En
el mundo agrario, la cosecha señala el fin del ciclo de un determinado fruto. Entre
todas las tareas que realizan los agricultores cosechar es, sin duda, la más
grata porque culmina provechosamente sus inciertas inversiones, sujetas siempre
a los caprichos e inclemencias atmosféricas y biológicas, permitiéndoles
resarcirse de los gastos y trabajos invertidos. Elegir el momento idóneo para cosechar
exige pericia. Una opción temprana puede evitar condiciones perjudiciales, pero
dará una producción pobre en cantidad y/o calidad. Aplazarla puede redundar en lo
opuesto: mejorará el rendimiento pero aumentará la exposición a condiciones
climatológicas desfavorables. Los viticultores y otros productores saben bien a qué me refiero. Ahora
no sé como funcionan las cosas, pero antaño, en los pueblos pequeños como el
mío, el tiempo de la vendimia lo decidían quienes gestionaban las únicas
industrias existentes, las bodegas cooperativas. Ellos fijaban los días en que
se iniciaba y concluía la vendimia, señalando las fechas en que se admitiría el
depósito de la uva.
Cuando
vivíamos en Gestalgar y despuntaba el mes de septiembre, cuando aún no habíamos
concluido con el almacenaje de las últimas algarrobas recolectadas, ya estábamos
preparando los carros para la vendimia. Tras tres o cuatro semanas recogiendo
el fruto achocolatado que proporcionan año tras año los centenarios, sufridos y
generosos árboles que pueblan nuestros labrantíos, deslomados por el esfuerzo
realizado y sin posibilidad de recuperarnos, debíamos afrontar la última gran
cosecha de la temporada.
Apenas
quedaban unos días para preparar las lonas que habíamos guardado cuidadosamente
el otoño anterior en la ‘cambra’, tras lavarlas en el
río, ensebarlas y doblarlas convenientemente para evitar que se cuarteasen.
Las extendíamos y las disponíamos sobre la caja de los carros, ajustándolas a
todos sus rincones para tapar cualquier resquicio por el que se pudiese escapar
el mosto. Preparábamos cuidadosamente los capazos, los ‘doncetes’ o corquetes (como
se les denomina en La Rioja), las tijeras de vendimiar, las cuerdas y cuantos
utensilios eran precisos para la recolección. No olvidábamos las lonas viejas y
otras de pequeño tamaño que, extendidas entre las cepas, servían para acoger
provisionalmente las uvas, mientras los carros, pletóricos de racimos, se
desplazaban desde las parcelas hasta las bodegas. Una vez preparado el
instrumental, sólo quedaba disponer el ánimo para emprender la postrera tarea
de la temporada, que si bien terminaba de magullar nuestros ya maltrechos organismos
también nos proveía de recursos
para afrontar el año próximo.
Cuando
llegaba septiembre mirábamos insistentemente al cielo, como queriendo ahuyentar el granizo y las lluvias que tanto complicaban la tarea y que aguachaban las uvas, restándoles
grado y precio. Nos levantábamos a punta de día. Las mañanas eran fresquitas y nos
obligaban a abrigarnos, embozándonos con algún trozo de saco o manta mientras
nos trasladábamos a las parcelas montados en los carros. Solíamos iniciar la
vendimia en la Casa Suay, concretamente en el Hondo, un terreno de unas doce
hanegadas recostadas sobre el fondo de una cañada, en el que mi padre cultivaba regularmente
uva merseguera, una variedad autóctona de gran rendimiento. Era una parcela
espléndida que daba abundantísimas cosechas, con gran concentración de azúcares
y mínimo contenido de acidez. Eran centenares las cepas en las que
metías el capazo y, tras sajar con el ‘doncete’ los peciolos de las uvas, lo extraías
colmado de racimos. Recuerdo que, como si participásemos en una competición,
nos voceábamos los unos a los otros para mostrarnos los enormes racimos que recolectábamos,
que colmaban las aspiraciones de mi padre y llenaban los bolsillos de la
familia. Allí solíamos recoger doce o catorce mil kilos de uva, que él transportaba
con un carro grande y una yegua espléndida, que tiraba de él con gran esfuerzo y
tesón, animada por las voces que le daba para que remontase sin desfallecer la
grandísima pendiente del camino que subía a la carretera
que enlaza Gestalgar con Chiva.
Concluido
el trabajo, ascendíamos unos centenares de metros en dirección al
piedemonte que desciende desde la Sierra de los Bosques y alcanzábamos la partida
de La Loma, en la que teníamos una pequeña superficie injertada de “planta fina”, que es una variedad de
vid de menor rendimiento pero más dulce, que los bodegueros mezclan con el
moscatel o la malvasía para elaborar mistelas y vinos licorosos. Lo que
perdíamos en kilos, lo ganábamos en calidad y en precio. Apenas empleábamos un día de trabajo para vendimiar aquel terreno. Las uvas recolectadas las transportábamos a la
bodega del pueblo, donde quedaban depositadas a resultas del posterior cobro, que
solíamos efectuar fuera del tiempo de cosecha, cuando solía mejorar el precio.
A
continuación, nos desplazábamos a las parcelas del Campo de Chulilla. Llegar
allí exigía doble tiempo que ir a la Casa Suay, aunque lo que invertíamos en el
desplazamiento lo recuperábamos en las facilidades que ofrecían aquellos terrenos llanos para cosechar y para transportar la uva a las bodegas de
Vanacloig, donde solíamos depositar la producción. De modo que el acarreo,
una de las principales pesadillas de los agricultores, era más liviano para los
animales y para los carreteros. Teníamos dos parcelas; en una, cultivábamos la tradicional
merseguera y, en la otra, de mayor tamaño, una variedad denominada “planta nova”
o “tardana”, una planta muy rústica que, como sugiere su nombre, madura
tardíamente. Realmente es una variedad recomendada como uva de mesa, aunque está
autorizada para la vinificación en las denominaciones de origen Utiel-Requena y
Valencia. Estas cepas daban racimos que sobrepasaban a menudo los dos kilos. ¡Aquella
parcela era una auténtica fábrica de uva!
Era
la última que vendimiábamos y cuando la rematábamos sabíamos que estábamos
diciendo adiós a la vendimia de ese año. Y nos frotábamos las manos porque
vendimiar es tarea ardua, que pone a prueba los riñones porque exige estar
encorvado durante todo el día. Las incorporaciones circunstanciales, que
podrían considerarse alivios momentáneos, realmente no lo son porque castigan todavía
más la zona lumbar, demandándole un esfuerzo redoblado para enderezar el
cuerpo y levantar simultáneamente el capazo para trasladarlo a otra cepa o para depositar su
contenido en el carro. Verdaderamente eran días de trabajo a
destajo, que aborrecíamos por su extremada exigencia, en una porfía
consuetudinaria por rentabilizar los esfuerzos y evitar los efectos de las condiciones atmosféricas adversas.
Días
de bregar continuo, con las ropas, las manos y el cuerpo entero pringados de
mosto mezclado con tierra. No lográbamos quitarnos de encima la
pegajosidad y la mugre hasta que llegábamos a casa por la noche y nos aseábamos a fondo. Las picaduras
de las abejas y las avispas, que revoloteaban continuamente sobre las uvas, nos
hinchaban las manos como botas. De vez en cuando, al introducir el capazo bajo
una cepa, sin advertir que había un avispero, salían de él
media docena de insectos, como si fuesen proyectiles, que hincaban sus aguijones en nuestras maltrechas carnes y nos espabilaban de lo lindo. Unos cuantos pegotes
de barro en las picaduras nos aliviaban y hacían que olvidásemos rápidamente el
incidente.
Por
una parte, la dureza de la tarea la hacía ingrata; por otra, resultaba
dulcísima la recompensa que aportaba una cosecha que era sostén fundamental para la economía de las familias, que muchas veces empeñaban para obtenerla recursos que ni tenían. Tal vez por ello, la vendimia exigía y
concitaba el esfuerzo de cuantas personas había en casa. Cada cual ayudaba
según sus pujanzas y habilidades. Niños, mayores, familiares y jornaleros nos
esforzábamos de sol a sol, dando lo mejor de nosotros mismos y compartiéndolo
todo, sin distinciones ni distingos.
Hoy,
en este once de septiembre, cincuenta años después, el silencio es el dueño del
paisaje. Nadie cultiva las vides porque ya no existe casi nadie. Todos nos
hemos ido, antes o después. El día despunta diáfano, silencioso y mudo. Se
perdieron en el tiempo el traqueteo de los carros y el runrún de los tractores.
Enmudecieron las personas y se agotaron los campos. Se globalizó la vida y se
agostó nuestra historia. Pero siempre quedará alguien para recordarla. Al menos yo quiero creerlo así.
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