lunes, 1 de septiembre de 2014

A mi amigo Jose.

Hace muchos años que empezó una historia inacabada, incompleta e imperfecta, que debo contar. Todo sucedió poco tiempo después de un largo viaje que hice obligado por las circunstancias, que me arrancó de una vida sencilla y rutinaria y me transportó a otra más compleja y cosmopolita. No tuve más opción que aplicarme con tesón y adaptarme a ella y a sus reglas. Afortunadamente, en pocos meses, logré desenvolverme con cierta soltura en el nuevo escenario, que entendí y en el que me integré con relativa facilidad. En esa coyuntura se inició esta historia que, como tantas otras, acaeció fortuitamente.

A los dos o tres meses de vivir aquí, conocí a una persona extraordinaria. Entonces no lo sabía, pero los años han demostrado que así fue. Inicialmente, aquello resultó anecdótico. Me hizo reparar en ella el sobrenombre (Sofo) que le habían endosado sus compañeros del instituto, que le acompaña desde aquella época. El destino, la casualidad o lo que fuese, hizo que reapareciera en mi entorno poco después, cuando ambos iniciábamos los estudios de Magisterio. Desde esos días, tampoco se ha quebrado nuestro vínculo.

Nuestros profesores y compañeros reconocían y ensalzaban su inteligencia. De hecho, su apodo alude indirectamente a esa capacidad. Jamás le he administrado ningún test y, sin embargo, no albergo la menor duda sobre la amplitud de sus dotes intelectuales, que ha evidenciado espontánea y desinteresadamente en incontables ocasiones. Estamos ante una persona a la que hacen justicia su apodo y su proceder cotidiano: escucha mucho más que habla.

"Amistad", de Francisca Cerdá
Plaza República de Chile, Barrio de Palermo, Buenos Aires.
La inteligencia es cualidad magra, pero aún lo es más la generosidad. En mi opinión, si hubiese que elegir una categoría para distinguir a esta persona, sin duda alguna, sería la generosidad. Un ejemplo será suficiente para acreditarlo. Cuando nos conocimos, tenía muchos números para haberse convertido en un “niño bonito”. No porque proviniese de una familia con recursos, porque no era así, aunque abastecía para procurarle una vida confortable y una posición social razonable. Pero algunos de sus vínculos familiares, a poco que él hubiese puesto algo de su parte, podrían haberle acercado a lo más granado de la sociedad alicantina de entonces, permitiéndole medrar y vivir como Dios. Por fortuna, jamás se le ocurrió semejante idea.

Al contrario, tomó el camino opuesto al del egoísmo y se esforzó en arrimar el hombro y ayudar a sus amigos y colegas, practicando las virtudes que le enseñaron Paco y Maruja, a quiénes agradeceré siempre su enorme generosidad porque, no solo a mí sino a bastantes otros, nos consideraron siempre como parte de su familia, pese a desconocer de dónde veníamos y quiénes éramos. En esa escuela aprendió la generosidad nuestro hombre, la virtud que define por antonomasia la condición humana auténtica, la cualidad que nos hace ser más personas. Él la tiene anclada en su ADN. La practicó y la practica con propios y extraños, con amigos y hasta con sus adversarios (enemigos, no le conozco). Hasta el punto de que diría, afectuosamente, que es “tonto”, de tan generoso que es.

Acabó la carrera, prestigiado y situado entre los primeros de su promoción. Empezó a ejercerla y dos años fueron tiempo suficiente para que urdiese relaciones con alumnos y familias que siguen hoy vivas. Emigró profesionalmente de su ecosistema urbanita a otro crasamente rural y restringido. Apenas necesitó unos meses para adaptarse y mezclarse con la nueva gente, a la que todavía sigue vinculado cuarenta años después. Todo ello lo compatibilizó con incursiones militantes en proyectos políticos progresistas y radicales, que eran peligrosos, especialmente para quien ya era funcionario público. Era un “progre”, en el mejor sentido que podía tener el término en la España de los 70. Aquél tiempo de vehemencia y de proselitismo. Tal vez por eso me tanteó, sin agobiarme. Yo era más cobarde que él y no me dejé convencer, ni insistió más de lo que debía. El Mannix, Paco Ibáñez, María del Mar Bonet, la Credence, Pi de la Serra, Ovidi Monllor, el Club Amigos de la Unesco, Abraxas, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Marta Harnecker, los guateques, las discotecas… son retazos y experiencias que compartimos en aquel tiempo y aquel país, lejos del glamour provinciano del Club de Regatas, de los bailes del Casino o del mundo de las Hogueras.

El destino de las personas generosas e inteligentes suele ser el compromiso, como es el caso. Estamos frente a un persona honorable  y atenta a cumplir con sus responsabilidades, con una importante trayectoria sindical, política y social, en la que ha sabido sortear cuantas tentaciones y provocaciones le han puesto delante. En ningún otro bolsillo se puede escudriñar con más certeza de que no se encontrará nada que no sea propio. Pese a que muchas veces se ha jugado cuanto tenía en favor de otros presuntamente más desheredados, que a veces no lo eran tanto, jamás he tenido noticia de que demandase su parte. Estamos ante una persona comprometida radicalmente con sus ideas, que jamás ha querido para sí lo que ha exigido para los demás, estamos frente a alguien que ha peleado por lograr derechos para otros que ni le atañían, porque ya los disfrutaba. Allí estuvo, y ahí está. Quienes le conocemos no recordamos otra imagen suya no sea su conducta intachable y contumaz, mantenida década tras década.

La persona que vengo describiendo ha sabido materializar el significado de la palabra coherencia. Y ello es particularmente valioso en este tiempo en que tanto prima el cinismo y la disociación entre los comportamientos públicos y los privados, entre la dimensión personal y la proyección social de las personas. No busquemos semejante contradicción en este caso, porque no la hallaremos. Solo contrastaremos la casi plena coherencia entre la vida personal, la relación social, el desempeño profesional y el sentir emocional. Difícil encontrar más consecuencia entre el propio respeto y el que se dispensa a los demás, mayor equilibrio entre la obligación y la devoción. Pese a laborar décadas en un ecosistema adverso y perverso, del que es un descreído pleno, ha sabido flotar, nadando entre la nostalgia y el pesar, entre la esperanza y la fe en sus principios, sin renunciar a nada y practicando todas sus virtudes. Y así acabará su periplo.

Obviamente, en esta exégesis breve y justa, merecida y necesaria, faltan doscientos argumentos, mil razones y casi todos los afectos. Pero algo aprende uno de los que tiene al lado; en este caso, a callar. Podría seguir parloteando muchas horas, pero no lo haré. Concluiré con un remate sencillo y a su manera: Jose, de mayor, quiero ser como tú.

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