jueves, 11 de septiembre de 2014

Vendimia.

En el mundo agrario, la cosecha señala el fin del ciclo de un determinado fruto. Entre todas las tareas que realizan los agricultores cosechar es, sin duda, la más grata porque culmina provechosamente sus inciertas inversiones, sujetas siempre a los caprichos e inclemencias atmosféricas y biológicas, permitiéndoles resarcirse de los gastos y trabajos invertidos. Elegir el momento idóneo para cosechar exige pericia. Una opción temprana puede evitar condiciones perjudiciales, pero dará una producción pobre en cantidad y/o calidad. Aplazarla puede redundar en lo opuesto: mejorará el rendimiento pero aumentará la exposición a condiciones climatológicas desfavorables. Los viticultores y otros productores saben bien a qué me refiero. Ahora no sé como funcionan las cosas, pero antaño, en los pueblos pequeños como el mío, el tiempo de la vendimia lo decidían quienes gestionaban las únicas industrias existentes, las bodegas cooperativas. Ellos fijaban los días en que se iniciaba y concluía la vendimia, señalando las fechas en que se admitiría el depósito de la uva.

Cuando vivíamos en Gestalgar y despuntaba el mes de septiembre, cuando aún no habíamos concluido con el almacenaje de las últimas algarrobas recolectadas, ya estábamos preparando los carros para la vendimia. Tras tres o cuatro semanas recogiendo el fruto achocolatado que proporcionan año tras año los centenarios, sufridos y generosos árboles que pueblan nuestros labrantíos, deslomados por el esfuerzo realizado y sin posibilidad de recuperarnos, debíamos afrontar la última gran cosecha de la temporada.

Apenas quedaban unos días para preparar las lonas que habíamos guardado cuidadosamente el otoño anterior en la ‘cambra’, tras lavarlas en el río, ensebarlas y doblarlas convenientemente para evitar que se cuarteasen. Las extendíamos y las disponíamos sobre la caja de los carros, ajustándolas a todos sus rincones para tapar cualquier resquicio por el que se pudiese escapar el mosto. Preparábamos cuidadosamente los capazos, los ‘doncetes’ o corquetes (como se les denomina en La Rioja), las tijeras de vendimiar, las cuerdas y cuantos utensilios eran precisos para la recolección. No olvidábamos las lonas viejas y otras de pequeño tamaño que, extendidas entre las cepas, servían para acoger provisionalmente las uvas, mientras los carros, pletóricos de racimos, se desplazaban desde las parcelas hasta las bodegas. Una vez preparado el instrumental, sólo quedaba disponer el ánimo para emprender la postrera tarea de la temporada, que si bien terminaba de magullar nuestros ya maltrechos organismos también nos proveía de recursos para afrontar el año próximo.

Cuando llegaba septiembre mirábamos insistentemente al cielo, como queriendo ahuyentar el granizo y las lluvias que tanto complicaban la tarea y que aguachaban las uvas, restándoles grado y precio. Nos levantábamos a punta de día. Las mañanas eran fresquitas y nos obligaban a abrigarnos, embozándonos con algún trozo de saco o manta mientras nos trasladábamos a las parcelas montados en los carros. Solíamos iniciar la vendimia en la Casa Suay, concretamente en el Hondo, un terreno de unas doce hanegadas recostadas sobre el fondo de una cañada, en el que mi padre cultivaba regularmente uva merseguera, una variedad autóctona de gran rendimiento. Era una parcela espléndida que daba abundantísimas cosechas, con gran concentración de azúcares y mínimo contenido de acidez. Eran centenares las cepas en las que metías el capazo y, tras sajar con el ‘doncete’ los peciolos de las uvas, lo extraías colmado de racimos. Recuerdo que, como si participásemos en una competición, nos voceábamos los unos a los otros para mostrarnos los enormes racimos que recolectábamos, que colmaban las aspiraciones de mi padre y llenaban los bolsillos de la familia. Allí solíamos recoger doce o catorce mil kilos de uva, que él transportaba con un carro grande y una yegua espléndida, que tiraba de él con gran esfuerzo y tesón, animada por las voces que le daba para que remontase sin desfallecer la grandísima pendiente del camino que subía a la carretera que enlaza Gestalgar con Chiva.

Concluido el trabajo, ascendíamos unos centenares de metros en dirección al piedemonte que desciende desde la Sierra de los Bosques y alcanzábamos la partida de La Loma, en la que teníamos una pequeña superficie injertada de “planta fina”, que es una variedad de vid de menor rendimiento pero más dulce, que los bodegueros mezclan con el moscatel o la malvasía para elaborar mistelas y vinos licorosos. Lo que perdíamos en kilos, lo ganábamos en calidad y en precio. Apenas empleábamos un día de trabajo para vendimiar aquel terreno. Las uvas recolectadas las transportábamos a la bodega del pueblo, donde quedaban depositadas a resultas del posterior cobro, que solíamos efectuar fuera del tiempo de cosecha, cuando solía mejorar el precio.

A continuación, nos desplazábamos a las parcelas del Campo de Chulilla. Llegar allí exigía doble tiempo que ir a la Casa Suay, aunque lo que invertíamos en el desplazamiento lo recuperábamos en las facilidades que ofrecían aquellos terrenos llanos para cosechar y para transportar la uva a las bodegas de Vanacloig, donde solíamos depositar la producción. De modo que el acarreo, una de las principales pesadillas de los agricultores, era más liviano para los animales y para los carreteros. Teníamos dos parcelas; en una, cultivábamos la tradicional merseguera y, en la otra, de mayor tamaño, una variedad denominada “planta nova” o “tardana”, una planta muy rústica que, como sugiere su nombre, madura tardíamente. Realmente es una variedad recomendada como uva de mesa, aunque está autorizada para la vinificación en las denominaciones de origen Utiel-Requena y Valencia. Estas cepas daban racimos que sobrepasaban a menudo los dos kilos. ¡Aquella parcela era una auténtica fábrica de uva!

Era la última que vendimiábamos y cuando la rematábamos sabíamos que estábamos diciendo adiós a la vendimia de ese año. Y nos frotábamos las manos porque vendimiar es tarea ardua, que pone a prueba los riñones porque exige estar encorvado durante todo el día. Las incorporaciones circunstanciales, que podrían considerarse alivios momentáneos, realmente no lo son porque castigan todavía más la zona lumbar, demandándole un esfuerzo redoblado para enderezar el cuerpo y levantar simultáneamente el capazo para trasladarlo a otra cepa o para depositar su contenido en el carro. Verdaderamente eran días de trabajo a destajo, que aborrecíamos por su extremada exigencia, en una porfía consuetudinaria por rentabilizar los esfuerzos y evitar los efectos de las condiciones atmosféricas adversas.

Días de bregar continuo, con las ropas, las manos y el cuerpo entero pringados de mosto mezclado con tierra. No lográbamos quitarnos de encima la pegajosidad y la mugre hasta que llegábamos a casa por la noche y nos aseábamos a fondo. Las picaduras de las abejas y las avispas, que revoloteaban continuamente sobre las uvas, nos hinchaban las manos como botas. De vez en cuando, al introducir el capazo bajo una cepa, sin advertir que había un avispero, salían de él media docena de insectos, como si fuesen proyectiles, que hincaban sus aguijones en nuestras maltrechas carnes y nos espabilaban de lo lindo. Unos cuantos pegotes de barro en las picaduras nos aliviaban y hacían que olvidásemos rápidamente el incidente.

Por una parte, la dureza de la tarea la hacía ingrata; por otra, resultaba dulcísima la recompensa que aportaba una cosecha que era sostén fundamental para la economía de las familias, que muchas veces empeñaban para obtenerla recursos que ni tenían. Tal vez por ello, la vendimia exigía y concitaba el esfuerzo de cuantas personas había en casa. Cada cual ayudaba según sus pujanzas y habilidades. Niños, mayores, familiares y jornaleros nos esforzábamos de sol a sol, dando lo mejor de nosotros mismos y compartiéndolo todo, sin distinciones ni distingos.

Hoy, en este once de septiembre, cincuenta años después, el silencio es el dueño del paisaje. Nadie cultiva las vides porque ya no existe casi nadie. Todos nos hemos ido, antes o después. El día despunta diáfano, silencioso y mudo. Se perdieron en el tiempo el traqueteo de los carros y el runrún de los tractores. Enmudecieron las personas y se agotaron los campos. Se globalizó la vida y se agostó nuestra historia. Pero siempre quedará alguien para recordarla. Al menos yo quiero creerlo así.

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