar nuevas propuestas y
nuevas formaciones políticas, que dicen auspiciar formas más auténticas de
participación social. En esa línea de activación de la implicación ciudadana,
¿se imaginan lo que supondría una realidad de ocho millones y medio de personas
dando ideas acerca de cómo salir de la crisis? Aún suponiendo que la mitad optase
por no participar, todavía quedarían más de cuatro millones, a quienes se les
pediría, simplemente, que facilitasen una sola idea para lograr tan loable propósito. Dispondríamos de miles de ellas distribuidas por todo el espectro vital.
Desde la economía doméstica hasta la economía política, desde el gobierno
ciudadano hasta el consumo energético, desde la reconversión productiva hasta
los nuevos lechos de empleo. Más de cuatro millones de ideas expresadas escuetamente
para facilitar su procesamiento: un renglón para cada propuesta. O dicho de otro
modo: cuatro millones de renglones, que son aproximadamente ciento catorce mil
páginas, de treinta y cinco renglones. Lo que equivale a casi cuatrocientos
libros de trescientas páginas o, si se prefiere, a doscientos libros de quinientas. Naturalmente en ese sinfín de ideas habrá decenas de miles repetidas.
Ello no es ningún obstáculo. Existen recursos digitales para depurarlas y
agruparlas con un coste más que razonable si lo comparamos con el rendimiento
que puede obtenerse. ¿Se imaginan la tormenta de pensamientos que se generaría? Realmente,
sería un tsunami morrocotudo, una gigantesca aportación de conocimiento,
multidimensional, plural y transversal al conjunto de la sociedad. Una cosecha
excepcional en la que no sería difícil identificar una docena de ideas geniales
para solucionar la debacle que vivimos.
¿Cuánto
costaría un experimento de tal naturaleza? Pienso que apenas nada.
Recientemente hemos conocido la sencillez con que se han activado algunas fiestas
multitudinarias, ciertas plataformas reivindicativas o consultas plebiscitarias
aprovechando los dispositivos que utilizan las redes sociales. Cualquiera de
ellos (sms, twiter, whatsup…) podrían servir para la finalidad propuesta, o
cualquier otro mecanismo cuyo coste sería ínfimo en comparación con el
beneficio que se obtendría.
Va
siendo hora de ir llamando a las cosas por su nombre y de acabar con muchas
falsedades que no se sostienen. Una de ellas es la socorrida cantinela de que
los viejos se tienen que marchar del sistema productivo porque hay que dejar
espacio a los jóvenes. Hace años que es una gran mentira porque los viejos que
se van se llevan consigo sus puestos de trabajo. No hay reposición del empleo, nadie ocupa el hueco
que dejaron los precedentes. Y no parece que haya visos de que algo esté
cambiando en tal sentido.
En
España, la población envejece a toda prisa. Las últimas proyecciones del
Instituto Nacional de Estadística indican que, dentro de 50 años, el 18 % actual
de mayores de 65 años se convertirá en el 38 %. Un auténtico vuelco
demográfico, que está poco estudiado y que cuando se ha abordado, generalmente se
ha enfocado con perspectivas sesgadas, que priorizan determinados aspectos,
olvidando otros que son también interesantes. Se suele estudiar, por ejemplo, la
repercusión del envejecimiento sobre las pensiones o sobre el sistema de salud,
pero apenas se presta atención a las oportunidades que ofrece la sociedad a los
jubilados, que aspiran, como los demás ciudadanos, a participar, a ser
escuchados y a ser respetados. En España, hay un desaprovechamiento casi absoluto
del know how y del talento de las
personas mayores. Carece de fundamento jubilarlas socialmente porque muchísimas
de ellas disfrutan de unas condiciones físicas e intelectuales que les hacen
susceptibles de aportar muchas cosas en ámbitos como el voluntariado, el apoyo
al emprendedurismo, la educación, los
servicios sociales, la política, etc.
También
en estos aspectos estamos todavía muy lejos de Europa. Según el Eurobarómetro,
solo un 12% de los mayores de 55 años practica el voluntariado mientras que en
Europa lo hace el 27%. Es más, la Estrategia Europa 2020, que diseña un
crecimiento sostenible para ese horizonte, considera que la vejez es clave para
mantener la competitividad y prioritaria para las políticas europeas de
innovación. Y lo asegura basándose en evidencias tales como que las necesidades
de la creciente cohorte de mayores se transforman en fuentes de negocio, surgiendo
necesidades en la tecnología, en la asistencia personal, en la sanidad, en las
infraestructuras o en las finanzas. Todo ello representa nichos para la
iniciativa y para el acogimiento de empresas, que todavía no existen pero que
deberán existir y que llegarán inevitablemente.
La
generación que se está jubilando ahora es la que nació en torno a los años cincuenta
del pasado siglo. Somos las personas que luchamos por los derechos y las
libertades, los que las estrenamos y seguimos ejerciéndolas en la medida que
nos dejan. Quienes peleamos y logramos instaurar el divorcio, la píldora o el
aborto. Los nuevos viejos no nos vamos a conformar con ir de vacaciones a
Benidorm, con el IMSERSO, a tomar el sol y bailar “los pajaritos”. Los nuevos
viejos somos gente más formada, más solvente, económicamente más autónoma y
seguramente más longeva y más peleona. Y, además, muchísimos tenemos claro que
nuestra identidad se la debemos menos a nuestra edad que al estilo de vida que
practicamos. Así que aquí estamos, preparados y dispuestos para lo que haga
falta… si nos dejan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario