El
habitante de mi casa que mejor vive se llama Chilín. Lo recogió de la
intemperie una mujer conocida. Su madre lo debió dejar allí porque no tendría
nada mejor que ofrecerle o, simplemente, porque no tuvo otra opción. Así es la
vida. Afortunadamente para él, aquella mañana se cruzó en su camino esa mujer
de mediana edad y corazón blando a la que conmovió con sus lastimosos gemidos.
Lo cierto es que ella ya tenía predisposición para la acogida, pero los
lamentos de un ser con apenas unos días de vida, pidiendo auxilio, comida o
Dios sabe qué, la determinaron a rescatarlo de la implacable vida callejera. Se
agachó junto al vehículo bajo el que se encontraba, cogió aquella pequeña
bolita de peluche, sucia, pelirroja e inválida, y se la llevó a casa.
A
los pocos días, mi hijo, que es amigo de uno de los suyos, estuvo de visita en su
casa que entonces era un espacio donde abundaban los animales, particularmente
los gatos. De eso debe hacer aproximadamente quince años. No es que él fuera
muy amigo de tales criaturas, pero era sabedor del aprecio que les tenía su
madre desde la infancia. Aquellos días, ella convalecía de una intervención
delicada y pensó en sorprenderla con un detalle que le levantase el ánimo. Lo
compartió con su anfitriona y en pocos minutos tenía a Eric en una caja de
zapatos, dispuesto para trasladarse de domicilio. Y así apareció en casa aquel
mediodía, para dicha de mi mujer.
Si
existe una persona idolatrada por mi hijo, sin duda es Eric Clapton (Clapton is God, suele decir, replicando
la famosa frase rotulada a mediados de los sesenta en la estación de metro de
Islinton). De modo que se puede imaginar la razón subyacente al primer nombre
que tuvo nuestro protagonista. Un homenaje en toda regla que tal vez, subrepticiamente,
escondía unas altas expectativas para su vida en nuestro hogar. Tras someterse
a un chequeo básico en el veterinario, la adaptación de la criatura al nuevo
domicilio fue brevísima. En pocos días se familiarizó con un desconocido
espacio vital y se lo apropió. Ya saben que los felinos no son animales
gregarios sino profundamente independientes porque, a estas alturas del relato,
ya habrán deducido que Eric es nuestro gato. Aquel pequeño animal alegró entonces
la vida a mi mujer con sus alocadas carreras persiguiendo a cuanto se movía,
saltando e intentando capturar al vuelo las moscas y las pequeñas mariposas que
revoloteaban por la terraza, enredando los ovillos de lana o las bobinas de hilo
a poco que nos distrajésemos, etc. Ciertamente, se afilaba las uñas en algunos
lugares donde no debía y también trepó circunstancialmente por los tejidos de
alguna cortina o del sofá, pero afortunadamente abandonó pronto esas “asalvajadas”
costumbres y, lo cierto, es que apenas ha causado destrozos en nuestros enseres.
Eric
creció rápidamente y en pocos meses se transformó en un mozalbete rubio y
lustroso, que disfrutaba jugando con pequeñas bolas de papel o pelotitas de
goma que le proporcionábamos. A menudo parecía que nos ponía delante esos
juguetes para que nos dirigiésemos al pasillo y se los lanzásemos por los
aires, como si estuviésemos entrenando a un portero de fútbol. No lo creerán,
pero hacía unas paradas portentosas. Le lanzabas la pelota a más de un metro de
altura y saltaba, como impulsado por un resorte, para atraparla con sus patas
delanteras y caer al suelo con ella, sujetándola inicialmente y abandonándola a
continuación, como provocándonos para que repitiésemos la jugada desde el otro
extremo del pasillo.
Como
casi todos los miembros de la familia felina, en aquel tiempo de su juventud,
en el que yo empecé a llamarle Chilín (el nombre por el que finalmente lo
conocemos) tenía un cuerpo musculoso y muy flexible, pese a llevar una vida
absolutamente sedentaria; eso sí, bien alimentado (el pobre no conoce otro manjar
que no sea el pienso seco bajo en calorías) y tratado a cuerpo de rey. Pese a
los cuidados con la dieta (que sólo quiebra su dueña obsequiándole con una pequeña
lata de atún al natural un par de veces por semana o en ocasiones especiales),
el paso de los años ha hecho de él un venerable y lustroso anciano, con carnes
menos enjutas y más de ocho quilos de peso, que mueven sus patas con dificultad
creciente.
En
su juventud y madurez, Chilin viajaba con nosotros cuando íbamos al pueblo o
nos mudábamos circunstancialmente de domicilio durante las vacaciones o con
motivo de las reformas que hacíamos en casa. Lo instalábamos en su transporting y, aunque nunca le gustaron
esos trasiegos, acababa aceptándolos tras refunfuñar un poquito, acomodándose en
pocas horas a los nuevos espacios. Conforme se ha ido haciendo mayor se ha
rebelado más, hasta el punto de que hace cuatro o cinco años que ya no sale de
casa porque los viajes le producen un gran estrés, angustiándole y haciéndole descontrolar
sus esfínteres, algo inaudito en los gatos, que suelen observar una higiene
exquisita. Desde entonces evitamos que se desplace. De modo que los amigos y la
familia atienden sus necesidades cuando estamos fuera. Por cierto, bien que nos
riñe con sus maullidos a la vuelta, como reprobando nuestro abandono y aireando su enfado porque no puede dejarnos y
largarse con quienes le procuran los cuidados en nuestra ausencia. Ya saben que
un gato jamás se considera un invitado en la casa donde vive; al contrario, los dueños son sus invitados, eso sí mientras le provean de comida, cuidados y
mimos.
Vemos
a Chilín caminar cada vez con mayor dificultad, de la misma manera que observamos
que va abandonando progresivamente las alturas que frecuentaba (camas, sillones
de la terraza, estantes de las librerías, etc.) porque ya no tiene fuerza para
impulsarse y subirse a ellas. Y, aunque sigue lustroso y tiene buena salud, su
edad nos alerta de que tal vez su vida no dé para mucho más. No sé si el
intenso contacto que tuve con los animales en la infancia me proporcionó
mecanismos para restringir los vínculos emocionales con ellos. Lo que sí sé es que el día que concluya su
vida será aciago para mi mujer y tampoco será grato para mí porque, más
allá de lo dicho y escrito sobre la independencia y la escasa fidelidad de los
gatos, el nuestro es indudablemente una de las excepciones de la regla. Hemos
mantenido con él una relación intensa, gregaria y fiel, de la que todos hemos
sacado provecho. Ya nos hubiese gustado que todas nuestras interacciones con
las personas se hubiesen caracterizado por la misma reciprocidad.
Por
ello, esta es una mención de reconocimiento a la diminuta bolita de peluche,
transformada hoy en orondo, previsible y dócil acompañante, que nos regala sus
ronroneos y su compañía. Ni todo el tiempo hará que se esfume su memoria.
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